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«El cuidado de los otros es un pendiente del liberalismo»

Entrevista a Oscar Godoy, filósofo

Diego Sazo
politólogo Fotografías: Cristián Aninat Á - N.8

Conocí a Óscar Godoy (1938) hace casi dos décadas en el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica.[1] Por esa época, su fama de experto en filosofía política era conocida entre los estudiantes, aunque eran pocos los que se atrevían a tomar sus cursos. El método de Godoy disuadía a muchos: hacía leer a los clásicos antiguos y modernos en sus textos, sin intérpretes o versiones resumidas que sustituyeran el pensamiento autónomo. Estas lecturas eran acompañadas con eruditas contextualizaciones históricas y genealogías de los conceptos. Godoy escribía griego y latín con soltura en la pizarra. Al concluir cada semestre, una de sus tradiciones era invitar a los estudiantes a comer paella española en su casa donde, como en los banquetes de los antiguos, los debates continuaban hasta la medianoche.

 

Esta cordialidad en el aula contrasta con su actitud más combativa en el plano político.  Reconocido como un liberal clásico, Godoy se ha enfrentado por décadas con grupos conservadores que impiden la hegemonía de una derecha más democrática y solidaria. Esta disidencia le ha costado disputas con insignes personajes del sector y también vetos para ocupar posiciones de relevancia. Aunque lo justo sería decir que Godoy —como buen exponente del pensamiento libre— disfruta nadando contra la corriente. Recientemente, su apoyo a José Antonio Kast en la última elección presidencial también generó controversia entre los liberales chilenos.

 

Para esta entrevista, Godoy me recibe en su departamento ubicado frente al Parque Forestal, donde la elegante puerta de acceso estilo decimonónico ha sido cubierta con un portón metálico. Esta es una de las tristes consecuencias de vivir a pocas cuadras de la Plaza Baquedano, epicentro del estallido social de octubre de 2019. Desde su terraza con vista al frontis del Museo de Bellas Artes y el cerro San Cristóbal, Godoy me cuenta que ha sido testigo directo de los disturbios en su barrio y que no ha dudado en bajar a increpar a los encapuchados que erosionan su entorno y también, en cierta medida, la democracia chilena.

 

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Años de formación

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Cada verano usted regresa a su natal Valparaíso. ¿Qué recuerdos tiene de su infancia en esa ciudad?

Viví ahí veinte años. Recordemos que antes Valparaíso era la capital económica de Chile, el centro bursátil más importante, donde había mercado de capitales e industria. Algo que ya no existe. En el Cerro Alegre vivía la plutocracia de la ciudad, grandes banqueros y empresarios que hicieron su fortuna en el salitre. Recuerdo que uno de ellos, un hombre muy culto, Antonio Antoncich, traía desde Londres espectáculos de música clásica y cuartetos para dar conciertos en su casa. Otro vecino prominente era don Alberto Toro, destacado miembro de la masonería, quien me abrió su biblioteca de autores de la Ilustración francesa e inglesa. Él consideraba que un espíritu libre era libre de leer todo sin restricciones. Viví en Valparaíso hasta mis primeros años en la universidad. Luego, con mi familia nos cambiamos a Viña del Mar como lo hacía todo el mundo. Por esos años, el viejo puerto empezaba su decadencia.

 

Usted estudió en los Sagrados Corazones de Valparaíso, primer colegio fundado por religiosos franceses en Hispanoamérica. ¿Cómo influyó esa experiencia en su formación intelectual?

Mi colegio era un espacio que educaba gente de clase alta y media-alta. Una buena parte de los curas eran bretones, muy conservadores pero audaces al mismo tiempo. Ellos llegaron en 1836 y en pocas décadas crearon la primera Escuela de Derecho de Valparaíso (la actual Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Valparaíso, UCV). Por lo tanto, mi colegio tenía una tradición universitaria importante, lo que hacía que su biblioteca estuviera muy bien dotada con los clásicos, historia, sociología, literatura y filosofía cristiana. Allí tuve acceso a ediciones fabulosas en latín de Tomás de Aquino, San Anselmo, Guillermo de Ockham. Estos textos estaban abiertos para todos. Pero también había una sección prohibida. Eran los libros que estaban en el Index de la Iglesia Católica.

