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Modus Operandi

La cara oculta de la Compañía de Jesús

Óscar Contardo
Periodista y escritor Á - N.9

Una detallada crónica hecha por el escritor Oscar Contardo acerca de la manera de actuar de los jesuitas en Chile y el mundo frente a las acusaciones de abusos sexuales de la que muchos de sus miembros fueron objeto, hace reflexionar acerca de un posible modus operandi en la Congregación a nivel mundial. Todo esto entremezclado con reflexiones acerca del poder y las clases sociales.

 

Con la publicación de los testimonios en contra del sacerdote Fernando Karadima, ocurrida a partir de 2010, comenzó el desplome del prestigio de la Iglesia católica chilena. Hasta ese momento el arzobispo Francisco Javier Errázuriz había logrado contener la debacle, protegiendo a los religiosos de su entorno que habían sido denunciados por cometer abusos sexuales, pero el llamado Caso Karadima, rompió el dique. Una lectura posible hecha con la distancia del tiempo es que los grupos, del ala menos conservadora de la Iglesia, percibieran la caída de Karadima como una oportunidad para tomar el testigo del poder dentro de la institución, que desde el retorno a la democracia había estado en manos del ala más reaccionaria a los cambios sociales. Así se entiende que en medio del escándalo algunos sacerdotes jesuitas, con una sensibilidad progresista, se allanaran a dar su opinión sobre el caso Karadima cada vez que fueron requeridos por los medios para hacer declaraciones sobre lo ocurrido con el líder de la parroquia de El Bosque. Cuando lo hacían, eso sí, se cuidaban y no revelaban que dentro de la misma Compañía de Jesús existían denuncias en contra de algunos de sus propios miembros, acusaciones que no se habían hecho públicas porque se mantenían bajo el secretismo de la justicia canónica. Se trataba de procesos sin avance, detenidos en archivos entre Santiago y Roma y de los que la opinión pública no tenía noticias.

 

En la prensa los jesuitas aparecían analizando la paja en el ojo ajeno con la habilidad mediática y el despliegue comunicacional perfeccionado gracias a la perspicacia del sacerdote Renato Poblete, quien desde la década de los ochenta comenzó a tender puentes y cultivar lazos de amistad con editores y dueños de medios, ambientes en los que el propio Poblete y su entorno siempre eran recibidos con entusiasmo. La estrategia de la beneficencia y la cercanía con personajes claves dentro de los medios de comunicación había dado resultado, se podía verificar en las páginas sociales de diarios y revistas y en la llamada «Cena de pan y vino», una cita anual organizada por Poblete en donde confluían empresarios, políticos, periodistas de fama y celebridades diversas. Fue una fórmula muy eficaz para acumular influencia y prestigio social.

 

El poder que la Compañía de Jesús había perdido con la llegada de nuevos movimientos católicos que buscaban su lugar dentro de la elite local a partir de la segunda mitad del siglo XX, como el Opus Dei, Schoenstatt y los Legionarios de Cristo, que a través de sus colegios y universidades lograron un sitial dentro la clase alta local, la Compañía de Jesús lo compensaba con un despliegue de beneficencia efectiva, concreta y bien difundida orientado a la elite económica, política, mediática y social. Gracias a esa estrategia, Poblete —muy cercano a Karadima, una relación que los jesuitas solían soslayar— se transformó en una figura nacional y en un modelo para que otros miembros de la Compañía de Jesús perfeccionaran su estrategia. El más aventajado de esos pupilos fue Felipe Berríos, quien al momento en que escribo estas líneas permanece a la espera del resultado de un proceso canónico en su contra, tras ser acusado por siete mujeres por hechos ocurridos entre 1993 y 2009.

En su libro Digerir lo vivido, publicado en 2010 después de la muerte de Renato Poblete, el sacerdote Felipe Berríos describe a quien fuera su mentor como «un apasionado del Señor que supo ser el vínculo entre el P. Hurtado y las generaciones que no lo alcanzamos a conocer (…). Pero quizás fue el amor por los pobres del P. Poblete, ese que lo llevó a utilizar magistralmente los medios de comunicación para ser la voz de aquellos que la sociedad silencia». A la vuelta de los años esta frase cobraría un significado distinto, sobre todo en lo referido a la capacidad de silenciar las denuncias que la congregación tenía en su contra.

