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República mortal: cómo Roma cayó en la tiranía, de Edward J. Watts

Roma y la violencia política, No hay república eterna

Rebeca Vial V.
Santiago, Chile Á - N.6

Título: República mortal: cómo cayó Roma en la tiranía

Autor: Edward J. Watts

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Experto en historia de la antigua Roma, Edwards J. Watts indaga en este libro en los múltiples factores que incidieron, en el siglo III antes de Cristo, en el término de un sistema político que permitió a Roma su prosperidad y expansión. En reemplazo de aquel modelo consensual y cívico, vendrían una sucesión de gobiernos basados en el caudillaje y el autoritarismo. El ejemplo está vivo para cualquier república actual que presuma de estabilidad.

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La historia, escribe Cicerón, es «testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de vida, mensajera de la antigüedad».[1] En el mundo clásico, la narración y el estudio de la historia tenían como fin último ser útil; ser maestra de vida. Luciano de Samosata así nos lo dice: «si alguna vez los hombres se encuentran en una situación similar, que puedan, por consideración a los hechos pasados, enfrentar correctamente las circunstancias que les toca vivir».[2] Entregar instrucción política y proveer ejemplos morales eran las dos grandes metas de la historia.[3]

 

Con esto en mente, el historiador Edward J. Watts escribe República mortal: cómo cayó Roma en la tiranía. Al igual que los historiadores clásicos, el objetivo de Watts es dar a conocer «cómo la antigüedad nos puede ayudar a entender las realidades políticas, difíciles y a veces alarmantes de nuestro mundo». Si bien deja claro que «ni el pasado es un oráculo ni los historiadores profetas (…) eso no significa que sea un error acudir a la antigüedad para intentar comprender el presente». El ejemplo de la república romana, dice el autor, puede ayudarnos a tomar conciencia de ciertas actitudes y comportamientos políticos que son «especialmente corrosivos para la salud de una república a largo plazo».

 

Teniendo en cuenta el aporte de la historia en la sociedad, Watts nos introduce, de manera clara y concisa, en lo que fue la república romana y los hechos que propiciaron su caída. En un mundo donde la democracia y las repúblicas se encuentran tensionadas, la lectura de Edward J. Watts es sumamente interesante.

 

¿Qué sucedió para que Roma, una de las repúblicas más longevas de la historia del mundo, decidiera cambiar la libertad de la autonomía política por la seguridad de la autocracia? «Ninguna república es eterna», dice Watts. Y «cuando la libertad lleva al desorden y la autocracia promete un gobierno funcional y receptivo, hasta los ciudadanos de una república asentada pueden estar dispuestos a olvidarse de las viejas objeciones éticas a que el poder esté en manos de un solo hombre y aceptar sus ventajas prácticas».

 

Para entender el fin de la república romana, Watts se retrotrae hacia el 280 a.C. y, desde allí, analiza distintas situaciones que llevaron al derrumbe de esta forma de gobierno. Los primeros capítulos dan cuenta de una república que, si bien no se encontraba exenta de dificultades, demostró una asombrosa capacidad de adaptación y de resistencia. El historiador destaca el uso de diversos instrumentos de consensos que permitieron su correcto funcionamiento y que incluso llevaron a Roma, tras la victoria sobre Aníbal el 202 a.C., a ser la mayor potencia militar y política del mundo mediterráneo.

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«Fue Tiberio Graco quien propuso una reforma que por primera vez amenazó directamente la estabilidad del gobierno romano. Su propuesta buscaba, principalmente, una redistribución de tierras, pero el Senado y ciertos magistrados se opusieron a esto. La negación de los gobernantes llevó a Tiberio Graco a fomentar un resentimiento popular contra un grupo de dirigentes que, a su juicio, impedían que el Estado respondiera a las necesidades de los romanos corrientes».

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Watts ejemplifica la fortaleza de la república de fines siglo III a.C. con la conducta del ejército y Senado romano en la guerra contra el rey griego Pirro de Epiro. Particularmente, el carácter romano es personificado en la figura del romano Cayo Fabricio Luscino. Cuando Pirro intentó sobornarlo, se sorprendió al ver que éste respondía que la república romana le otorgaba a quienes se incorporaban al servicio público unos honores más grandes que cualquier posesión. La república recompensaba la lealtad con honores que sólo ellos podían conceder. Quienes conformaban la república «estaban de acuerdo en que la virtud residía en servir a Roma y el deshonor en colocar los intereses privados por delante de la república».