 

¿Discutía de libros y política en su casa?

Sí, sobre todo con mi tío Francisco Díaz que vivía en Curacaví. Él era un activo miembro del Partido Conservador. Recuerdo que tenía una biblioteca muy buena en su casa de campo, con un sector que estaba con llave y que yo de adolescente violaba sistemáticamente porque allí había literatura erótica. Mi tío era un gran lector de la filosofía tradicional cristiana y conservadora española. Donoso Cortés era su escritor favorito. También tenía obras de grandes autores de la restauración monárquica francesa, como Joseph de Maistre. Como yo era un lector voraz, ahí los leí por primera vez. Recuerdo que mi tío estaba asombrado porque me la pasaba leyendo todos los días. Una vez, cuando terminaba el verano y yo tenía que regresar a mi casa, me dijo: «Has leído diecinueve libros este verano, ¡estás loco!».

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«(Si te has) dedicado intensivamente a la vida intelectual (…) llegada una cierta edad tú ya no tienes autores favoritos, sino que empiezas a decantar un pensamiento propio. Entonces tú miras hacia atrás para reconocer las fuentes de ese proceso»

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¿Cómo se da el paso desde esa afición por la filosofía hacia una dedicación más exclusiva?

Inicialmente, yo quería estudiar medicina en la Universidad de Chile. Recuerdo que me preparé con un texto de primer año de medicina de la Sorbonne de París. Sin embargo, la biología en mi colegio incluía sesiones en el Hospital Enrique Deformes, donde actualmente se ubica el Congreso Nacional. Una de esas sesiones consistió en asistir a una disección completa de un cadáver. Se desmayó el treinta por ciento de mis compañeros. Una cosa terrible. Yo no me desmayé, pero confirmé ser reluctant a la sangre. Entonces, tomé la decisión de estudiar derecho. Ingresé a la facultad de la UCV, lo que era casi una continuidad de mi colegio. Sin embargo, ahí duré solo dos años. Me aburrí enormemente.

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«Cuando se fundó el Partido Republicano, se produjo un gran vocerío diciendo que los “fascistas” se estaban reagrupando. Yo dije: “Atención, por qué mejor no esperamos a que el partido despliegue sus proyectos y actividades y así demuestre cuál es su verdadera naturaleza”. Tengo la impresión de que no se trata de un movimiento de ultraderecha porque hay un abismo entre ser un partido de ese tipo dentro de la democracia o en sus extramuros».

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¿Por qué?

Las exigencias no eran muy altas. Pero tuve mucha suerte, porque las clases terminaban temprano, lo que me permitía ir al Instituto de Filosofía, un lugar ultra minoritario. Había como ocho alumnos, aunque con profesores óptimos ya que la universidad en esos años estaba dirigida por los jesuitas, que traían prestigiosos profesores europeos. Por ejemplo, trajeron a una figura importantísima de la filosofía antigua, Paul Henri, un traductor maestro de varias obras posaristotélicas.

 

¿Qué tipo de personas encontró en ese lugar?

Tenía muy buenos amigos ahí. Alfonso Gómez-Lobo, gran helenista y bioético. También estaba Jaime Yver, talentoso filósofo, ceramista y flautista, que murió prematuramente. Otro alumno era Rodrigo González, schoenstattiano, que posteriormente se dedicó a la política. Tres personas muy distintas. Todos juntos estudiábamos griego y latín como compañeros de generación.

 

¿Había mucho énfasis en los clásicos griegos? Lo digo porque es interesante ver cómo Gómez-Lobo y usted, expertos en Platón y Aristóteles respectivamente, coinciden en el mismo lugar.