 

La Compañía de Jesús nunca demostró tener la intención de sincerar las denuncias acumuladas, en algunos casos durante décadas, en contra de sus sacerdotes, sino hasta que éstas se hicieron públicas gracias a que sus víctimas acudieron a determinados periodistas, entre los que me cuento. Aun más, me consta personalmente que los medios eran y son reticentes a difundir denuncias que apunten a miembros de esa congregación. Así ocurrió con las acusaciones en contra de Juan Leturia, Eugenio Valenzuela, Jaime Guzmán Astaburuaga, Felipe Denegri y Leonel Ibacache, a los que se suman los exjesuitas alemanes Wolfgang Statt y Peter Riedel, cuyos casos rara vez, por no decir nunca, han sido abordados por la prensa local, pese a la gravedad de los hechos sobre los que sí intervino la justicia alemana. Las denuncias en contra de Riedel involucran a mujeres pobres del norte de Chile.

 

«El poder que la Compañía de Jesús había perdido con la llegada de nuevos movimientos católicos que buscaban su lugar dentro de la elite local a partir de la segunda mitad del siglo XX, como el Opus Dei, Schoenstatt y los Legionarios de Cristo…la Compañía de Jesús lo compensaba con un despliegue de beneficencia efectiva, concreta y bien difundida orientado a la elite económica, política, mediática y social»

 

Aunque cada uno de los señalados, por hombres y mujeres sobrevivientes de abuso, había cumplido roles de importancia dentro de la congregación —desde directores de colegios, pasando por líderes de movimientos juveniles y maestros de novicios y provincial—, no eran mencionados en las entrevistas que los sacerdotes jesuitas concedían para comentar sobre los abusos de Karadima o sobre temas éticos, políticos y sociales del más variado tipo.

 

Mientras el ala más conservadora de la Iglesia Católica chilena se desplomaba, ante la opinión pública la Compañía de Jesús permanecía libre de sospecha y comprometida en contra de los abusos, tanto así que en 2016 la Universidad Alberto Hurtado, jesuita y bajo la rectoría del sacerdote Fernando Montes, invitó al periodista estadounidense Michael Rezendes a entregar su premio anual de periodismo. Rezendes fue parte del equipo del diario Boston Globe que reveló la red de abusos y encubrimiento de la Iglesia Católica estadounidense. A partir de ese trabajo se rodó Spotlight, ganadora de un Oscar a la mejor película en 2016. Aquella visita disponía a los jesuitas del lado de las víctimas y en contra del encubrimiento para efectos de la opinión pública. Sin embargo, la realidad era otra, muy distinta: hasta ese momento los denunciantes de cada uno de los religiosos jesuitas acusados de abusos habían sufrido un trato hostil por parte de los miembros de la congregación y temían hacer públicas sus denuncias por los costos que significaría para ellos. Me consta. Hablé por años con muchos de ellos y así lo registré en mi libro Rebaño y en varias columnas publicadas en el diario La Tercera. La mayoría de los denunciantes eran exalumnos de sus colegios y pertenecían por familia a comunidades católicas. Para ellos la sola posibilidad de crítica a los religiosos era un asunto que los ponía en situación de ser marginados de un entorno social, perder redes de amistades o incluso trabajos. Si la lógica de pertenencia a una comunidad escolar en general para la clase alta chilena es algo sumamente importante, que se extiende hasta la adultez de una manera peculiarmente intensa, en el ámbito de los colegios jesuitas, sobre todo del San Ignacio del Bosque, a esa pertenencia se añade un sello de fraternidad continua y defensa corporativa que puede llegar a ser sumamente ruda cuando se trata de defender de críticas sus códigos y costumbres. Si denunciar a un sacerdote jesuita es para cualquier exalumno ignaciano correr un gran riesgo, hacerlo públicamente eleva exponencialmente ese riesgo porque significa enfrentar inevitablemente algún tipo de represalia social, que se extendía a quienes les ayudaran a hacer públicas sus denuncias. Hacerlo, sin embargo, puede marcar la diferencia, como sucedió con Renato Poblete. A Karadima, quien acabó sus días como un paria, Renato Poblete vivió hasta su muerte, en 2010, rodeado de admiración de quienes lo tenían como un ejemplo de humanidad. Fue condecorado, celebrado y aplaudido por autoridades políticas y empresariales, venerado por fieles y mediáticamente ensalzado en entrevistas sucesivas por periodistas que veían en él a un sujeto admirable. El país solo se enteró de la verdad en 2019, cuando una teóloga se decidió a dar su testimonio en televisión. Poblete no era un santo ni un héroe consagrado a los pobres, sino un criminal que acumuló poder haciendo amistad con los ricos y transformando la beneficencia en su escaparate social; un violador de mujeres al que nunca lo rozó la justicia y de quien aún no sabemos el alcance y los detalles de sus fechorías. Según los sacerdotes jesuitas que lo conocieron y convivieron con él, nadie nunca supo nada, nadie sospechó. El mismo guion habitual en estos casos.

