La historia de las substancias psicodélicas, o más precisamente de la psilocibina presente en algunos tipos de hongos, llegaría al punto de explicar por qué Alejandro Magno quiso conquistar el Asia en vez de consolidar el poder en la Magna Grecia y por qué hoy hablamos una lengua proveniente del latín y no del griego. Esta entretenida crónica propone cómo Occidente está marcado por, y también ha destruido, la magia de los hongos en la cultura.
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Si la revolución psicodélica tiene un texto fundacional, podría ser Alicia en el país de las maravillas, cuyo autor, Lewis Carroll, siguió con gran interés las investigaciones del botánico Mordecai Cooke sobre los hongos psicoactivos. Otro candidato, con un tratamiento más directo del tema, sería Las puertas de la percepción, pequeño libro de 1954 en el que Aldous Huxley da cuenta del «milagro de la existencia desnuda» que experimentó tras tomar una dosis de mescalina bajo la supervisión del psiquiatra Humphry Osmond. El título viene de una frase de William Blake —«de depurarse las puertas de la percepción, todo le aparecería al hombre tal como es, infinito»—, e inspiraría a su vez el nombre de la banda de rock psicodélico The Doors. La palabra «psicodélico», por cierto, no existía aún. La usaría por primera vez Osmond en una carta escrita a Huxley en 1956. Significa «de mente manifiesta», aunque no hacía falta explicarla: los revolucionarios de la primera ola eran hombres educados que sabían griego.
En mayo de 1957, mientras Las puertas de la percepción aún circulaba principalmente en ámbitos literarios y psicológicos, se abrió otro flanco, más masivo, con la publicación en la revista norteamericana Life de un artículo titulado «Seeking the Magic Mushroom» —«En busca del hongo mágico»— sobre el uso ritual de los hongos alucinógenos en México. Su autor, R. Gordon Wasson, un banquero que trabajaba como vicepresidente de relaciones públicas en la empresa J. P. Morgan, se había convertido en etnomicólogo aficionado durante su luna de miel, treinta años antes, luego de que su esposa rusa, Valentina, se lanzara con gritos de deleite eslavos sobre unos hongos que crecían en el bosque donde caminaban. Wasson, «como todo anglosajón decente», no sintió sino repugnancia por esas «excrecencias putrefactas y traicioneras», y esa diferencia en sus actitudes les pareció tan llamativa que se pusieron a investigar. Leyendo y viajando, la pareja descubrió, primero, que cada uno era un producto típico de su cultura: en Europa, los rusos y los catalanes, por ejemplo, eran micófilos, mientras los anglosajones, los griegos antiguos, los celtas y los escandinavos eran micófobos. En todas partes, sin embargo, existían tradiciones extravagantes relacionadas con los hongos, como la noción muy difundida de que son engendrados por rayos. Y había más: «Descubrimos que en Siberia hay seis pueblos primitivos que usan un hongo alucinógeno en sus ritos chamánicos. Resulta que los dayak de Borneo y los nativos del Monte Hagen en Nueva Guinea también recurren a hongos afines. En China y Japón, nos topamos con una tradición antigua relacionada con un hongo divino de la inmortalidad, y en la India, según plantea una escuela, el Buda para su última cena comió un plato de hongos y fue trasladado enseguida al nirvana».
En 1949, Valentina le escribió a Robert Graves, el conocido autor de la novela histórica Yo, Claudio, exponiéndole una nueva teoría sobre la muerte de Claudio: los Wasson creían que se había servido un plato de Amanita caesarea, un hongo nutritivo, y que un asesino contratado por su esposa Agripina había agregado otro venenoso, la famosa Amanita phalloides u hongo de la muerte. Graves discrepó, pero fue el comienzo de una abultada correspondencia, principalmente con Gordon, sobre los hongos. La vertiente religiosa le interesó especialmente, no solamente como objeto de estudio, sino porque empezó a ver en los hongos alucinógenos un posible atajo para llegar a la presencia de la triple Musa que adoraba: su libro La Diosa Blanca había salido poco antes. Se puso a investigar y a enviarle información a Wasson, junto con teorías audaces propias, como ésta de 1955, que los Wasson incorporarían a su libro Hongos, Rusia e historia: «¿No cree usted que la micofobia quizás se deba a un tabú asociado a los hongos por su carácter oracular sagrado, traducido popularmente en el temor a su veneno? Me siento repentinamente convencido de esto».
