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Latinoamérica y nuestros días

¿Qué fue de la Teología de la liberación?

Joaquín García Huidobro
Instituto de Filosofía, Universidad de los Andes Á - N.9

El autor de este artículo observa la Teología de la liberación como si fuera una película, con sus actores, escenarios y protagonistas. También examina su relación con el marxismo, Latinoamérica —Perú, Cuba y Venezuela, por ejemplo— y sus intrínsecas paradojas, como, por ejemplo, frente su posición ante los pobres.

 

 

Si tuviera que hacer un guion para una película acerca de la Teología de la liberación comenzaría con unas escenas muy actuales: las persecuciones a la Iglesia en Nicaragua; clérigos encarcelados, y otros creyentes acusados de traición a la patria en unas parodias de juicios, y luego la cámara se iría a Venezuela. Mientras se ven las torturas, los apaleos de manifestantes y las desapariciones de opositores, se oiría la voz de Hugo Chávez, quien, en 2011, decía a la Asamblea legislativa de su país: «Cristo fue uno de los más grandes socialistas, el primero de nuestra era y Judas el más grande capitalista, el ejemplo, pues, de lo que es un capitalista: Judas». Estaría tentado también a poner imágenes que muestren el hambre y otras penurias de los venezolanos mientras se escucha al mismo Chávez en un discurso de 2005: «Asumimos las banderas de Cristo, y tenemos una meta… La pobreza será cero en Venezuela y hemos comenzado a dar avances». Quizá no lo haría exactamente así, porque una película no debe ser previsible y el desenlace de esa historia ya es conocido por todos.

Luego, me iría atrás en el tiempo. Pondría imágenes del joven Gustavo Gutiérrez en Lovaina o Lyon, o de Leonardo Boff en München, mientras conversan con sus amigos sobre las graves injusticias que afectan a los pobres en Latinoamérica y la necesidad de hacer algo que sea eficaz para resolverlas. No faltaría material para conmover y enfurecer a los espectadores: ricos que se dan una gran vida y proclaman su catolicismo al mismo tiempo que sus trabajadores apenas tienen con qué vivir. Otros adinerados, profundamente anticlericales, que se indignan cuando la Iglesia habla de materias sociales. No faltarían las imágenes de la intervención norteamericana sobre los gobiernos locales, para obligarlos a aplicar férreas políticas de control de la natalidad, con el propósito de evitar que los pobres, esos indeseables, se reproduzcan.

Y nuevamente volvería sobre Gutiérrez. Lo mostraría esta vez con un escritorio lleno de libros, casi todos europeos, mientras escribe los primeros esbozos de su obra más famosa, que finalmente publicará en 1971 bajo el título: Teología de la liberación. Perspectivas. También podría presentarse el trabajo de otros teólogos, que en Brasil o Centroamérica hicieron algo semejante, aunque con posturas más radicales que las del teólogo peruano. Pondría las palabras de Frei Betto en su «Oración al Che Guevara», donde pide: «Desde donde estés, Che, bendícenos a los que comulgamos con tus ideas y tus esperanzas».

Naturalmente, lo más difícil en una película como esta sería mostrar las intuiciones teológicas fundamentales de esta multiforme corriente y también sus deficiencias. Sin ellas, resulta imposible explicar cómo desde esas preocupaciones —las de unos creyentes que quieren tomarse en serio el clamor de los pobres— puede llegarse a este final, expresado en dictaduras sangrientas como las de Nicaragua y Venezuela, que explícitamente remiten a esa teología como su fuente original de inspiración. Habría que recurrir a escenas tomadas de las clases y conferencias de estos autores. La primera imagen que habría que mostrar es de Gutiérrez diciendo, con pasión, que esta no es una mera teología sectorial, como si pretendiera preocuparse de una parte de la realidad (tal sería el caso, por ejemplo, de una teología del cuerpo o de los sacramentos), mientras deja intacto el resto del saber teológico. Aquí, en cambio, estamos en presencia de un nuevo modo de hacer teología, una reflexión que se hace desde la praxis. Recordemos, como lo hace él mismo, la famosa tesis XI de Marx sobre Feuerbach: «Los filósofos se han limitado a contemplar el mundo de diversas maneras, de lo que se trata es de transformarlo». Esta es una teología transformadora de la realidad. Dicho en otras palabras, nadie podría acusarla de ser el «opio del pueblo» porque ella misma es revolucionaria.

