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Legislated Rights: Securing Human Rights through Legislation, de varios autores

El foro olvidado de los derechos, Ni los tribunales ni la constitución

Clemente Recabarren
Santiago, Chile Á - N.6

Título: Legislated Rights: Securing Human Rights through Legislation.

Autor: Grégoire Webber, Francisco J. Urbina, Paul Yowell, Maris Köpcke, Richard Ekins y Bradley Miller.

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Escrito por seis autores de varios países, este libro reformula el rol jurídico y social de los derechos fundamentales, poniendo la visión no sólo en su predicamento sino también en sus mecanismos de protección.

 

Este y otros temas abordados por el libro se vuelven urgentes en el proceso legislativo que está viviendo nuestro país.

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Prácticamente la totalidad de los alumnos de Derecho, en Chile y el mundo, son introducidos al estudio de los derechos humanos o fundamentales del siguiente modo: después de las atrocidades de las guerras mundiales y los totalitarismos del siglo XX, los países civilizados y las organizaciones internacionales que los agrupan se vieron en la necesidad de establecer límites sustantivos al ejercicio del poder político, cuyo foro central es el legislador. En consecuencia, se formularon – o robustecieron – catálogos de derechos fundamentales y se entregó a los tribunales la potestad de hacerlos efectivos. Tal vez, la formulación teórica más difundida de esta manera de entender la relación entre derechos fundamentales, tribunales y legislador, sea la ofrecida por Ronald Dworkin, en Taking Rights Seriously (1978). De acuerdo a Dworkin, los derechos fundamentales son «cartas de triunfo» que el individuo hace valer en un tribunal para proteger sus intereses frente a la «mayoría», que se expresa en el legislador.[1]

 

El libro Legislated Rights: Securing Human Rights through Legislation, editado por Gregoire Webber (Queen’s, Canadá) y Paul Yowell (Oxford, U.K.), busca someter a crítica esa forma de entender la protección de los derechos fundamentales. En ese sentido, el primer mérito de los seis autores del libro – los propios Webber y Yowell, junto a Maris Köpcke (Oxford, U.K.), Richard Ekins (Oxford, U.K.), Francisco Javier Urbina (UC, Chile) y Bradley Miller (Western Ontario, Canadá) – es haberse propuesto un objetivo ambicioso. La idea de que los tribunales son exclusiva o principalmente el «foro de los derechos» no solo campea en las facultades de Derecho, de Chile y el mundo, sino que en los propios tribunales y la cultura jurídica en general. Esa es la perspectiva predominante cuando se trata de enseñar, fallar o razonar sobre derechos fundamentales.

 

Como es esperable, la relación entre derechos fundamentales – particularmente los llamados «sociales» – , tribunales y legislador estará en el centro del debate constitucional chileno. En ese sentido, este libro resulta una herramienta indispensable para entender con profundidad dicho debate y ofrece una mirada que invita a cuestionar premisas que todos, de uno u otro modo, hemos asumido. En lo que sigue, daré una referencia breve de los capítulos del libro, para cerrar con una idea sobre sus implicancias para el debate constitucional en Chile.

 

El libro tiene una tesis central explícitamente asumida: el legislador tiene un papel central en la protección de derechos fundamentales (p. 1). Con ese objetivo, Webber (capítulo II) parte por diseccionar la estructura de los derechos fundamentales y explica cómo ella se distingue de los derechos que corrientemente establece el legislador – lo que en nuestro debate solemos llamar medidas legislativas o, de forma más general, políticas públicas – . La conclusión es que los derechos fundamentales se caracterizan por establecer relaciones entre un titular del derecho – generalmente designado mediante fórmulas amplias, por ejemplo, la que encontramos en nuestro propio artículo 19 de la Constitución, «La Constitución asegura a todas las personas…» – y algún valor abstracto – vida, seguridad, salud, educación, etcétera -. Dichas relaciones de «dos términos» (p. 28) no son con las que usualmente funcionan los sistemas jurídicos. Corrientemente, el sistema jurídico funciona con derechos de «tres términos» (p. 40) que determinan relaciones entre un titular, una prestación y un sujeto obligado. Esta diferencia estructural – que es crucial para comprender el argumento del libro en su conjunto – redunda en el carácter «indeterminado» (p. 30) de los derechos fundamentales y en el insoluble problema de los «conflictos de derechos» (p.38). En términos prácticos, esa estructura los hace incapaces de orientar al juez al momento de fallar contiendas concretas (p. 38).