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«R. Gordon Wasson, un banquero que trabajaba en relaciones públicas en la empresa J. P. Morgan, se había convertido en etnomicólogo aficionado durante su luna de miel, treinta años antes, luego de que su esposa rusa, Valentina, se lanzara con gritos de deleite sobre unos hongos que crecían en el bosque donde caminaban. Wasson, “como todo anglosajón decente”, no sintió sino repugnancia por esas “excrecencias putrefactas y traicioneras”, y esa diferencia en sus actitudes les pareció tan llamativa que se pusieron a investigar»
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Graves le dio a Wasson la pista mexicana en 1952, enviándole un recorte de un periódico farmacéutico donde se mencionaba la vigencia en Oaxaca del uso ritual de los hongos narcóticos descrito por clérigos españoles en la Colonia. Wasson viajó a México al año siguiente para fotografiar y grabar los ritos. Fue durante su tercer viaje, en 1955, que encontró en el pueblo oaxaqueño de Huautla de Jiménez a una curandera mazateca dispuesta a incluirlos a él y a su camarógrafo en una velada ritual. Esa misma noche, junto con una veintena de lugareños cuidadosamente vestidos, monolingües en mazateco pero excepcionalmente acogedores, se encontraron con la curandera y con una caja de los «niños santos», como ella llamaba a los hongos —serían identificados después como Psilocybe caerulescens, conocido en mazateco como ’ntí ki so y en castellano como hongo derrumbe—, que ellos mismos habían recogido esa tarde. En una ceremonia que mezclaba elementos indígenas y cristianos, se convirtieron en «los primeros hombres blancos de los que exista registro en consumir el hongo divino».
Si lo que cuenta Wasson a continuación no nos sorprende hoy, es por las repercusiones de su artículo —que originó incluso el término «hongo mágico», muy usado en inglés hasta hoy— y de sus publicaciones posteriores. Mientras la curandera cantaba y bailaba, lanzando de repente palabras abruptas y cálidas —respuestas oraculares dictadas por los hongos, según se entendía, a las consultas que los asistentes habían presentado—, Wasson empezó a tener visiones. Primero eran formas geométricas y motivos artísticos complejos y armoniosos, de colores vivos. Después vio palacios con patios, galerías y jardines resplandecientes, todo revestido de piedras semipreciosas. Apareció una bestia mitológica que tiraba un carruaje majestuoso. De pronto, su mente tomó vuelo y quedó suspendida en el aire sobre un paisaje montañoso atravesado por caravanas de camellos. En una segunda velada, unas noches después, vio no montañas, sino agua, estuarios pelúcidos que confluían en un mar inconmensurable. Bajo la luz pastel de un atardecer, una mujer hermosa y enigmática, vestida en un atuendo tejido de colores, observaba la escena en un estado de perfecta quietud, como una escultura, salvo que respiraba. Todo era más nítido, más real, que la propia realidad: «Veía los arquetipos, las ideas platónicas, que están detrás de las imágenes imperfectas de la vida cotidiana». Se hallaba «confrontado a la Verdad Última: esa es la impresión (o ilusión) arrolladora que se apodera de uno». Y el espectáculo venía acompañado de «una sensación beatífica de asombro y éxtasis y caritas», un cariño hacia sus coparticipantes que tendría como secuela, aun años después, una sensación de hermandad como si hubieran pasado juntos por una gran experiencia. Ahora Wasson entendía por qué los mazatecos a los que había preguntado por los efectos de los hongos antes de tomarlos le habían contestado, como si fuera una catequesis: «Se sabe todo. Los hongos le llevan ahí donde Dios está».