Sí y no. También había profesores especialistas en Descartes, Kant y Hegel. Cuando Alfonso murió (2011), yo estaba escribiendo mi libro La democracia en Aristóteles. Él estaba muy contento porque en paralelo él escribía un libro sobre Platón y La república. Íbamos a publicar ambas obras casi simultáneamente, pero murió antes. Fue muy tremenda su partida porque era un tipo que estaba en la plenitud de su producción intelectual. También porque habíamos acordado una visita a los Jardines de Adriano en Roma que no pudo realizarse.

 

¿Cómo sintió el cambio desde el derecho a la filosofía?

Estaba feliz porque me tocaba trabajar en lo que parecía la vocación de mi vida. Recuerdo que en segundo año de derecho, donde nadie estudiaba tanto, yo era ayudante del curso «Lógica jurídica». El profesor, que era un caradura, me dijo a mitad de semestre: «Mira, sigue haciendo tú las clases hasta fin de año, porque son muy buenas». Yo estaba feliz. Después de eso me despedí de la carrera. Las expectativas del cambio fueron plenamente satisfechas por los profesores que tuve. Un gran maestro fue el padre Arturo Gaete, experto en Hegel y Ortega y Gasset. Tuve también como profesor a Juan de Dios Vial Larraín, con el que leí la Metafísica de Aristóteles y el Discurso del Método de Descartes. Con Rafael Gandolfo, Ser y Tiempo de Heidegger y con Joaquín Barceló, a Platón y Dante.

 

 

¿Este cambio drástico generó algún conflicto familiar?

 

No, ni siquiera lo discutí con mi papá. Sin embargo, cuando supo que me cambiaba, me advirtió que era una decisión muy importante porque me iba a morir de hambre. Mi papá me veía muy bien saliendo de derecho y trabajando para un importante estudio de abogados en Valparaíso.

 

¿No le preocupó esta alerta?

Le dije que tenía la íntima convicción que eso no iba a pasar. Es cierto que nunca iba a ser rico, pero tampoco tenía interés en serlo. Siempre se lo dije. Sin embargo, las ofertas para lograr una vida abundante se me plantearon varias veces. Recuerdo que cuando terminé mi licenciatura, me contrató la facultad de Economía y Negocios dirigida por Pedro Ibáñez. Un día conversando en un grupo, Pedro nos contó que había decidido dedicarse a la política una vez que logró una fortuna que le otorgaba independencia. Yo sonreí irónicamente y él me preguntó por qué. Le dije: «Primero, tengo la convicción de que dedicarse a la política no requiere ser rico. Segundo, yo nunca voy a ser rico. De este modo, siguiendo su lógica, yo nunca voy a ser político». Se rio y nunca se olvidó de mi respuesta. Desde entonces, me invitaba a que lo asesorara en política para su labor en el Senado. Nos hicimos muy amigos. Le debo mis primeras lecturas de Hayek y una concepción fuerte de las libertades. Me decía que me dedicara a la política y que, quizás, algún día llegaría a ser su heredero. Yo le respondía que el padre Osvaldo Lira me decía lo mismo.

 

 

¿Cómo una de las figuras más controvertidas del conservadurismo chileno del siglo XX, el cura Lira, pudo considerarlo a usted su heredero?

 

El padre Lira fue una persona muy importante en mi vida. Él llegó de Europa después de un largo exilio, cuando yo estaba en cuarto año de humanidades. Recuerdo que era una figura espectacular, de una gran potencia y energía, con muchos libros publicados. Era un ultra derechista y antiliberal, y me animaba la lectura de Tomás de Aquino. Durante varios años, fuimos muy amigos. Incluso me decía: «Tú vas a heredar mi biblioteca». Sin embargo, esa amistad duró hasta el tercer año de universidad cuando empecé a discutirle mi preferencia por el pensamiento político de Aristóteles. Ahí se empezó a debilitar nuestra amistad. La ruptura se consumó por mi liberalismo político y oposición al régimen de Pinochet.

 

De todas estas lecturas tempranas, ¿Cuáles son los libros o autores a los que vuelve frecuentemente?

