Silencioso y retraído, el escritor mexicano Juan Rulfo estuvo un par de veces en Chile. La última fue en 1969, con ocasión de un mitológico encuentro internacional de escritores. En un momento de polarización ideológica y de uso indiscriminado del énfasis, Rulfo —quien asistía más al bar que a las sesiones con sus pares— dejó entre nosotros impagables recuerdos de su presencia discreta y de su humor oblicuo.
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Hace poco más de cincuenta años, en el invierno de 1969, se celebró en Chile el Encuentro de Escritores Latinoamericanos. Las sesiones se realizaron entre el 18 y el 30 de agosto, en Santiago, Viña del Mar y Concepción. No tuvo, como era la moda en aquella época —sobre todo si el lugar elegido era La Habana— el fervor «revolucionario y antimperialista» de otras conferencias. Se trataba más bien de un cónclave de literatos de la región pertenecientes a diversas generaciones, géneros y orientaciones ideológicas, auspiciado por la Sociedad de Escritores de Chile hacia finales del gobierno demócrata cristiano de Eduardo Frei.
A pesar de carecer de esa clara inclinación política, los temarios elegidos para la ocasión estaban en plena sintonía con las inquietudes e interrogantes de la intelectualidad del continente. Así, los coloquios, conferencias, mesas redondas y diálogos con el público se centraron en temas como el papel de los escritores latinoamericanos en ese periodo de la historia y su compromiso social, la función de la literatura en cada país de origen, el aporte del boom al crecimiento cultural y las fronteras del realismo en el cuento y la novela.
En esos días coincidieron los más destacados y populares escritores del momento. Entre otros: Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, David Viñas, Jorge Enrique Adoum, Marta Traba, Nicanor Parra, Angel Rama, Mario Monteforte, Fernando Alegría, Leopoldo Marechal, Camilo José Cela, Bernardo Kordon, Rosario Castellanos, Pablo Neruda, Carlos Martínez Moreno, Enrique Lihn, Francisco Coloane, Poli Délano, León de Greiff, Antonio Skármeta, Carlos Germán Belli, Braulio Arenas y Jorge Edwards.
En una crónica muy posterior, el poeta y pintor chileno Hernán Castellano Girón, quien participó de manera entusiasta en el encuentro, relató que de ninguna manera ese congreso desechó la polémica política: «El simposio no estuvo exento de intervenciones y episodios pintorescos», dice, «como el de un grupo de chicas que asumían con aire desafiante su papel de hippies criollas e interrumpían las peroratas de bardos y ensayistas con chillidos recurrentes de “El cheeeeeeee viveeeeeeeee” (el Che Guevara vive), hasta que el público las expulsaba con gritos indignados y una andanada de bolas de papel. También ellas repartían panfletos sicodélicos donde a sus declaraciones estético-políticas —que a decir verdad eran muy poco inteligibles— se intercalaban versos de canciones de Los Beatles».
Y más adelante escribe: «Recuerdo que proclamaban a los Diarios del Che Guevara como la única obra maestra de la literatura hispanoamericana, muy por encima de textos execrables como Cien años de soledad y el Canto general. También un joven que fungía de gurú de las muchachas guevaristas, en un momento interrumpió la ponencia del mexicano Emmanuel Carballo, increpándolo porque, según él, todos los escritores latinoamericanos presentes (y también los ausentes) éramos “traidores a la revolución” y sólo estábamos ahí “para vender nuestra inmunda chatarra”». Hernán Castellano rememora que estaban presentes «los intelectuales e intelectualoides locales que, tratando de afirmar sus personalidades embrionarias, se acercaban a declararles su amor o lograr, al menos, ser vistos junto a los más conspicuos congresales como Vargas Llosa o Cela».
Otro hecho francamente político del Encuentro fue la notoria ausencia de Julio Cortázar (ya en esos años vivía en París). La poeta y artista plástica Cecilia Vicuña se atribuye la paternidad de dicha omisión. Ella y el escritor argentino habían comenzado un año antes una relación epistolar y en marzo de 1969 ella le rogó que no viniera a Chile para participar en el Encuentro. La razón que argüía (ella y los miembros de un pequeño colectivo llamado Tribu NO) era la recién ocurrida «masacre de Puerto Montt», donde once pobladores murieron y otros setenta quedaron heridos por la toma del predio Pampa Irigoin, reprimida por el gobierno de Frei Montalva. «A mí me pareció un error que él se dejara manipular por un gobierno que estaba masacrando», cuenta Vicuña. «Entonces yo le escribí diciéndole que no viniera porque su presencia iba a ser manipulada. Y él me respondió diciéndome, no te preocupes, no pienso ir».
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El escritor no es una fábrica de cecinas
El mexicano Juan Rulfo (Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, 1917-1986) era uno de los invitados más leídos y conocidos, primero por su volumen de cuentos El llano en llamas (1953) y después por su novela fundacional Pedro Páramo (1955), de la que en México, hasta 2017, se habían impreso millones de ejemplares en decenas de idiomas. En 1985 fue incluida en la Biblioteca Personal Jorge Luis Borges, formada por cien títulos elegidos por el autor argentino, quien escribió en su prólogo: «Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura». Según las estadísticas informales, el arranque de la novela es uno de los más recordados por los lectores: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera».
En ambos libros, Rulfo incursionó en la oscura existencia de los más desheredados de su patria, aun cuando no en el formato naturalista y documental de la narrativa neorrealista entonces vigente. En sus relatos, y sobre todo en Pedro Páramo, se despliega ante el lector un universo elaborado con retazos de recuerdos, voces de ultratumba, elementos oníricos y mitológicos, leyendas y creencias que funden las tradiciones indígenas y cristianas.
