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Drogas

Entre la libertad, el paternalismo y el orgasmatrón

Daniel Loewe
Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez. Santiago, Chile Á - N.7

¿Debe el Estado liberal prohibir las drogas? ¿Cuáles son los argumentos para ello? ¿Cuáles son las consideraciones filosóficas y políticas para pensar este tema? El autor desarrolla en este ensayo los diferentes argumentos sobre la libertad de cada uno para hacer su vida, junto a los peligros que, se presume, acecharían a quienes prefieran drogarse. La libertad, la necesidad de protección y la imposibilidad de vivir sólo por estímulos de placer guían su minucioso recorrido.

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Los seres humanos hemos usado drogas de modo regular y extendido: diferentes tipos, en diferentes períodos, lugares y con diferentes propósitos. Los usos no han sido sólo ceremoniales, sino terapéuticos y ciertamente recreacionales. No es exagerado sostener que están entrelazadas con la humanidad. Y rara vez han estado prohibidas. En Roma, el opio era algo que no podía faltar en la casa, y por eso su precio estaba regulado.[1] El enfoque prohibicionista es nuevo. Con excepción de China (que muy temprano prohibió el tabaco (1639), y en 1810 el opio —sin éxito, porque la East India Company continuó trayéndolo desde India—), recién se empezó a imponer en los primeros decenios del siglo XX.[2] En cien años, lo que era una práctica común y considerada inocua, se transformó en un delito y empezó a ser perseguida, muchas veces mediante el instrumento más poderoso y extremo que tiene el derecho para regular las conductas: lo penal.

 

Esta perspectiva estatal prohibicionista aspira a proteger a las personas de sí mismas y a evitar las consecuencias sociales negativas que se siguen del uso de drogas. Sin embargo, resulta curioso que los Estados liberales impidan a las personas consumir los productos que deseen. Por cierto, maceramos nuestro cuerpo en alcohol (una droga hoy legal) hasta la cirrosis, lo embutimos con azúcares y grasas hasta la diabetes y la obesidad, fumamos hasta el enfisema, nos tatuamos y llenamos de piercings, practicamos sexo inseguro y deportes de alto riesgo, nos matamos (literalmente) trabajando y nos idiotizamos frente a las pantallas. Pero el Estado impide coactivamente que accedamos o consumamos hongos o LSD para tener experiencias transformativas, o marihuana, cocaína o MDMA (éxtasis) para

divertirnos, o que nos autoprescribamos y utilicemos Valium para relajarnos, modafinilo y metilfenidato (Ritalin) para aumentar el rendimiento cognitivo y Viagra para el sexual. Cuando se las criminaliza, los ofertantes y los consumidores son considerados delincuentes que pueden ser multados o encarcelados. O se considera que es un asunto de salud pública y a los segundos se los patologiza como adictos y se los trata paternalistamente como enfermos incapaces de decidir lo que les conviene. En ambos casos, se les niega el respeto debido como personas que autónomamente toman decisiones sobre su cuerpo, su mente y su vida (lo que no negamos al fumador empedernido).

 

¿Hay algo especial con las drogas que hoy se suelen considerar ilegales que justifique tratarlas del modo como lo hacemos? En este texto indagaré argumentos esgrimidos en los debates acerca de substancias psicotrópicas y estupefacientes. Sostendré que desde una perspectiva liberal —siguiendo a Rawls, una perspectiva que reconoce la importancia de las libertades y derechos fundamentales y les otorga alguna prioridad sobre el bien común y consideraciones perfeccionistas—[3] no hay buenas razones de principio para prohibirlas, o al menos para prohibir muchas de ellas. Sin embargo, hay buenas razones para que el Estado incida indirectamente de modo que las decisiones de los ciudadanos sean informadas y responsables.

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Mi cuerpo, mi propiedad y mi vida

 