 

En el último tiempo me ha pasado algo que el padre Lira decía sobre las personas que se han dedicado intensivamente a la vida intelectual. Esto es que llegada una cierta edad tú ya no tienes autores favoritos, sino que empiezas a decantar un pensamiento propio. Entonces tú miras hacia atrás para reconocer las fuentes de ese proceso. Así los releo en otro contexto. Por ejemplo, durante estos últimos cinco años he vuelto intensivamente a Bodino, Hobbes y Locke. He leído como novedad a Bossuet. También he releído con espíritu de sorpresa a algunos autores que están en la segunda o tercera línea del pensamiento político y que tratan sobre un tema apasionante como es la razón de Estado.

 

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Vida política y oposición a Pinochet

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En las presidenciales de 1970, usted fue un firme opositor a Salvador Allende. ¿Cómo vivió los años de gobierno de la Unidad Popular?

Participé en la campaña de Jorge Alessandri. Ayudé mucho en la universidad donde éramos muy fuertes. Ganamos la federación, aunque no quise ser candidato. Luego, cuando se instaló el gobierno de Allende, Jorge Labanca, un amigo argentino del alma, viajó especialmente a Chile para advertirme: «No puedes quedarte. Viene un gobierno nefasto para tu país y tú has tenido demasiado protagonismo. Te pueden asesinar. Tengo una oferta para ti». Esta consistía en que me fuera a trabajar a la OEA en Washington, donde acababa de ser elegido como Secretario General Alejandro Orfila, un amigo de Labanca. Entonces acepté.

 

¿Cómo veía a Chile cada vez que le tocaba regresar desde Estado Unidos?

Era muy dramático. Para unas vacaciones de 1973, recuerdo que llamé a mi familia antes de viajar y les pregunté si querían algún regalo. Mi mamá me dijo que no quería ni perfumes ni cremas sino que alimentos envasados, como postres que incluyeran azúcar. Esa vez viajé como vendedor ambulante con una maleta llena de comida. Ya en Santiago, me encontré con un panorama tremendo, había mucha tensión. Mi papá creía que habría una guerra civil y que estaba a punto de estallar. Yo los invitaba a vivir conmigo en Estados Unidos, pero no quisieron hacerlo. «No nos movemos de aquí, y si nos asaltan, nos vamos a defender», decían. Vivían en Chorrillos, Viña del Mar. Recuerdo que volví a Washington muy preocupado. Solo quince días después ocurrió el golpe militar.

 

¿Cual fue su primera aproximación al golpe y la dictadura?

Yo sentí un gran alivio. Estando en el extranjero, los medios informaban que el golpe estaba apoyado por la Democracia Cristiana, que Eduardo Frei Montalva endosaba la necesidad de restaurar la democracia en el país, y que los militares serían un gobierno de transición breve, retornando rápidamente a nuestro régimen político.

 

¿En qué momento se produce la ruptura con el nuevo régimen?

A cinco meses del golpe, vine a Chile. Estaba alojado en el Hotel Sheraton de Providencia. Recuerdo que llegó un mozo a la puerta de mi dormitorio y me dijo: «Don Óscar, usted que vive en el extranjero debiera ver lo que está pasando en el río Mapocho». Fuimos a la ventana y desde ahí vi pasar cinco cadáveres en el río. Una cosa macabra, tremenda. Para mí eso fue decisivo. Mi distancia se consolidó cuando se produjo el crimen de Orlando Letelier en Washington. Ahí me di cuenta que estábamos frente a una dictadura siniestra que actuaba fuera de los límites del propio país, extendiendo las garras contra sus enemigos de manera infame.

 

Usted regresa a Chile a comienzos de los ochenta y le toca vivir la dictadura en la cotidianidad.