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«La relación entre derechos fundamentales – particularmente los llamados “sociales” – , tribunales y legislador estará en el centro del debate constitucional chileno. En ese sentido, este libro resulta una herramienta indispensable para entender con profundidad dicho debate y ofrece una mirada que invita a cuestionar premisas que todos, de uno u otro modo, hemos asumido».

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A partir de esa base, la contribución de Köpcke (capítulo III) fluye con facilidad: para proteger derechos fundamentales es necesario un sistema jurídico completo. Esto es, un sistema capaz de especificar relaciones entre personas – titulares de derechos y sujetos obligados –  y las prestaciones específicas que, en justicia, se deben. El punto central, entonces, no es que instrumentos como la Declaración Universal de Derechos Humanos o nuestro artículo 19 de la Constitución, no contengan verdaderos derechos fundamentales, sino que ellos son técnicamente incompletos. Por sí mismos, no son aptos para orientar la conducta de las personas y las decisiones de los jueces (p. 56). Para lograr dichos objetivos, los derechos contenidos en instrumentos como esos necesitan ser «traducidos» a derechos de «tres términos». Es decir, necesitan ser legislados.

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Razones perentorias

Lo anterior, aunque cierto y sofisticadamente argumentado, sirve de poco si desconfiamos del legislador. La idea de que legislador, y el proceso político en general, es un mecanismo para traducir intereses – entendidos en oposición a «derechos» – en ley y, por tanto, una instancia esencialmente peligrosa para los derechos humanos, es una idea ampliamente difundida. Sin embargo, como muestra Ekins (capítulo IV), desde esa perspectiva resulta imposible explicar el proceso legislativo y las reglas que lo rigen. El debate legislativo es centralmente sobre principios de justicia y derechos. Sus reglas, especialmente aquellas que aseguran la representatividad del legislador y la deliberación durante el proceso legislativo, tienen por objeto que la comunidad razone y decida sobre las diversas formas en que puede realizar el bien común, en el cual los derechos fundamentales son un aspecto central. Solo en el caso patológico – que el diseño institucional de órganos legisladores debe intentar neutralizar-  ese bien común es entendido como equivalente a intereses y opuesto a los derechos fundamentales.

 

Además, como explica Yowell (capítulo V), la protección que el legislador puede otorgar a los derechos fundamentales presenta ventajas desde el punto de vista del resultado. Concretamente, la protección que puede otorgar el legislador es considerablemente más eficaz que aquella que pueden entregar los tribunales. Cuando el legislador es quien otorga protección a un derecho fundamental – especificando relaciones jurídicas en «tres términos»- , este no queda, o queda en menor medida, expuesto a ser dejado sin efecto o matizado por consideraciones de interés general, o por la invocación de otros derechos fundamentales, que, en último término, dependen de la discrecionalidad judicial (p. 130). A diferencia de los derechos fundamentales, los derechos que típicamente establece el legislador no son derechos prima facie o en la «medida en que no exista un derecho equivalente que se les oponga», sino que otorgan razones perentorias para actuar y, en el caso de los jueces, para fallar de determinada manera. Al respecto, es notable el repaso histórico que Yowell realiza para dar cuenta de cómo los más importantes y efectivos progresos en materia de respeto a derechos fundamentales se dieron precisamente gracias a la intervención del legislador y no, como suele asumirse, a la intervención de los tribunales. Así, por ejemplo, el famoso fallo en que la Corte Suprema de Estados Unidos estableció la inconstitucionalidad de la segregación racial en las escuelas – ampliamente referido como un paradigma de la intervención de los tribunales para corregir los defectos del proceso político – , Brown v. Board of Education (1954), según la investigación histórica más reciente, prácticamente no produjo resultados concretos. En 1964, diez años después del fallo, en los diecisiete estados que en 1954 tenían sus escuelas segregadas, solo 1,2 por ciento de los alumnos negros asistían a escuelas con compañeros blancos. Solo una vez que el Congreso de Estados Unidos salió de su inactividad frente al problema, mediante una batería de medidas legislativas (Civil Rights Act, 1964; Voting Rights Act, 1965; Elementary and Secondary Education Act, 1965), se produjo el cambio real y sustantivo. Hacia 1973, el 90 por ciento de los alumnos negros asistía a escuelas integradas (p. 142).