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Coqueteos con la violencia

Sin embargo, esta república basada en el consenso y el honor irá poco a poco decayendo. Las guerras y los triunfos obtenidos por Roma tuvieron incidencias demográficas y económicas. El aumento de la población vino acompañado del declive relativo del nivel de vida de muchos itálicos y, junto con esto, se produjo un aumento sin precedente de los niveles de riqueza de algunos miembros de clases dirigentes, cuya fortuna provenía de los trofeos obtenidos con la expansión de Roma. La nueva economía que generaba riqueza para unos, frustración para otros y el temor de la antigua clase dirigente de perder el poder político «crearon unas condiciones en las que podía estallar una feroz reacción populista». Esto, sumado a una serie de dirigentes que comenzaron a anteponer su propio interés por sobre el de la república, propiciaron el derrumbe de esta antigua forma de gobierno.

 

Fue Tiberio Graco quien propuso una reforma que por primera vez amenazó directamente la estabilidad del gobierno romano. Su propuesta buscaba, principalmente, una redistribución de tierras, pero el Senado y ciertos magistrados se opusieron a esto. La negación de los gobernantes llevó a Tiberio a fomentar un resentimiento popular contra un grupo de dirigentes que, a su juicio, impedían que el Estado respondiera a las necesidades de los romanos corrientes. Tiberio buscó oponer al tribunado de la plebe en contra del Senado y, de esta forma, horadó los viejos equilibrios institucionales que hasta entonces habían permitido a la república alcanzar acuerdos.

 

Tiberio proponía una revolución institucional. Desafió abiertamente al Senado y si bien se dice que él no toleraba ni ordenaba la violencia, las amenazas que hacía de hacer uso de medios violentos eran peligrosas. Este coqueteo con la violencia enardeció los ánimos y terminó trágicamente con el asesinato de Tiberio, junto con otros doscientos o trescientos romanos. La república cambió definitivamente ese día del año 133 a.C. Luego, el 121 a.C. la nueva víctima fue su hermano, Cayo. Con el asesinato de los Gracos «todas las consecuencias del Imperio – sociales, económicas y políticas– rompieron amarras en el Estado romano, inaugurando un siglo de revolución».[4] Desde entonces, dice Apiano, «ya no había república, sino el imperio de la fuerza y la violencia».[5] La violencia política, indica Watts, «había pasado rápidamente de estar en los márgenes a ser una herramienta autorizada por el Senado».

 

A partir de entonces y principalmente desde la segunda mitad del siglo II a.C., se cernió un sentimiento de malestar sobre la república romana. Derrotas militares junto a una serie de rumores de que el rey de Numidia, Yugurta, había sobornado a miembros del Senado, crearon una enorme insatisfacción e indignación en el electorado de Roma. Para la década del 90 a.C., la república se vio sumida en el caos. El mayor problema que afrontó Roma era el inmenso número de itálicos que vivían en la ciudad, pero que no eran ciudadanos romanos, situación que derivó en una serie de conflictos que los romanos llamarían después «guerra social». Este conflicto, junto con otros que se sucedieron a partir del 90 a.C., llevaron finalmente a extender la ciudadanía en primer lugar a los aliados itálicos leales y, finalmente, el 89 a.C., se acordó la lex Plautia Papiria, que extendía la ciudadanía a todos los itálicos que se presentaran individualmente ante un pretor y la solicitaran.

 

La guerra social, además de nuevos aliados, trajo consigo personajes prominentes que destacaron por su labor militar. Entre ellos se encontraba Lucio Cornelio Sila, héroe y líder ambicioso. Sila sentó un peligroso precedente, pues le pidió a su ejército que se comprometiera a obedecer cualquier orden que él le diera. Marchó con sus hombres hacia Roma y demostró que los «ejércitos de soldados pobres que Mario había creado en la década de 100 a.C. estaban dispuestos a elegir la lealtad a su jefe por delante de la lealtad a la república si el jefe sabía inspirarles y las ventajas militares eran convincentes». Su actuar dejó en claro que los ejércitos «podían convertirse en armas privadas a disposición de cada jefe para utilizarlas en luchas políticas internas de Roma». El ejército era leal a Sila, no a Roma.