Las sociedades liberales garantizan un espacio protegido mediante derechos, dentro del cual podemos desplegar nuestra individualidad. Más allá están los otros, frente a los cuales tenemos obligaciones y responsabilidades. Pero dentro de ese espacio podemos actuar como deseemos sin temer intervención coactiva, incluyendo la de un ente especialmente poderoso: el Estado. Esta idea antipaternalista es central para el pensamiento liberal.[4] Hay diferentes modos de justificar esta pretensión y consideraciones variadas sobre su extensión. A continuación, examinaré tres modos de entenderla y lo que se sigue para las drogas. En el mundo libertario, es usual sostener por referencia a derechos naturales la tesis de la propiedad sobre el propio cuerpo. Por extensión, se suele considerar que mediante el trabajo, que es el despliegue de energías corporales de las que soy propietario, adquiero propiedad sobre las cosas externas.[5] Estas ideas ofrecen sustento a una amplia pretensión sobre el uso y comercialización de las drogas. Por una parte, se trata de mi cuerpo y como propietario puedo hacer con él lo que estime —por ejemplo llenarlo de estupefacientes—.[6] Por otra parte, la propiedad generada con mi trabajo es mía, así que la puedo transar en el mercado: si planto adormidera en mi invernadero y luego la consumo o vendo, estoy haciendo uso de mi derecho de propiedad.[7]  En esta interpretación, el derecho de propiedad va a la par del libre mercado, de modo que tanto la prohibición de las drogas como los impuestos son coacción estatal injustificada. Se puede regular o impedir el acceso a un producto cuando implica un peligro claro y real para la seguridad de terceros, como hacemos con los explosivos y el uranio. Pero este no es el caso de las drogas. Los derechos suponen oportunidades y riesgos. Y es engañarnos suponer que podemos quedarnos con lo bueno y descartar lo malo en el ejercicio de los derechos. Lo que debemos hacer es ejercer nuestra autonomía responsablemente.

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«Por una parte, las drogas no se relacionarían con las concepciones del bien. Por otra, atentarían contra el sentido de justicia: los usuarios no cumplirían con lo que exige de ciudadanos responsables que participan en los asuntos comunes. Una crítica es que los consumidores de drogas tienen un juicio obnubilado que imposibilita que sean buenos ciudadanos».

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«La guerra contra las drogas ha sido desastrosa, no sólo por cobrar un sinnúmero de vidas, sino también por llenar las cárceles de infractores de leyes antidrogas. Y en los países que se ha optado por grados de liberalización, como Portugal, las tasas de drogadicción no parecen aumentar. Aunque haya daños sociales, la aspiración de las leyes y políticas públicas nunca ha sido eliminar toda posibilidad de daño social. Esa sería una sociedad sin suficiente oxígeno para la vida humana, o para realizar vidas que consideremos valiosas»

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¿Lo convence este argumento? A mí no. Primero, hay que sostener la existencia de derechos naturales, lo que no deja de ser temerario. Segundo, aunque se evite esa crítica, hay que explicitar la idea de propiedad sobre el propio cuerpo de un modo que tenga sentido: ¿Quién posee qué? ¿Es mi alma la que posee mi cuerpo? ¿Un homúnculo inmaterial que posee una cubierta cárnica? Tercero, aunque pueda explicitarla con sentido, se trata de una concepción de «libertad como X». En este caso, X es propiedad. Pero libertad no es propiedad. No necesitamos una teoría de la libertad como otra cosa. Cuarto, supone de modo implausible que el derecho de propiedad es absoluto, o casi. El derecho de propiedad es sin duda central, pero la libertad es fundamental: si su ejercicio requiere de ciertas condiciones, el primero puede ser regulado (impuestos no son necesariamente coacción estatal injustificada). Por último, si efectivamente es el caso de que hay un peligro claro y real hacia terceros (como en la venta de explosivos), por ejemplo, los bebés del crack o los niños descuidados de adictos duros, no basta sostener que un mercado de drogas es expresión de la libertad y propiedad y que por tanto no se debe intervenir en él.

 

Pero si se cree en santos, tiene que creer en milagros. Así es que si estas ideas lo convencen, difícilmente podrá negarse a la conclusión obtenida sobre un mercado libre de drogas, independientemente de las consecuencias sociales. Como Nozick sostiene: justicia no es optimalidad paretiana.[8]

 

Un segundo argumento (sin las suposiciones extravagantes señaladas) ha sido formulado por John Stuart Mill: el principio de daño.[9] La idea de este famoso principio es que la justificación de la coacción legal estatal (y según Mill, también de la coacción moral mediante la opinión pública) contra la voluntad de un individuo debe referir exclusivamente a evitar daños en terceros. Por una parte, este principio genera un espacio para desenvolvernos: «Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano».[10] Por otra parte, ofrece una razón para intervenir en este espacio: proteger a terceros. Este principio asume por defecto la libertad y pone la carga de la prueba en su restricción. Desde esta perspectiva, los mayores de edad deben poder usar drogas, aunque se dañen a sí mismos, en tanto no dañen a terceros. Así, la carga de la prueba de la restricción de la libertad exige señalar claramente los daños a terceros. Ejemplos sobran: los niños descuidados y los bebés de la pasta base, las familias destruidas, la criminalidad y la «cultura narco», la inseguridad y el miedo, los costos de oportunidad, los de la policía, del la inseguridad y el miedo, los costos de oportunidad, los de la policía, del sistema judicial y penitenciario, del sistema sanitario, etcétera.