Para llevar a cabo este cometido, requiere de una especial habilitación epistemológica, que para muchos de esos autores está dada por el marxismo. Hay que tener en cuenta que, para numerosos intelectuales de la década de los sesenta y setenta, el marxismo era la ciencia de la sociedad, tal como la medicina se ocupa de la salud o la física es la disciplina que explica el movimiento de los cuerpos en el espacio. Los cristianos que pensaban así no se consideraban necesariamente marxistas, simplemente empleaban el marxismo como método para entender la sociedad y conocer las vías que conducían a su transformación eficaz. No faltaban los que decían que un creyente debía hacer suya incluso la crítica marxista a la religión, porque esa era la prueba de que aquello que saldría de ahí, una vez purificada la teología de las adherencias que esa crítica denunciaba, no tendría un carácter alienante.

Naturalmente hoy resulta relativamente fácil acusar a estos hombres de ingenuos. De una parte, la teoría marxista ha sido sometida a críticas demoledoras que, entre otras cosas, muestran que en ningún caso es una ciencia en el sentido en que pretendía serlo. De otra, parece claro que quienes ven toda la realidad bajo el prisma de la lucha de clases difícilmente podrán evitar extraer las mismas conclusiones que saca de allí un marxista. Además, a diferencia, por ejemplo, del pensamiento de Aristóteles o de San Agustín, el marxismo constituye un sistema donde cada una de sus partes es solidaria de las otras, de modo que resulta muy difícil quedarse solo con un aspecto de él, particularmente si es tan relevante como su teoría de la lucha de clases. Sin embargo, hay que hacerse cargo de la época en que se desarrollaron estos esfuerzos teológicos, de las fuentes intelectuales de las que bebían y también de que existen materias donde, de no mediar el paso del tiempo, que lleva a que ciertas cosas decanten, son pocos los que poseen la lucidez para advertir determinadas deficiencias.

En todo este fenómeno, se dio una peculiar convergencia entre unos cristianos que tenían un cierto complejo de inferioridad a propósito de la fuerza intelectual de su fe y unos marxistas que sufrían del mal contrario, que los llevaba a difundir la idea de que bastaba con el marxismo para entender las patologías sociales. Es interesante, por ejemplo, constatar cómo los teólogos de la liberación se empeñaban por años en un diálogo con autores marxistas, pero, al menos en su generalidad, no se interesaron por conocer el pensamiento de autores que tenían ideas muy distintas a las suyas. ¿Acaso no tenían nada que aprender de Friedrich Hayek, Raymond Aron, Robert Spaemann o Augusto Del Noce? El progresismo —del que la Teología de la liberación es una expresión más— está inevitablemente condenado a girar sobre sí mismo. Para el que piensa distinto apenas hay argumentos, solo adjetivos como «reaccionario», «neoliberal», «retrógrado», o lo que sea.

 

«Quizá lo más difícil de mostrar en una hipotética película sobre la Teología de la liberación sería, paradójicamente, su actitud ante los pobres. Ellos no son las personas concretas, sino que forman una clase, un verdadero lugar salvífico cuya invocación permite a esos intelectuales estar del lado correcto de la historia»

 

Una película sobre el tema debería mostrarlos, desconcertados, mientras leen en el diario sobre la Perestroika de Gorbachov o ven, con sorpresa, las imágenes de la caída del Muro de Berlín. No sería difícil, tampoco, hacer ver el contraste entre quienes, como el Padre Hurtado, orientaron su acción por los pobres desde la Doctrina Social de la Iglesia y el intento liberacionista, que la desprecia. Para ellos, la enseñanza de la Iglesia es un caso de «reformismo», una palabra que usan con un sentido muy crítico. Según estos autores, ella lleva a paliar los efectos perversos de un sistema, pero deja intacto su núcleo fundamental cuando, en realidad, se trata de revolucionarlo. Su preocupación, por tanto, no tiene que ver con la ortodoxia, con la doctrina correcta, sino con la «ortopraxis»: solo es correcta aquella praxis que está inserta en el proceso de transformación revolucionaria de las estructuras.