 

Todos los capítulos reseñados hasta acá presuponen o argumentan, de forma más o menos explícita, que la especificación de los derechos es algo positivo. Al menos, en cuanto ella es preferible a la indeterminación y a la discrecionalidad de los jueces que esta última acarrea. Urbina (capítulo VI) se detiene con especial cuidado en esta disyuntiva. Desde un punto de vista teórico tanto la especificación, o «autoridad» (p. 154), como la discrecionalidad presentan riesgos y ventajas. Concretamente, Urbina critica la idea de que un sistema de adjudicación sustentado en «valores» – como buena parte de la literatura entiende los derechos humanos – que permiten márgenes amplios de discrecionalidad, más que en reglas específicas, sería coherente con la idea de que lo central, en un sistema de adjudicación, es que las decisiones estén razonablemente justificadas y no que estén predeterminadas. La función de los jueces, desde esta perspectiva, debiese asimilarse a un «diálogo Socrático», más que a un proceso constreñido por ley (p. 159). Frente a esta idea, Urbina articula las ventajas de la «adjudicación legalmente dirigida» (p. 161), y como ésta permite al juez superar los obstáculos envueltos en el ejercicio de su función. Dichos obstáculos dicen relación tanto con los resultados del proceso de adjudicación como con el proceso mismo. Entre los primeros se encuentran, por ejemplo, la complejidad de los asuntos sometidos a conocimiento de los tribunales y el problema de la influencia indebida o presiones externas que pueden enfrentar los jueces. Adicionalmente, la adjudicación legalmente dirigida también permite superar los problemas envueltos en el mismo proceso de adjudicación. Por ejemplo, la necesidad de generar, a lo largo de todo el sistema judicial, estándares de actuación similares para todas las personas o la necesidad de legitimar las decisiones judiciales en algo más sólido que el criterio individual del juez que conoce de cada asunto. Desde la perspectiva ofrecida por Urbina, entonces, la labor del legislador en la protección de los derechos fundamentales más que opuesta, o en tensión, a la de los tribunales, debiese ser entendida como una ayuda imprescindible para el juez.

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Mecanismos de protección

Por último, Miller (capítulo VII) aborda el problema de la revisión judicial de los actos del legislador cuando sus decisiones entran en conflicto con derechos fundamentales – uno de los asuntos más debatidos en derecho constitucional en las últimas décadas – . También acá el libro logra aportar un poco de aire nuevo. Miller no aborda el problema desde el prisma usual, el de la legitimidad democrática, o falta de ella, de los tribunales para controlar el foro político, donde la referencia ya canónica es Waldron.[2] Más bien, y siguiendo la tónica del libro, el análisis se apega a lo institucional. La conveniencia o no de la revisión judicial se entiende como una pregunta cuya respuesta depende del diseño institucional y de las capacidades institucionales de los órganos involucrados. Así, enfatiza en los costos que la revisión judicial presenta atendiendo el tipo de procedimiento en que los derechos fundamentales son invocados. Entre ellos, destaca, por una parte, la falta de capacidades institucionales de los tribunales para procesar información empírica, siempre relevante cuando lo que hacen en la práctica al revisar las decisiones del legislador, es tomar decisiones de política pública. Y, por otra, las distorsiones que produce la determinación de reglas generales a partir de casos concretos.

 

En su conjunto, Legislated Rights: Securing Human Rights through Legislation ofrece un argumento contundente para reevaluar el discurso predominante sobre el rol de los tribunales y el legislador en la protección de los derechos fundamentales. Más importante, el libro es un excelente ejemplo del tipo de análisis que resulta imprescindible en el momento institucional que vive Chile.

 

Usualmente, el debate constitucional sobre derechos se presenta como si el punto en disputa fuera la existencia misma de esos derechos. Los partidarios de un catálogo amplio de derechos directamente exigibles en tribunales se entienden a sí mismos como quienes «están a favor» de la protección de los derechos, y quien pretenda cuestionar ese modelo cuestiona, en el fondo, los mismos derechos que éste busca proteger. Cualquier lector atento del libro entenderá rápidamente que esto no es así. Al menos tan importante como el contenido y número de los derechos, son los mecanismos que usamos para protegerlos, y el mecanismo que ofrece el discurso predominante – que en Chile tiene fervorosos adeptos cuando se trata de constitucionalizar derechos «sociales» – resulta altamente deficiente.

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[1] Dworkin, R. (1978). Taking Rights Seriuosly. Cambridge University Press. Páginas ix y 366.

[2] Waldron, J. (2009). Law and Disagreement. Oxford University Press. Capítulo 5.