 

Este es, al menos para mí, un principio muy persuasivo. Pero no es «simple», como afirma Mill. Una de sus muchas dificultades es la determinación del daño. Si permitiese intervenciones coactivas estatales toda vez que un tercero afectado considerase la afectación como negativa (porque, por ejemplo, se siente ofendido), habría muy poco espacio para la libertad. Mill estaba consciente de las dificultades y por ello sostuvo que el principio no prohíbe todas las acciones dañinas o con riesgo de serlas: el veneno se utiliza para desratizar, de modo que no se debiese prohibir su venta en las farmacias aunque algunos lo usen para asesinar.[11]  ¿De qué daños a terceros se trata?

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La respuesta de Mill parece tomar la forma de un análisis de costos y beneficios. Debemos ponderar los beneficios que se siguen de permitir un tipo de acción con las consecuencias negativas dañinas. Pero dado que muchas consecuencias negativas se siguen de la ilegalidad de las drogas, un acceso regulado podría disminuirlas: por ejemplo, la criminalidad asociada a un mercado negro en que los contratos se sancionan a punta de pistola, y así los costos de la policía, del sistema penitenciario y judicial, además de posibilitar recaudación fiscal mediante impuestos que a su vez regulen el precio (como en el caso del alcohol y los cigarrillos). Otros costos, como las familias destruidas, seguirían existiendo (como en el caso del alcohol y los cigarrillos). Pero, todo considerado, un mercado con precios y acceso regulado parece ser más promisorio que uno de prohibición o guerra contra las drogas en que el mercado negro sigue existiendo. Desde esta perspectiva, mucho parece hablar a favor de su liberalización controlada.

 

Sin embargo, este argumento hace depender la libertad para consumirdrogas de un cálculo. Mill es un utilitarista que defiende la libertad individual porque produciría mayor utilidad, que es como él denomina al bienestar social. Pero el utilitarismo ofrece una débil defensa de la libertad: si las circunstancias fuesen otras, de modo que la libertad ya no incrementara el bienestar social, entonces las libertades podrían ser restringidas coactivamente.

 

Examinemos un tercer argumento. Según John Rawls, cada uno de nosotros posee un interés superior en tener, perseguir y desarrollar su plan de vida. Es por ello que en una situación de imparcialidad, escogeríamos un principio de justicia que asegure el mismo marco de libertades y derechos fundamentales para todos, de modo de incrementar la posibilidad de desarrollarlo.[12]

 

Así, se crea un espacio de despliegue individual. En esta línea es persuasivo sostener que estas libertades también debiesen cubrir la consecución de un plan de vida que incluye el consumo de drogas. Dado que según Rawls las libertades sólo pueden ser limitadas por las libertades mismas (y no por otras consideraciones), sólo si otras libertades se viesen amenazadas por las que posibilitan consumir drogas, sería razonable restringirlas. Rawls dice poco sobre cómo realizar estas ponderaciones. Pero posteriormente ahonda en el tema y sostiene que hay que diferenciar entre los aspectos de las libertades que se relacionan con las dos capacidades morales y los que no.[13]  Estas son la capacidad de formar una concepción del bien y la de tener un sentido de la justicia, es decir, la disposición a actuar según lo que la justicia indica. Así, las libertades más estrechamente relacionadas con estas capacidades tendrían prioridad (por ejemplo, la libertad de expresión publicitaria no gozaría de la misma protección que la de tipo político, ya que esta última se relaciona directamente con la capacidad de un sentido de la justicia).

 

Se ha argumentado que esto haría implausible proteger las libertades relacionadas con el uso de drogas.[14] Por una parte, las drogas no se relacionarían con las concepciones del bien. Por otra, atentarían contra el sentido de justicia: los usuarios no cumplirían con lo que la justicia exige de ciudadanos responsables que participan en los asuntos comunes. La segunda crítica es insostenible. Ella supone que los consumidores de drogas tienen un juicio obnubilado que imposibilita que sean buenos ciudadanos. Es cierto que muchas veces al pensar en usuarios de drogas se visualiza a adictos duros con existencias destruidas. Pero el consumo de drogas es masivo —como lo ha sido durante toda la historia de la humanidad— y las vidas destruidas son una pequeña parte, importante sin duda, pero no representativa. En Chile, casi el 35 por ciento de las personas ha consumido marihuana en su vida. Y casi un 10 por ciento lo hizo el último mes.[15] Podría pensarse entonces que se trata de las drogas duras, que son las que hacen menos probable cumplir con el papel de ciudadano. Pero probablemente este tampoco es el caso de los consumidores de cocaína y otras drogas como LSD o MDMA.[16]  Los casos que visualizamos son los más impactantes, pero no por ello son representativos. Empero, si hay una droga que hace a los cerebros lo que un sartén caliente hace a un huevo,[17]  o que torna a las personas irremediablemente agresivas y peligrosas para terceros, sí habría razones para prohibir esas drogas, pero no otras.