Aquí haría un contraste: pondría una escena donde un viejo cura párroco explica a unos niños cómo el mal anida en el corazón del hombre: es la vieja doctrina del pecado original, que entrega a los cristianos una sana desconfianza respecto de las promesas de producir un paraíso en la tierra. A lo largo de la historia, en cambio, han sido frecuentes los intentos por hacer residir el mal en una deficiente organización de las estructuras. Basta pensar en Rousseau, aunque los antecedentes se sitúan al menos en los movimientos mesiánicos medievales. En esta línea se sitúa el pensamiento liberacionista. No vendría mal aquí la representación de Ernesto Cardenal mientras bautiza a un niño y hace un conjuro para que salgan de él el «espíritu del capitalismo», el «espíritu del imperialismo» y otros demonios semejantes, que se vinculan al tipo de estructuras sociales en que ha nacido.

 

«No faltaban quienes decían que un creyente debía hacer suya incluso la crítica marxista a la religión, porque esa era la prueba de que aquello que saldría de ahí, una vez purificada la teología de las adherencias que esa crítica denunciaba, no tendría un carácter alienante»

 

Más allá del hecho de que no nacemos esclavos (libertad externa), en la concepción clásica y cristiana la libertad más profunda se alcanza en una lenta tarea de autodominio, con la adquisición de virtudes que llevan al hombre a guiar todos sus actos por la regla de la razón. Aquí, en cambio, la categoría básica no es la libertad, sino la liberación, que se produce tras la ruptura de las cadenas a las que estamos sometidos por el régimen capitalista.

Es importante señalar que algunos teólogos de la liberación pagaron caro su empeño. Fue el caso, en 1989, de Ignacio Ellacuría y varios de sus compañeros, que fueron asesinados por un grupo de militares en el contexto de la guerra civil que asoló a El Salvador durante una docena de años. Pero la terrible injusticia de una muerte no es prueba de la justicia de una causa, ni de la verdad de todas las ideas que la sustentan.

 

 

En este lugar podríamos conectar con las imágenes del principio y con ciertos puntos ciegos que presentan algunas formas de la Teología de la Liberación, pues obviamente bajo ese rótulo se incluye a muchos autores, que además en bastantes ocasiones han experimentado una evolución. Tal es el caso de Gutiérrez, cuyo pensamiento dista hoy de la radicalidad de los comienzos. Se trata de su actitud ante la violencia como arma política. Ya Raymond Aron veía con desazón cómo, a fines de los cincuenta y en la década de los sesenta, sus antiguos amigos, Jean-Paul Sartre o Maurice Merleau-Ponty, sabían de la existencia de los campos de concentración soviéticos, pero los consideraban un mal necesario para alcanzar la meta del socialismo. Aquí sucede otro tanto, y las posturas de estos autores liberacionistas van desde la ambigüedad hasta la directa glorificación de la violencia.

Por el contrario, una tesis típica de la doctrina cristiana tradicional consiste en que existen actos que no se pueden realizar bajo ninguna circunstancia. Si esto es así, cualquier empeño de transformación social estará necesariamente sujeto a ciertos límites. Pero cuando lo relevante es la praxis y su eficacia transformadora, entonces los límites quedan subordinados a la capacidad de la acción para conseguir el fin buscado. De ahí la condescendencia con que miran o incluso justifican ciertos métodos y prácticas que son moneda corriente en los países socialistas: Cuba, Venezuela o Nicaragua, incluida la actual persecución religiosa, que no se juzgan con los mismos criterios que se emplean para criticar las dictaduras de derecha. Este no es solo un problema de parcialidad suya, como podría pensarse, sino que, en su concepción, los mismos actos (torturas, secuestros o atentados) pasan a ser de una especie distinta según el fin que se persiga: instaurar el socialismo o mantener el estado de cosas vigente. De ahí la forma en que, durante décadas, han juzgado los proyectos y las acciones de esos regímenes socialistas. Para Frei Betto, en su reciente visita a la isla, «Cuba no padece hambre, pero hay riesgo de inseguridad alimentaria». El problema está en que «los cubanos tienen vicios alimentarios que no quieren cambiar».