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La muerte de César

Los conflictos civiles y el caos no se calmaron. Líderes romanos como Mario y Cina comprendieron que la supervivencia política dependía de quien podía reunir el ejército más leal al comandante y, de esta forma, la violencia pasó a tener un lugar clave en este nuevo orden social. Diversos conflictos se sucedieron tras la muerte de Sila el 78 a.C. y en todos ellos fue notoria la presencia de caudillos cuyo poder residía en la lealtad de sus legiones. Pompeyo y César son un claro ejemplo de esto. La guerra civil entre ambos personajes y el posterior triunfo de César demostraron que «el sistema republicano ya no podía contener al individuo. La vida política había pasado a consistir en una lucha de individuos que perseguían el honor y el poder mediante el control total de la ciudad y los recursos del imperio».

 

La victoria de César y su posterior nombramiento como dictador vitalicio llevaron a que el 44 a.C. fuese asesinado en nombre de la libertad. Sin embargo, la muerte de César, su funeral público y la lectura de su testamento en donde César legaba dinero a todos los romanos que vivían en la ciudad, sumieron a Roma en un caos más profundo. Los conspiradores comprendieron «que el tirano al que creían haber matado era también el dique que contenía el caos de un imperio que aún no había salido de la guerra civil». El funeral de César demostró que para ese entonces «las masas ya no odiaban de manera instintiva la autocracia, siempre que el autócrata fuera benévolo y capaz de mantener el orden». El viejo sistema republicano de acuerdos y consensos entre grupos ya había dejado de existir.

 

Tras la muerte de César, Roma se encontró en una seguidilla de acuerdos y conflictos entre Lépido, Marco Antonio y Octaviano, que finalizarán con la victoria de Octaviano ante Marco Antonio en la batalla de Accio el 31 a.C. Tras un siglo caótico, Octaviano logró encontrar una manera de evitar que Roma añorase la libertad: ofreció paz y seguridad, la moneda de cambio fue la libertad que antaño había entregado el sistema republicano. Tal como dice Ronald Syme, para ese entonces «lo que Roma e Italia necesitaban era un retorno, no a la libertad, sino a un gobierno civil y ordenado; en una palabra, a unas “condiciones normales”».[6] La libertad fue cambiada por la promesa de paz que prometía Octaviano, posteriormente nombrado Augusto. Augusto fortaleció su imagen de manera tal que «la liberación del miedo, la liberación del hambre y la liberación del peligro eran posibles gracias a Augusto, y sólo gracias a él».

 

«La república de Roma murió porque la dejaron morir». Esa es quizás la mayor lección de la obra de Watts. El fin de la república no era inevitable. Se podría haber salvado si Tiberio Graco hubiese llegado a algún acuerdo con sus rivales, o si se hubiese escuchado la propuesta de Druso de otorgar la ciudadanía a todos los itálicos, o si los comandantes del ejército de Sila se hubiesen negado a seguirle en su ataque a Roma. La pérdida de consenso, los anhelos de gloria egoístas y la perversión de las élites gobernantes propiciaron su fin.

 

«Ninguna república es eterna. Sólo perdura mientras la desean sus ciudadanos». La lectura de República mortal lleva a pensar en el presente. Watts advierte del peligro que subyace en una república cuando los dirigentes no buscan alcanzar consensos y priorizan sus anhelos individuales. Por otro lado, la «república romana enseña a los ciudadanos de sus herederas modernas los increíbles peligros de consentir la obstrucción política y coquetear con la violencia». El libro ejemplifica y enseña lo fundamental que es «crear un espacio público que se rija por leyes, fomente los acuerdos, respete la responsabilidad de gobierno entre un grupo de representantes y recompense el buen liderazgo». Quizás, la mayor enseñanza es que ante los problemas que surgen en una república, inevitables y a veces de lenta resolución, deben ser «resueltos en el terreno político establecido por la república, y no mediante la violencia en la calle».

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[1] Cicerón, (XX). De oratore, 2.36.

[2] de Samosata, L. (XX). De historia coscribenda, 9.

 

[3] Aurell, J., Balmaceda C., Burke P. y Soza F. (2013), Comprender el pasado. Madrid: Akal, p. 14.

[4] Syme, R. (2010) [1939]. La Revolución Romana. Barcelona: Crítica. Página 29.

 

[5] Apiano, Bellum Civile. 1.2.17.

[6] Syme, R. (2010) [1939]. La Revolución Romana. Barcelona: Crítica. Página 374.