 

El primer argumento tampoco es persuasivo. Note que el consumo de drogas sí es parte de la concepción del bien de muchos, como los rastafaris y el rol de la ganja o ganjah en su forma de vida, o los miembros de la Native American Church y su uso del peyote.[18] O considere el uso de teonanacatl (carne de dios), un hongo con psilocibina que utilizaban profusamente los aztecas y que aún utilizan las poblaciones indígenas.[19] Es correcto que las exigencias de escrutinio son menores cuando no se trata de restringir libertades básicas. Así, si el uso no es sacramental o religioso, sino que espiritual[20] o «sólo» recreacional, la prueba para restringirlo sería menor. Pero, de nuevo, aquí falta la prueba: ¿qué libertades o asuntos de importancia pública se ven perjudicadas por la libertad para usar drogas? Referencias perfeccionistas a una «sociedad libre de drogas» o al «valor de la naturalidad» o de la «autenticidad» no son argumentos aceptables desde una perspectiva liberal para coaccionar a las personas. Tendrían que ser argumentos que recurran a consecuencias perjudiciales serias e identificables en individuos y/o en la sociedad. Pero estos argumentos —como veremos— no son convincentes.

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Los argumentos paternalsitas

 

Hasta ahora he examinado argumentos que rechazan el paternalismo. El paternalismo se retrotrae al pater familias del derecho romano, quien sabe mejor qué es bueno para cada uno de los miembros de la casa (sirvientes, esclavos, hijos, esposa) y tiene la obligación de hacerlos actuar según su mejor interés. Como principio de moralidad política, el paternalismo implica que el Estado tiene la función de velar por el mejor interés de los ciudadanos y hacerlos actuar acorde. Así, muchos Estados hacen suyas tareas que apuntan a proteger a las personas de sus propias preferencias y decisiones, obligándolas a utilizar casco de seguridad al conducir motocicleta, o a ahorrar para su jubilación y, ciertamente, a no consumir drogas so pena de multa o encarcelamiento. Y todo esto en razón del mejor interés de ellas mismas. El paternalismo tiene muchas caras y algunas son más amables que otras.[21] En lo que sigue asumiré que el paternalismo, al menos en sus formas menos invasivas, tiene un espacio legítimo en una política liberal, e indagaré tres argumentos relativos a las drogas.

 

Como bien sabemos, estamos sujetos a muchos sesgos.[22] Tenemos una tasa de descuento del valor del futuro, que así vale menos que el presente. En ocasiones esta tasa es tan elevada que somos incapaces de prever y nos trasformamos en seres que sucesivamente nos vamos arrepintiendo de nuestras decisiones pasadas. Así, nuestro mejor interés se ve mejor servido cuando se nos obliga a actuar en pos de aquel, aunque circunstancialmente no queramos. Y tal como se nos obliga a ahorrar para nuestra jubilación, se nos debe impedir, sostiene el argumento, consumir drogas. Esta prohibición nos impide sacrificar nuestros mejores intereses a futuro en pos de nuestro disfrute hedónico presente. Pero este argumento es implausible. Sólo lo sería si el uso de drogas implicase que las personas desatienden sus intereses a futuro y así, por ejemplo, no estudian, no trabajan, destruyen su vida familiar, etcétera. Este puede ser el caso de algunos junkies, pero ciertamente no lo es entre la gran mayoría de personas que utilizan drogas por motivos ceremoniales, terapéuticos o recreacionales. Pero evidentemente, como sostuve en la última sección, si hubiera una droga con la característica de provocar adicciones inmediatas y sus consecuencias fuesen muy dañinas, este argumento paternalista sería adecuado.