 

«Si denunciar a un sacerdote jesuita es para cualquier exalumno ignaciano correr un gran riesgo, hacerlo públicamente eleva exponencialmente ese riesgo»

 

La pregunta sería entonces cuáles son las razones para que en una misma organización ocurran tan repetidamente transgresiones sexuales cometidas por sus integrantes sin que jamás alguien se dé cuenta. Algo muy extraño en una organización que ofrece guías espirituales de todo tipo y que se jacta de formar escolares, religiosos y universitarios con un particular sello de preocupación por los más débiles.

 

Actualmente en Chile solo la congregación salesiana supera en número de denuncias de abuso a la Compañía de Jesús. Aunque no hay cifras globales, en países como España los jesuitas acumulan más acusaciones que el resto de las agrupaciones católicas, representando el 15,4 por ciento de todos los clérigos denunciados por abuso en ese país, según una investigación del diario El País publicada en agosto de 2022.

 

En América Latina las cifras desglosadas por país son difíciles de obtener. Aunque la crisis de los abusos sexuales dentro de la institución ha sido global, en nuestra región el poder político y económico de la Iglesia, la debilidad de las instituciones frente a ese poder y la pobreza de la población general han debilitado los intentos por develar el cuadro real del fenómeno y el alcance de los crímenes cometidos. Sin embargo, no hay señales que indiquen que debería haber variaciones respecto de lo ya conocido sobre países tan disímiles como Estados Unidos, Australia, Irlanda, Francia, Alemania y Chile. Al menos eso se desprende después de leer casos como el escándalo de abusos cometidos en el colegio jesuita El Salvador de la ciudad de Buenos Aires, una institución tradicional de la capital argentina, orientada a una clase media acomodada.

 

 

En julio de 2022 el diario Clarín publicó la historia de dos exalumnos que denunciaron haber sido abusados por un religioso en 2002, cuando ellos tenían once años. La publicación de ese caso provocó que más personas se atrevieran a hablar y denunciar. En un mes las acusaciones se elevaron a cuarenta y dos. Enseguida vino el guion habitual de parte de la Iglesia Católica desde que se hicieron públicos los primeros escándalos a principios de la década del 2000 en Estados Unidos: difundían un comunicado público asumiendo «con mucho dolor» las denuncias, aseguraban haber apartado al acusado de su trato con personas menores de edad y ofrecían una disculpa ambigua a los afectados. En este caso, las autoridades del colegio El Salvador, responsabilizaron a las directivas de la época en que ocurrieron los hechos, y aseguraron haber actuado de forma inmediata luego de conocer el accionar del religioso, que fue trasladado a Mendoza en 2003. Sin embargo, una investigación del diario La Nación de Buenos Aires descubrió que el colegio recibió al menos dos denuncias previas, en 1998 y en 2001, a pesar de las cuales el denunciado siguió trabajando en la institución. Asimismo, algunas de las víctimas aseguraron que, incluso ya estando radicado en Mendoza, siguió contactándolos vía redes sociales y, aun más, según el relato de un tutor, el denunciado compartió en 2005 un día con estudiantes durante un campamento organizado por el colegio.

 

«En 2016 la Universidad Alberto Hurtado, jesuita y bajo la rectoría del sacerdote Fernando Montes, invitó al periodista estadounidense Michael Rezendes a entregar su premio anual de periodismo. Rezendes fue parte del equipo del diario Boston Globe que reveló la red de abusos y encubrimiento de la Iglesia Católica estadounidense… Aquella visita disponía a los jesuitas del lado de las víctimas y en contra del encubrimiento para efectos de la opinión pública»

 

Cuando contacté a Pablo Vio, uno de los exestudiantes del colegio El Salvador, le pregunté cómo describiría la respuesta que obtuvo de la institución luego de su denuncia. Esto fue lo que me respondió: «Insuficiente. Fría. Poco humana. Y muy poco comprometida con el flagelo que transita la Iglesia respecto a los abusos por parte de curas en todo el mundo. Creíamos, después de varias charlas, que era un buen momento para que del otro lado se hicieran cargo de lo que está pasando, un buen momento para dar un paso y acompañar a las víctimas levantando una bandera para que esto no suceda más. Siendo empáticos y realmente críticos sobre lo que sucede en la Iglesia. Sin embargo, las respuestas que recibimos fueron excusas para no hacerse cargo del accionar violento, abusivo e ilícito que parte de su comunidad ejerció y ejerce sobre niños en todo el mundo».

 

El relato de Pablo Vio es idéntico al de las personas que han denunciado en Chile a la Compañía de Jesús. No puede ser una coincidencia, más parece un modo de operar de alcance global.