Wasson, como Huxley y Graves, era un hombre de unos sesenta años, culto, aficionado a la chaqueta y la corbata, respetuoso de las tradiciones que estudiaba. Le desagradó, por vulgarizante, la frase «hongo mágico» inventada por su editor para encabezar el artículo. Pero ya era tarde para ese tipo de reparo: había dado en el Zeitgeist. Aunque no incluyó en el artículo los nombres reales del lugar y de las personas, sí los divulgó en Hongos, Rusia e historia, que salió poco después. Aparecieron en México jóvenes extranjeros «desorientados», «pelilargos», «dejados» y «malolientes» —adjetivos usados por editorialistas mexicanos de la época— en busca de la verdad última. Se dirigían a Huautla de Jiménez, donde arrendaban cabañas en los cerros y preguntaban por la curandera, María Sabina. Asistían a sus veladas, o simplemente consumían en la calle o el monte hongos que compraban o que cosechaban gratis cuando descubrieron dónde crecían. A veces se pegaban un mal viaje y corrían desnudos por las calles, chillando de terror. Incluían a Timothy Leary, el futuro gurú de la psicodelia, y, según se rumoreaba, a John Lennon, Mick Jagger y Bob Dylan. La afluencia fue en aumento. María Sabina se hizo internacionalmente célebre; por envidia, o como castigo por la invasión y la profanación del rito, los vecinos le quemaron la casa. En 1967 hubo una operación militar para controlar el acceso al pueblo y se expulsaron decenas de hippies, pero en 1968 la prensa mexicana tuvo que lamentar una renovada infestación, no solamente en Huautla de Jiménez, sino en Acapulco y hasta Ciudad de México, donde a norteamericanos mal disfrazados de campesinos mexicanos venían a unirse mexicanos burgueses mal disfrazados de norteamericanos mal disfrazados de campesinos mexicanos.
Wasson conoció a Graves en persona poco después de su primer viaje, y Graves no ocultó su envidia ante lo que describió. Le parecía cada vez más probable que los hongos fueran la explicación, entre otras cosas, del impacto de misterios como el de Eleusis: «El punto es —como resumiría en una carta de 1957— que siempre ha sido evidente que en toda la concepción de la religión griega, hay un elemento que falta, una explicación práctica en términos de una droga u otra forma directa de inspiración». Afirmación que vendría a apoyar el descubrimiento, alrededor del 2000, en un templo eleusino en España de restos de cornezuelo, cuyo principio activo, la ergotamina, es un precursor del LSD.
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«La dicha de la inocencia»
Graves tomó psilocibina por primera vez en 1960, en el departamento de Wasson en Nueva York, mientras escuchaban una grabación en la que María Sabina invocaba a Tláloc, el dios mexicano de los misterios y el relámpago. Describió la experiencia en un ensayo de 1961, «Poet’s Paradise» —traducido al castellano como «El paraíso universal»—, donde hipotetiza que los parecidos notables entre las descripciones del paraíso legadas por culturas tan disímiles como las de Palestina, Mesopotamia, Centroamérica o Polinesia se explican por su origen en visiones inducidas por hongos. Su propia experiencia calzó con esas descripciones y con la de Wasson. Tuvo un mal momento al principio al asomarse una multitud de caras diabólicas rosadas, verdes y amarillas en el techo, pero las despidió con un gesto de la mano, y sobrevinieron, no las formas abstractas, pero sí las joyas, las aguas pelúcidas, los colores vivos, los paisajes y las ciudades celestiales, junto con la sensación de que todos los conocimientos estaban a su alcance, además de «la dicha de la inocencia» y «un extraño vínculo de cariño» con sus coparticipantes, «tan fuerte que parecía que nada podría romperlo».