 

Un segundo argumento paternalista apunta a protegernos de malas decisiones que impliquen vidas en algún sentido degradadas o de menor valor (por relación a alguna concepción de vida valiosa). Hay muchas versiones de estos argumentos. Sólo mencionaré dos. La primera sostiene que las drogas permiten alcanzar estados deseables, como el disfrute hedónico, pero de un modo artificial, lo que tendría menos valor que si los obtenemos de modo natural. Pero argumentos que se construyen sobre premisas como la «naturalidad» del origen son insostenibles. Si fuese correcto, entonces todos los aportes artificiales a los estados mentales, como ver una película, producirían efectos degradados.[23] Todo esto es absurdo. «Naturalidad» no es una categoría normativa seria.

 

Una segunda versión apunta a la «autenticidad» y sostiene que los estados mentales que se obtienen mediante el uso de drogas no son auténticos y por tanto tienen menos valor.[24] Autenticidad es un valor que se encuentra profundamente integrado a nuestro entendimiento como seres modernos.[25] Pero es difícil entender por qué los estados mentales que se alcanzan mediante drogas serían inauténticos. Evidentemente, no puede ser por el origen, al menos si no queremos reeditar la crítica anterior. La falta de autenticidad debe referir entonces a la relación que nuestro sí mismo (sin drogas) establece hacia la forma de nuestra expresión bajo el efecto de las drogas en el mundo: podríamos detectar irracionalidad o falta de coherencia, perdiendo así identificación con nuestra forma de ser en el mundo. Esto puede producir alienación.

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«Es cierto que muchas veces al pensar en usuarios de drogas se visualiza a adictos duros con existencias destruidas. Pero el consumo de drogas es masivo —como lo ha sido durante toda la historia de la humanidad— y las vidas destruidas son una pequeña parte, importante, pero no representativa».

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Pero hay que mencionar, primero, que esto no es siempre así. Por el contrario, en el caso de ciertas drogas (como peyote, LSD, ayahuasca, hongos como la Amanita muscaria, etcétera) con propiedades alucinógenas, muchos describen la experiencia como transformadora. De hecho, en muchas tradiciones se entienden estas experiencias como formas de renacer. De este modo, se trata de experiencias profundamente auténticas. Pero, evidentemente, puede ser que una persona considere que su modo de ser en el mundo bajo el efecto de las drogas expresa una imagen distorsionada de sí y por tanto es inauténtica. En este caso, la pregunta es si un Estado liberal está habilitado, en razón del valor de la autenticidad, para coactivamente impedir que las personas consuman drogas dado el riesgo de inautenticidad. La respuesta es que este no es el papel de un Estado liberal —de igual modo a como no lo es el fomentar coactivamente la práctica de alguna religión—. Este puede ser un argumento para que las personas decidan no usar drogas, pero no para prohibirlas.[26] Por lo demás, si las personas se sienten inauténticas al usar drogas y no les gusta la sensación, pueden dejar de consumirlas u optar por otras más prometedoras.

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El tercer argumento es conocido. En sus conversaciones con Naphta en la Montaña mágica de Thomas Mann, el gran humanista Settembrini afirmaba que la música es «políticamente sospechosa» porque inflama la pasión y no la razón y así engaña al espíritu. De modo similar, según otro gran humanista, Karl Marx, la religión sería el opio del pueblo.[27] En diferentes versiones, la idea es que las drogas (como la música y la religión) despiertan las pasiones o llevan a la pasividad opiácea, y así impiden a las personas conducirse según la razón (impidiendo que adquieran consciencia de clase y se pongan al servicio de la revolución). Usar drogas sería claudicar a lo mejor que podemos ser. Quizás la droga que expresa mejor este temor y desesperanza es el soma, en la novela distópica de Aldous Huxley Un mundo feliz.[28] Pero la respuesta a este argumento es apuntar justamente a la individualidad autonómica que está a su base: son los individuos los que deben decidir por sí mismos si desean renunciar momentánea y episódicamente a la razón o prefieren mantener un contacto lúcido con la realidad. Al final de su vida y aquejado por el cáncer, Sigmund Freud se negaba a recibir morfina para no perder su lucidez. Pero la lucidez, sea o no valiosa, no puede ser un criterio para que un Estado liberal coaccione a sus ciudadanos. Por lo demás, la pérdida de lucidez mediante el uso de drogas es episódica y por lo tanto —a menos que medie una adicción dura— reversible.