Cuando regresé como profesor al Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica, había estado de sitio en el país. Inmediatamente declaré mi oposición al régimen y al poco tiempo se creó el Comité de Elecciones Libres, del cual fui uno de sus miembros. El rector Juan de Dios Vial Correa nunca cuestionó mi militancia. Solo me advertía sobre mi ironía. Una vez en televisión dije que Pinochet tenía mucha dificultad para pronunciar la palabra leninista. Decía «linininista». Eso producía mucha risa en la época, pero el rector sabía que Pinochet era sensible, se molestaba y se quejaba sobre ese tipo de cosas. Luego, un exalumno mío, dueño del periódico Estrategia, me pidió ser columnista y ahí comencé a escribir mis críticas al régimen.

 

¿Pagó algún costo por esta oposición?

Claro, pero la universidad me blindó, sobre todo el rector Vial. Sin embargo, recuerdo que en una comisión interna para elegir decano, una profesora importante dijo que era bueno plantear las cosas claras de antemano a la votación. «Todos somos candidatos, menos usted y sabe perfectamente por qué», me dijo. El régimen también me presionó. Una hija de Pinochet le pidió al director del diario que me despidieran. Nada de eso me atemorizó. Pocos años después, incluso organicé un seminario internacional sobre la transición a la democracia, con más de treinta invitados extranjeros. Vino gente como Robert Dahl, Arend Liphart, Juan Linz, Giovanni Sartori, y otras grandes figuras de la ciencia política del siglo XX. Esto generó un enorme impacto.

 

¿No se motivó para ingresar a la política como protagonista?

No.

 

¿Por qué?

Siempre he pensado que no tengo habilidad para la actividad política. Se requiere un modo de ser distinto al mío. Nunca lo consideré ni remotamente, aunque nunca he vacilado en participar desde la academia.

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Díscolo en la derecha

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Usted tiene una larga historia de desencuentros con la derecha más tradicional. Un punto clave era su crítica a los enclaves autoritarios de la Constitución de 1980.

 

En 1996 escribí un ensayo para la revista del CEP que tuvo mucho impacto. Mi argumento era que las Fuerzas Armadas no son ni pueden ser los garantes fundamentales de la democracia. Esto no les corresponde porque tienen un poder desmesurado. En el mundo occidental las fuerzas armadas han estado de iure subordinadas al poder civil. Los artículos de la Constitución de 1980 que consagraban esta doctrina fueron derogados por Ricardo Lagos en el 2005. Penosamente pienso que Lagos no ha sabido defender con energía este gran legado.

 

¿Qué tan complejo fue criticar este dispositivo de tutelaje de los grupos conservadores sobre la transición chilena?

Mis discrepancias fueron con un sector de la derecha que tenía estrechos vínculos con el régimen de Pinochet. Recuerdo que en 1988 me enfrenté fuertemente con un dirigente de RN —que posteriormente sería senador— que apoyaba la idea de no aceptar los resultados del Plebiscito. Le dije que hacer eso sería un acto de demencia y que evidentemente ocurriría un estallido feroz. Era una irresponsabilidad absoluta. Desde entonces, mi postura fue que la derecha debía ponerse a la altura de los tiempos y restaurar su republicanismo fundacional abandonado durante la dictadura. Por este motivo, la derecha pinochetista me castigó en 2004 consiguiendo que la bancada senatorial de la UDI y RN rechazara la propuesta del presidente Lagos para designarme miembro del consejo directivo de TVN.

 

Aunque resistido en ciertos grupos de derecha, usted recientemente ha encontrado un lugar en Evópoli. ¿Por qué?

Cuando regresé de mi función como embajador en Italia (2010-2014), tomé conciencia que estaba entrando en la fase final de la vida. Aunque he sido muy crítico de los partidos políticos, ellos son esenciales para la existencia de la democracia, siempre que sean verdaderos intermediarios entre la sociedad civil y las instituciones del gobierno. Los partidos han fracasado en este punto porque han sido cooptados por el poder político y se han convertido en operadores del Estado, abandonando la intermediación y la representación. Fue en este contexto que un grupo de alumnos me pidió que los ayudara con la creación de Evópoli. Lo hice como una señal de que los partidos son necesarios y para prestar apoyo a la vigencia de mis ideas liberales.