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Aunque no lo cita, su experiencia y su tesis son a su vez prácticamente idénticas a las que se exponen en Paraíso e infierno, una secuela de Las puertas de la percepción que publicó Aldous Huxley en 1956. Lo cual es curioso si se considera que las experiencias que describe Huxley fueron inducidas por la mescalina, cuya composición química es muy distinta a la de la psilocibina. O quizás no tanto, si se acepta su hipótesis de que los alucinógenos, más que producir «psicoactivamente» determinado efecto químico, funcionan abriendo una «válvula reductora» que habitualmente nos impide ver aspectos de la realidad que nos distraerían de los quehaceres necesarios para la supervivencia, y permitiéndonos acceder a lo que llama las «antípodas» de la mente, zonas permanentes de su geografía en las que se encuentran el paraíso y el infierno. Aunque ocultas el resto del tiempo, esas zonas, cuyo origen no pretende explicar, se delatarían inconscientemente en ciertas experiencias cotidianas, como en el caso de las piedras preciosas que siempre se encuentran en las visiones del paraíso. ¿Por qué consideramos preciosos —pregunta Huxley— esos «guijarros coloridos»? Y contesta: porque son del paraíso.
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«Cuando los mazatecos hablamos de los honguitos, lo hacemos en voz baja, y para no pronunciar el nombre que tiene en mazateco, ’ntí ki so, los llamamos cositas o santitos. Así los llamaban nuestros antepasados… Desde el momento en que llegaron los extranjeros… los niños santos perdieron su pureza. Perdieron su fuerza. Fueron profanados. De ahora en adelante ya no servirán»
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Además de su aporte a la nueva tradición psicodélica de Occidente, la conexión entre Graves y Wasson tendría frutos literarios valiosos, de los cuales ninguno fue más brillante, quizás, que un ensayo de Graves, «Centaurs’ Food» —publicado en castellano como «La comida de los centauros»—, que apareció por primera vez en la revista Atlantic Monthly en 1956. Para resumir una parte de su argumento, Graves pregunta por qué Alejandro Magno, en vez de completar la unificación del mundo helénico anexando la Magna Grecia —la parte griega de Italia— al imperio macedonio, como su padre Felipe había querido, se lanzó hacia el este en un proyecto arbitrario de conquista. Graves busca la respuesta en un episodio del mito de Dionisio: su invasión con su ejército de sátiros y ménades de la misma zona que conquistaría Alejandro antes de seguir hacia la India, a saber, la Bactria, ubicada más o menos donde ahora está Afganistán. Eurípides había mencionado esa extraña historia en su obra Las bacantes, representada por primera vez en la corte macedonia. Da la impresión, entonces, de que Alejandro estuviera imitando a Dionisio, cuyo ejemplo además siguió en el maltrato que le dio a la ciudad de Tebas y su intento de invadir la Arabia Felix. Hipotetiza Graves que Alejandro fue convencido por unos sacerdotes de Zeus Amón de que su verdadero padre no era Felipe, sino Zeus, y quiso emular las hazañas divinas de su medio hermano, Dionisio. Como nada indica que haya habido realmente una invasión de Bactria antes de Alejandro, Graves sugiere que la supuesta expedición dionisíaca consistió en una pequeña incursión transfronteriza realizada por seguidores del dios bajo los efectos de hongos alucinógenos: al llegar a la vecina Tracia, creyeron que habían viajado miles de leguas y conquistado la mitad de Asia. Si no fuera por los hongos, entonces, Alejandro habría conquistado sensatamente la Magna Grecia, y el griego, en vez del latín, se habría establecido como idioma hegemónico en la península italiana. En Chile —para resaltar una consecuencia—, se estaría hablando ahora un derivado bárbaro del griego, no del latín.