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El valor de la vida y el orgasmatrón

 

Nada de lo dicho sugiere que las drogas sean inocuas. Si bien hay múltiples discusiones acerca de cuán dañinas son (de distinto modo, según la frecuencia, la propia fisiología, y la etapa vital), yo no dudo que lo son y que, tal como las drogas legales corrientes, en algún momento cobran su tributo. No me hago ilusiones. Pero mis argumentos no descansan en ello. Como vimos en la primera parte, la posibilidad de dañarse a sí mismo es parte de lo que significa gozar de la titularidad de un derecho o libertad. También admití que si el uso de una droga resulta extremadamente dañino (hace al cerebro lo que un sartén caliente hace a un huevo), hay buenas razones para admitir el paternalismo y proteger a las personas de sí mismas.[29] El otro argumento prohibicionista se refiere al daño social. Pero como vimos al discutir el principio de daño de Mill, una comercialización regulada o reglada puede ser una estrategia que, todo considerado, produce menos daños sociales que su prohibición.[30] Por lo demás, como también sabemos, las medidas prohibicionistas extremas no funcionan. La guerra contra las drogas ha sido desastrosa, no sólo por cobrar un sinnúmero de vidas, sino también por llenar las cárceles de infractores de leyes antidrogas. Y en los países que se ha optado por grados de liberalización, como Portugal, las tasas de drogadicción no parecen aumentar. Aunque haya daños sociales, la aspiración de las leyes y políticas públicas nunca ha sido eliminar toda posibilidad de daño social. Esa sería una sociedad sin suficiente oxígeno para la vida humana, o para realizar vidas que consideremos valiosas.[31]

 

Dejemos ahora de lado la pregunta sobre la legalidad e indaguemos en el valor de una vida dedicada a las drogas. Sobre drogas las opiniones suelen ser fuertemente discordantes y pasionales, de modo que es usual confundir la (i) legalidad de las drogas con su valor y con la moralidad de su uso.[32] Pero legalidad y moralidad no se subsumen mutuamente. Usted goza de la libertad legal para ir el fin de semana a la playa en vez de visitar a su madre gravemente enferma, pero probablemente sería inmoral. Es necesario distinguirlas.

 

Ya Freud señaló que para obtener felicidad en la vida en sociedad —que inevitablemente nos reprime y así produce infelicidad— podemos recurrir a los estupefacientes y la intoxicación.[33]  Pero imagine que su vida fuese solo intoxicación: una vida completa en situación de disfrute hedónico permanente producto de las drogas. En su crítica al utilitarismo hedonista, Nozick ideó un experimento mental: la Máquina de las experiencias. Imagine un súper computador que, una vez conectado a él, produce estímulos de sensaciones de placer: «Neurólogos fabulosos podrían estimular nuestro cerebro de tal modo que pensáramos y sintiéramos que estamos escribiendo una gran novela, haciendo amigos o leyendo un libro interesante».[34] ¿Se conectaría a esta máquina de por vida? Mi experiencia, al plantearles la pregunta a mis estudiantes, es que (casi) ninguno lo haría.[35] Y probablemente nadie que no esté en una situación desesperada, por ejemplo sufriendo grandes dolencias, lo haría. Nadie —es la idea— se conecta voluntariamente a la Matrix. Un año antes del libro de Nozick, Woody Allen había presentado en Sleeper (1973) el orgasmatrón, una máquina que produce intensos orgasmos. Entre la Máquina de las experiencias y el orgasmatrón sólo hay diferencias de grados de placer. Ellos nos ofrecen algo similar a una droga perfecta. Una que no produce malos viajes, ni jaquecas o debilidad corporal. Es el mejor caso que podemos construir a favor de las drogas. Se trataría de una vida llena de placer. ¿Pero sería una vida que usted quiere vivir?

 

Ulises no quiso. En el canto IX de la Odisea se narra como los vientos llevaron sus naves a la isla de los lotófagos, un pueblo pacífico que se alimenta del loto, una planta que produce sensaciones de placer. Algunos de los tripulantes lo probaron y quisieron quedarse en la isla, pero Ulises los obligó por la fuerza a volver a la nave y zarpar. Nozick sostiene que no queremos conectarnos a la máquina porque no sólo queremos tener la experiencia de hacer cosas, sino que queremos hacerlas; porque cuidamos el tipo de persona que somos, y porque no queremos perder el contacto con la realidad (aquello que subyace a la experiencia). Son buenas razones. Pero hay otras más: la Máquina de las experiencias, el orgasmatrón y el loto nos condenan a una existencia binaria que se reduce a dos estados, placer y displacer en diferentes combinaciones. En comparación, una vida humana nos ofrece múltiples posibilidades para desplegar muchas capacidades diferentes. La vida binaria es pobre si la comparamos con la riqueza que nos ofrecen las capacidades humanas:[36] podemos razonar, leer, escribir, escuchar música, correr, simpatizar y empatizar, jugar, amar, estudiar, cultivar gustos, etcétera. Una vida humana (así como una de otra especie) tiene muchos modos de desplegarse según sus capacidades.[37] Mientras que una vida bajo el influjo permanente de las drogas es limitada.