 

¿Cuál es su balance de esta militancia?

-Me parece que no he cumplido mi propia meta. Aunque no sé si es mi culpa.

 

En la última elección presidencial, usted como liberal tomó una decisión controversial: apoyó al ultraconservador José Antonio Kast. ¿Se arrepiente?

No me arrepiento. Cuando se fundó el Partido Republicano, se produjo un gran vocerío diciendo que los «fascistas» se estaban reagrupando. Yo dije: «Atención, por qué mejor no esperamos a que el partido despliegue sus proyectos y actividades y así demuestre cuál es su verdadera naturaleza». Tengo la impresión de que no se trata de un movimiento de ultraderecha porque hay un abismo entre ser un partido de ese tipo dentro de la democracia o en sus extramuros. En consecuencia, yo sugerí que había que esperar. Hasta ahora, mi impresión es que Republicanos ha demostrado ser un partido conservador, como el Partido Popular en España.

 

Varios liberales se complicaron con declarar apoyos a Kast y optaron por no votar.

Pero Kast sacó más de cuarenta por ciento de los votos. He vivido en Europa muchos años y sé lo que son los partidos antidemocráticos de ultraderecha. Los conozco y aquí no hay ninguna similitud. Si tú comparas a los líderes húngaro o polaco que están gobernando, no puedes decir que son antidemócratas. Y lo mismo cabe para este señor Kast, a quien no conozco.

 

¿Siente que pagó algún tipo de costo por este apoyo?

Nadie me ha dicho nada. O no se atreven o no hay mucho que decir porque soy un señor que está fuera del debate público. Actualmente estoy dedicado nada más que a la reflexión de ideas, a dirigir la Cátedra Alexis de Tocqueville de la UAI y a la escritura de un libro que me ha traído muchos dolores de cabeza.

 

¿Qué opina del trabajo de la Convención Constituyente?

Hay una propuesta de la Convención para definirnos como una república regional, plurinacional y multicultural. ¡Mentira! Las once etnias que están en cuestión no son naciones. En rigor, «nación» es una comunidad de personas que han creado una estructura política donde ha emergido un Estado y un régimen político. Eso en Chile nunca pasó con sus pueblos nativos. Esas etnias fueron primitivas de la política, incluso podríamos decir que estaban en un estado de naturaleza en términos de los teóricos contractualistas. Entonces, que alguien diga que tendremos un Estado plurinacional. ¿De qué estamos hablando? Eso es un vocablo vacío, un flatus vocis, como diría Hobbes. Nosotros somos «una nación» donde fundamentalmente ha habido un mestizaje hispano-indígena. Por ejemplo, yo soy Godoy. No me cabe duda que tengo sangre indígena en mi estructura biológica. Los Godoy son gente del pueblo. Ahora, sobre la pregunta si somos multiculturales, estoy de acuerdo.

 

¿Y qué hay sobre la idea del Estado regional?

 

Los dos términos son antitéticos. La definición de Chile como Estado regional nos pone ante el dilema de mantener o suprimir nuestro actual Estado unitario y la unidad de la nación. La mera enunciación y la versión folletinesca de lo que significa debe ser sometida a una profunda reflexión crítica.

 

Usted fue de los descolgados de la derecha que apoyó el cambio constitucional en 2020.

Voté por el Apruebo y no me arrepiento. Pero sí me arrepiento de no haber sido cuidadoso y haber exigido que para ser miembro de la Convención se debió haber definido ciertas condiciones de elegibilidad más fuertes que ser mero ciudadano.

 

¿Por qué eso no basta?