Graves tomó psilocibina una vez más, pero en una forma sintética que, como le contaría a un amigo, no era sino «una droga vulgar y común, sin magia, a la que sobreviene una mala resaca». En todo caso, aunque había valorado la primera experiencia y la consideraba recomendable para cualquiera, no deseaba repetirla. «Parece estar establecido que Tlalocan, con todas sus maravillas sensoriales, no contiene ningún palacio de palabras presidido por la Musa Viviente, y ninguna celda encalada (provista sólo de una mesa, una silla, un lápiz, tinta y papel) en la que un poeta pueda recluirse para escribir poemas activamente en su honor en vez de quedar hechizado sensualmente por su presencia». O sea, no le servía para escribir.
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Sentido del humor de los dioses
«Qué propio de la Diosa», le había comentado a Wasson en 1950, «agacharse sobre Wall Street 23 —la sede de J. P. Morgan— y decir: “Oiga, usted, vaya a recuperar mi tradición perdida de los hongos, y que Morgan & Co. Corra con los gastos”. La Diosa tiene sentido del humor». Pero se trata, como bien sabe todo lector de La Diosa Blanca, de un humor algo perverso y cruel. María Sabina diría en sus entrevistas que para los mazatecos, la llegada de Wasson había significado no una revitalización de la tradición de los «niños santos», sino su extinción definitiva. «Es cierto que antes que Wasson nadie hablaba con tanta soltura acerca de los niños… Cuando los mazatecos hablamos de los honguitos, lo hacemos en voz baja, y para no pronunciar el nombre que tiene en mazateco, ’ntí ki so, los llamamos cositas o santitos. Así
los llamaban nuestros antepasados… Desde el momento en que llegaron los extranjeros… los niños santos perdieron su pureza. Perdieron su fuerza. Fueron profanados. De ahora en adelante ya no servirán.
No tiene remedio. Antes de Wasson, yo sentía que los niños santos me elevaban. Ya no lo siento así». Los hongos, insistía, se habían usado tradicionalmente para sanar a los enfermos; no es que tuvieran alguna propiedad medicinal, pero los espíritus revelaban a través de las visiones lacausa de la aflicción y si el paciente iba a vivir o morir. Los extranjeros, sin embargo, habían entendido mal: venían a buscar a Dios.
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Quizás convenga analizar eso un poco. Los propios mazatecos le dijeron a Wasson que los hongos le llevan a uno «ahí donde Dios está», y claramente no despreciaban la «elevación» que acompañaba la función práctica del rito, aun si para ellos el poder de los hongos radicaba mucho más en las palabras divinas que inspiraban que en las visiones. Parece que el error consiste, entonces, no en pensar que los hongos te puedan llevar a Dios, sino en tomarlos con la intención de que eso suceda.
Caricaturizando un poco, se podría decir que si un norteamericano quiere alcanzar las estrellas, construye un cohete, y que esa actitud enérgica y literal no es sino una versión más marcada de la que prevaleció en Europa tras la Reforma Protestante y la Ilustración, haciéndose evidente aun en personas que se acercan devotamente a la religión y buscan experiencias místicas con total sinceridad. Fue con ese espíritu pragmático que Huxley y Wasson fueron al encuentro de los dioses en sus cohetes químicos. Graves, aunque desconfiaba más de las drogas, era culpable de una lesa majestad propia. Siempre se jactaba de tener un acceso privilegiado a la Musa; pero en sus poemas, curiosamente, yo al menos no siento ningún soplo de la inspiración divina, sino que los encuentro trabajados, eficientes, esencialmente prosaicos.
Quizás todos los dioses tienen sentido del humor. Si en vez de pedir humildemente auxilio por una migraña o unas hemorroides, uno exige visitar el paraíso, le parecerá cumplir su deseo. Experimentará belleza, éxtasis, la sensación de encontrarse con la verdad última. Pero lo que se verá desde afuera es un simple dejado, o una caravana dionisíaca que avanza con un estruendo de címbalos hacia ninguna parte.
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