 

Esta es una razón para considerar que una vida caracterizada por el uso de drogas tiene un valor disminuido. Pero no es una razón para prohibirlas. Después de todo, conectarse a la máquina o entrar al orgasmatrón por algunas horas no nos condena a una vida reducida. Además, dado que esta idea se basa en consideraciones valorativas disputadas, ella no puede justificar el poder coactivo estatal. Pero si pensamos, como yo lo hago, que es una buena razón, lo es para que el Estado tome medidas para que las decisiones de las personas sean informadas y autónomas, y para que el suministro de drogas esté reglado de modo de evitar, mitigar y enfrentar algunas de las consecuencias sociales dañinas que se siguen de su uso.

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[1] El estudio más completo acerca del uso de drogas a través de la historia es la excelente Historia general de las drogas, de Antonio Escohotado, en la versión revisada de Espasa-Calpe (1998).

[2] La primera gran ola prohibicionista se dio recién con la Primera Convención Internacional del Opio, celebrada bajo el auspicio del Departamento de Estado norteamericano y ratificada en 1919. Díaz Cuervo, J. D. (2016). Drogas. Caminos hacia la legalización. México: Ariel.

[3] Rawls, J. (1993). Political Liberalism. Nueva York: Columbia University Press.

[4] Esta idea es central para examinar la legitimidad de las medidas restrictivas de las libertades por las que muchos países han optado para hacer frente a la pandemia de coronavirus y sus desafíos. En mi libro Ética y coronavirus (2020) he examinado esta cuestión.

[5] La teoría clásica es la de John Locke. Locke, J. (2000) [1689]. Segundo tratado sobre el gobierno civil, Alianza Editorial. En el presente, lo es la reformulación de Robert Nozick. Nozick, R. (1974). Anarchy, State, and Utopia. Nueva York: Basic Books.

[6] Locke niega la posibilidad de disponer sobre la propia vida, porque nuestro hacedor es el verdadero propietario, así que quizás no estaría de acuerdo con la libertad para usar drogas si así se daña la propiedad de nuestro hacedor. Pero se trata de razones teológicas externas. Dejando de lado razones supraempíricas e inverificables, no hay nada que se pueda aducir desde este entendimiento libertario contra el consumo de drogas.

[7] Este argumento ha sido articulado por el psiquiatra libertario Thomas Szasz en Szasz, T. (1996). Our Right to Drugs: The Case for a Free Market. Nueva York: Syracuse University Press.

[8] Nozick, R. (1974). Anarchy, State, and Utopia. Nueva York: Basic Books.

[9] Mill, J. S. (2018) [1859]. Sobre la libertad. Santiago: Alianza Editorial, edición UAI.

[10] Ibíd. Página 74.

[11] Según Mill, el farmacéutico debe llevar registro de los compradores para que, en caso de un envenenamiento, la policía tenga una lista de sospechosos.

[12] (12) La situación de imparcialidad es la famosa «posición original» rawlsiana, en que escogemos «principios de justicia» tras un «velo de la ignorancia». Rawls, J. (1971). A Theory of Justice. Cambridge, Mass.: Harvard University Press.

[13] Rawls, J. (1993). Political Liberalism. Nueva York: Columbia university press.

[14] De Marneffe, P. (1996). «Do we have a right to use drugs?». Public Affairs Quarterly, 10(3), 229-247.

[15] SENDA (2018). Décimotercer Estudio Nacional de Drogas en Población General, 2018. Consultado en https://www.senda.gob.cl/wp-content/uploads/2020/02/ENPEG-2018.pdf

[16] ¿Cuál sería el caso de heroína limpia? Lo cierto es que no lo sabemos. Pero no hay que olvidar que el opio, la cocaína y la morfina se adquirían libremente en farmacias hasta comienzos del siglo XX.

[17] Esta curiosa imagen es quizás la más conocida de las campañas contra las drogas en Estados Unidos, luego de que el gobierno de Ronald Reagan intensificara la tan desastrosa —medida en sus consecuencias— «guerra contra las drogas» que ha caracterizado la perspectiva federal.

[18] Poulter, S. (1986). English Law and Ethnic Minority Customs. Londres: Butterworths.

[19] Lechner, A. (2007). Shrooms: A Cultual History of the Magic Mushroom, Nueva York: HarperCollins.