Para llegar a conclusiones de los distintos parágrafos de la Constitución, los más sensatos piden que haya un modus vivendi que consiste en que las distintas posiciones que son divergentes se acerquen y logren un acuerdo. Justamente lo que la mayoría de los convencionales han criticado de los políticos. «La cocina». A mi juicio, este modus vivendi es un método perfectamente legítimo para la aprobación de leyes en el Congreso, donde puede haber divergencias que no van a la esencia del sistema político. Pero cuando se trata del régimen político, la exigencia es mucho más fuerte. Es distinta ya que cada miembro de la Convención debe, como diría Rawls, poner entre paréntesis sus convicciones, su estado actual, su trayectoria vital, para colocar su inteligencia en un modo de neutralidad absoluta donde lo único que se busca es el bien común. No una transacción, sino la búsqueda de lo mejor que podríamos llamar el interés general. Y ese modo no se ha puesto en práctica. Todo lo contrario, los convencionales se han tratado como enemigos. Se hacen trampitas y se excluyen entre sí. Sofistas como Fernando Atria ganan simulando su afán de más poder para dominar y obtener la hegemonía.

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«Fuimos a la ventana y desde ahí vi pasar cinco cadáveres en el río. Una cosa macabra, tremenda. Para mí eso fue decisivo. Mi distancia se consolidó cuando se produjo el crimen de Orlando Letelier en Washington. Ahí me di cuenta que estábamos frente a una dictadura siniestra que actuaba fuera de los límites del propio país, extendiendo las garras contra sus enemigos de manera infame»

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Los olvidos del liberalismo

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¿Cuáles son los temas de filosofía política que hoy concentran su interés?

Me importa mucho profundizar sobre el liberalismo de Locke y sus cuatro principios fundamentales sobre el contrato originario. En Locke, estos consistían en la vida, la libertad, los bienes y, una cuarta idea fundamental que ha quedado en la oscuridad y el silencio de muchos intérpretes: el principio de sociabilidad. The care of the others, el cuidado de los otros. En el libro que estoy trabajando voy a insistir mucho sobre esto. Para algunos, esto que sostengo es muy novedoso porque supone que los liberales tienen el sentido de lo social. ¡Deberían tenerlo, obviamente!

 

¿Es la ausencia de este principio de sociabilidad lo que ha convertido al liberalismo en una fuerza electoral débil en tiempos recientes?

 

Es cierto que los partidos liberales son muy débiles en América Latina. En Europa son más fuertes, pero han sido minoritarios por muchos años, incluso cuando el liberalismo fue el autor de la Revolución Inglesa. Creo que este declive se explica por el olvido del the care of the others, que es fundamental.

 

¿Cómo este principio se conecta con las ideas más convencionales sobre el liberalismo?

 

Desde el punto de vista liberal, según Locke, uno puede decir que los individuos son seres pensantes y, en consecuencia, portadores de la facultad de decidir por sí mismos qué hacer y cómo hacerlo. Son autónomos e independientes. Esa independencia la hacen a partir de la autarquía, la suficiencia, para realizar aquello que desean. Pero, además de la autosuficiencia para vivir que nos hace limitadamente independientes, hay una segunda etapa: la covida. Esto es la convivencia, que consiste fundamentalmente en descubrir que no soy ni tengo suficiencia para realizar ciertos fines de la persona humana como tal. Por ejemplo, tener hijos. Para eso se necesita la covida.

 

¿Y en términos del orden social?

 

Ahí aparece el cuidado de los otros. Aristóteles decía, «cuando caminamos quince días en un desierto en solitario y encontramos a un hombre, esta es la máxima alegría que podemos disfrutar». Gracias a la covida es posible el buen vivir. La covida nos permite completarnos y crear un colectivo que es capaz de satisfacer todos los fines humanos. Eso se llama eudaimonía, o felicidad. A mi juicio, esa es la trayectoria que sigue el pensamiento de Locke. Entonces, después de los principios fundamentales de vida, libertad y propiedad, no puedes dejar fuera el cuidado de otros. Esto es un pendiente del liberalismo.

[1] Óscar Godoy es doctor en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Es Profesor Emérito de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha sido profesor visitante en universidades de Francia y Estados Unidos. Su último libro es La democracia en Aristóteles. Los orígenes del régimen republicano (Santiago: Ediciones UC, 2012). Actualmente es Director de la cátedra Alexis de Tocqueville en la Universidad Adolfo Ibáñez.