Quizá lo más difícil de mostrar en una hipotética película sobre la Teología de la liberación sería, paradójicamente, su actitud ante los pobres. Ellos no son las personas concretas, sino que forman una clase, un verdadero lugar salvífico cuya invocación permite a esos intelectuales estar del lado correcto de la historia. No puedo dejar de recordar un enorme afiche que presidía el departamento de religión de mi colegio, en Buenos Aires: una frase del Che Guevara que decía «Solo el pueblo salvará al pueblo». No Jesucristo, sino el pueblo es el salvador; pero no cualquier pueblo, sino uno mitificado, entendido desde una determinada filosofía de la historia. Así, los pobres son vistos desde categorías intelectuales europeas y no parece haber un verdadero esfuerzo por comprenderlos a partir de ellos mismos, de sus anhelos, de aquello que los mueve. Nada más expresivo de esta actitud que el desprecio que los teólogos de la liberación mostraron durante décadas por la religiosidad popular. Algo así no calzaba en sus esquemas. Es más, en muchos países realizaron grandes e infructuosos esfuerzos por desarraigar estas prácticas que están en el alma de la Hispanoamérica mestiza. En esto muestran ser herederos del pensamiento ilustrado, que en la segunda mitad del siglo XVIII y todo el siglo XIX realizó incontables esfuerzos para desarraigar ese tipo de religiosidad. En el campo artístico, ambas mentalidades coinciden en el desprecio por el arte barroco que está presente en muchas iglesias en todo el continente. Los ilustrados y luego los liberacionistas se empeñaron por relegar o –en el caso de los primeros– destruir innumerables retablos, altares y otras obras artísticas que no coincidían con sus parámetros «modernos». Durante los siglos XVIII y XIX, muchos templos en Lima, Puebla o Ciudad de México fueron «limpiados» de restos barrocos, pero hubo lugares en que esa sensibilidad artística se mantuvo intocada: los poblados de indios, como Andahuaylillas, en Perú; Santa María Tonantzintla o San Francisco Acatepec, en México. Lo mismo sucedió en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado, donde el propio pueblo defendió ese arte de las innovaciones progresistas. La actitud liberacionista frente al mundo popular los llevó a omitir en la predicación lo fundamental: Jesucristo. En el sur andino se preocuparon especialmente de cosas como las ofrendas a la tierra y olvidaron que ninguna fiesta tiene en el Cusco mayor arraigo que la muy católica del Corpus Christi o en Ayacucho su Semana Santa.

La película podría concluir con las imágenes de una procesión en el mundo andino o en la Villa de Guadalupe en México, mientras que en un sofisticado salón de Lima o Bogotá unos teólogos hablan de su próximo viaje a Europa para participar en un congreso sobre la vigencia de la «Iglesia popular».

 

«Aquí, en cambio, la categoría básica no es la libertad, sino la liberación, que se produce tras la ruptura de las cadenas a las que estamos sometidos por el régimen capitalista»

 

El cristiano tiene razones muy especiales para preocuparse de las cosas de este mundo, entre otras, porque en su relación con ellas se juega nada menos que su destino eterno. La fe cristiana no da una solución unívoca a los cambiantes asuntos de nuestro tiempo, pero no cualquier propuesta es compatible con la enseñanza de Jesucristo ni puede pensarse que una determinada filosofía política, sea el marxismo o cualquier otra, puede hacer innecesaria la tarea encomendada por Jesucristo a los creyentes de actuar como sal de la tierra.

La Teología de la liberación no está muerta. De hecho, en nuestro siglo ha experimentado un resurgimiento y, como el resto de la izquierda, ha adoptado nuevas causas. Hoy exalta el indigenismo, las religiones paganas nativas, el feminismo radical y ciertas teorías de género de carácter extremo, todo con un aire ecologista. Sin embargo, una cosa distinta es que haya envejecido bien, porque corre el peligro de aparecer simplemente como esas personas de edad que se empeñan en parecer jóvenes a través de su vestimenta u otros signos meramente externos. Habrá que ver si podrá renovarse. Esto significa, a mi juicio, ser capaz de mantener una mayor distancia crítica respecto de las filosofías en boga, para tomar de ellas lo que tienen de verdaderas y no seguirlas simplemente porque gozan de popularidad. El criterio fundamental no es aquí la mayor o menor actualidad, sino la verdad que se encuentra con el laborioso trabajo de la razón iluminada por la fe. Porque la teología, si quiere ser tal, no puede olvidarse de Dios, ni tampoco del logos.