[20] Es difícil diferenciar entre usos sacramentales y religiosos por una parte, y espirituales por otra. Si estos últimos son una subespecie de los primeros (¿y cómo podrían no serlo, sin otorgar ventajas a las creencias tradicionales por sobre las innovaciones?), entonces prácticas como viajes con LSD o peyote (un cacto con mezcalina), o con ayahuasca (quechua: enredadera de espíritu), un brebaje con dimethyltriptamine, se podrían relacionar también con entendimientos profundos e íntimos del mundo. Todos estos son alucinógenos que inducen experiencias descritas como religiosas o transformativas.

[21] En vez de muchos, comparar Gerald Dworkin (2005). «Paternalism». Stanford Encyclopedia of Philosophy.

[22] Comparar Kahneman, D. (2012). Thinking Fast and Slow. Londres: Penguin Random House; y Kahneman, D., Sibony, O. y Sunstein, C. (2021). Ruido. Un fallo del juicio humano. Madrid: Debate.

[23] Comparar: Wolff, J. (2011). Ethics and Public Policy. Londres: Routledge.

[24] Contra posiciones más bien conservadoras, como la de Pugmire, D. (2005). Sound Sentiments: Integrity in the Emotions. Oxford: Oxford University Press. No hay emociones inauténticas según su origen.

[25] Comparar, por ejemplo, Taylor, C. (1991). The Ethics of Authenticity. Cambridge Mass: Cambridge University Press.

[26] Brock, D. (1984). «The use of drugs for pleasure: some philosophical issues», en H. Murray Thomas, Willard Gaylin y Ruth Macklin (eds.): Feeling Good and Doing Better, Clifton, Nueva Jersey: Humana Press, pp. 83-106.

[27] La famosa sentencia esta en Kritik des hegelschen Staatsrechts de 1844.

[28] Sin embargo, como el espejo de la distopía de Un mundo feliz y soma, Huxley también escribió al final de su vida una mucho menos conocida utopía, Isla, en la cual, en las palabras del Dr. Robert MacPhail, «Our wish is to be happy, our ambition to be fully human» (cap. 9), para lo cual usaban meditación y Moksha, una droga con propiedades psicodélicas. No hay que olvidar que en su lecho de muerte y aquejado por los dolores del cáncer, Huxley decidió dejar este mundo en un trip de 100 microgramos de LSD que le inyectó su esposa Laura. Una muerte serena y dulce.

[29] No hay que ser necesariamente libertario para estar a favor de la liberalización de las drogas. Esta misma posición ha sido defendida por Duglas Husak en Husak, D. (2002) Legalise this! The case for Decriminalizing Drugs, Cambridge University Press, quien considera que el trato a los usuarios de drogas hoy en Estados Unidos solo es una injusticia comparable a la de la esclavitud y la sufrida por los aborígenes americanos, y que la legalización de las drogas es un asunto de justicia.

[30] A menos, claro, que después de su legalización los criminales se dediquen a otras actividades delictuales, como secuestros y los asaltos. Una posibilidad a considerar.

[31] Comparar mi Ética y coronavirus. Santiago: Fondo de Cultura Económica, 2020.

[32] Quizás —y esta es una especulación— a la base de la repulsa que mucha gente siente frente a las drogas está el módulo «pureza», que se activa en algunas personas, especialmente en conservadores, ante ciertas situaciones, por ejemplo, cuando producto de las drogas se distorsiona la conciencia —algo que los liberales no podrían entender—. Comparar Jonathan Haidt, (2012). The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion. Nueva York: Pantheon/Random House.

[33] Sigmund Freud, S. (2016) [1930]. El malestar de la cultura. Santiago: Biblioteca Nueva, Ediciones UAI. Página 72.

[34] Nozick, R. (1974). Anarchy, State, and Utopia. Nueva York: Basic Books.

[35] La crítica al utilitarismo hedonista, según el cual lo que buscamos son experiencias mentales agradables, apunta a que si no estamos dispuestos a conectarnos de por vida es porque consideramos que hay otras cosas valiosas además del placer.

[36] Esta idea en Rowlands, M. (2015). A Good Life. Londres: Granta, cap.10.

[37] Evidentemente, esto es compatible con el enfoque en las capacidades en la versión de Martha Nussbaum. Comparar, sobre todo, Nussbaum, M. (2000. Women and Human Development). Cambridge: Cambridge University Press y Nussbaum, M. (2006). Frontiers of Justice. Cambridge: Harvard University Press.