Reproduciendo aquellos susurros de personajes hace muchos años muertos y ajenas a toda retórica, las páginas de su novela hablan de las batallas contra una naturaleza áspera y estéril, contra el hambre, el desamparo y la soledad. Al parecer, la única salida frente a ese mundo devastado y ajeno es, justamente, la muerte, y de ella permanecen rodeados los que aún están vivos. Según describió el autor en una entrevista con el periodista español Joaquín Soler Serrano, en Pedro Páramo «están rotos el tiempo y el espacio. En realidad es una novela de fantasmas, de fantasmas que de pronto cobran vida y la vuelven a perder». Y así se refiere a los orígenes de ese libro, en una conversación con la periodista Sylvia Fuentes: «Empezó a nacer la idea de contar una historia en donde el tiempo y el espacio no existieran. Entonces para esto pensé, es decir, creí que lo mejor sería utilizar muertos, un pueblo muerto, con todos los personajes muertos».
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En su primer viaje a Chile, en 1966, declaró en una entrevista que «en México existe una presencia de los difuntos que no puede desconocerse: pueblos enteros han exigido como condición para aceptar su traslado a regiones agrícolas donde estarían en condiciones mucho mejores, que se trasladaran también sus camposantos».
A su llegada al Encuentro de 1969, algunos hechos también formaban parte de la fama que acarreaba Rulfo. Entre ellos, el inexplicable misterio de su silencio literario después de publicada su famosa novela. Cuando le preguntaban qué estaba escribiendo y cuándo aparecería, esquivaba la respuesta y a lo más, lacónicamente, aseguraba estar trabajando en un proyecto literario titulado La cordillera.
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A su llegada al Encuentro de 1969, algunos hechos también formaban parte de la fama que acarreaba Rulfo. Entre ellos, el inexplicable misterio de su silencio literario después de publicada su famosa novela. Cuando le preguntaban qué estaba escribiendo y cuándo aparecería, esquivaba la respuesta y a lo más, lacónicamente, aseguraba estar trabajando en un proyecto literario titulado La cordillera.
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Alguna vez se refirió a su argumento, explicando que se trataba sobre los modos de vida que habían evolucionado o desaparecido en su país. «La gente campesina se ha ido a los pueblos y la de los pueblos a las ciudades», decía. «Esta explosión demográfica hace crecer ciudades a costa de las regiones agrarias, lo que trae una serie de falsificaciones. Aparte de la desintegración familiar, hay una acción licuadora de la ciudad, que destruye la fisonomía humana. Los seres esenciales en mi patria han salido en su casi totalidad del campo. La novela popular concentrada en este ámbito es, por tanto, de gran importancia». Sin embargo, esa novela nunca se publicó.
Según sus más cercanos, Rulfo escribía y rompía, insatisfecho con sus nuevos materiales. Esta ausencia absoluta de producción generaba diversas reacciones: para algunos, en esos dos libros había una literatura completa en sí misma, un mundo narrativo de múltiples proyecciones y lecturas al que no era necesario agregarle más. Otros, en cambio consideraban que esas casi trescientas páginas no eran suficientes para conformar una obra. Entre éstos estaba el narrador argentino César Aira, quien en una entrevista dijo: «Abomino de los escritores Bartleby, como Juan Rulfo. No me gustan los escritores que no escriben. Hay gente que necesita tener carnet de escritor, porque eso les sirve para moverse socialmente, pero lamentablemente para eso necesitan escribir y no les gusta».
En su Discurso de Guadalajara, leído en el momento en que se le otorgó el Premio Juan Rulfo (1991), Nicanor Parra defendió la brevedad de aquella obra:
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Rulfo se puso firme contra viento y marea
Tres veces 100 y punto
Ni una página +
El escritor no es una fábrica de cecinas.
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Sólo en 1980 se editó su novela breve (aunque para muchos es apenas un cuento largo) titulada El gallo de oro, escrita mucho antes, en 1957, que no tuvo la repercusión de sus relatos anteriores. Veinte años después de su muerte apareció un libro suyo que contenía las cartas de amor escritas a su novia, después esposa, Clara Aparicio, entre 1944 y 1950. Y en 2017, con ocasión del centenario de su nacimiento, se lanzó el volumen El fotógrafo Juan Rulfo, una recopilación de parte de su trabajo fotográfico, segmentado en diferentes etapas de su vida y que recupera la misma imagen del México interior al que se refieren sus relatos.
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Un hombre de chispa retardada
Otra fama que lo precedía era su timidez y parquedad, sus silencios prolongados, su mudez y sus sigilos, esa imposibilidad de generar una presentación discursiva que tuviera algún carácter teórico. Detestaba los interrogatorios públicos, el asedio periodístico, las explicaciones sobre su obra o las de los demás. En una entrevista con el diario El País, de España, comenzó advirtiendo lo siguiente: «Yo soy un poco de chispa retardada. Así es que a lo mejor usted me hace una pregunta y yo se la contesto dentro de unos días. ¿Le vale?».
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Detestaba los interrogatorios públicos, el asedio periodístico, las explicaciones sobre su obra o las de los demás. En una entrevista con el diario El País, de España, comenzó advirtiendo lo siguiente: «Yo soy un poco de chispa retardada. Así es que a lo mejor usted me hace una pregunta y yo se la contesto dentro de unos días. ¿Le vale?».
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Según explicó en la citada entrevista con Sylvia Fuentes, en el pueblo donde nació (Apulco, Jalisco), la gente es hermética e introvertida, característica que heredaron sus hijos, los cuales «siempre hablan muy despacio, muy quedito, y yo nunca los oigo cuando hablan lo que dicen».
Y así lo confirma Parra en el referido Discurso de Guadalajara:
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Reservado
Lacónico
Quitado de bulla
Tímido
Sin delirio de grandeza
+ parecía monje taoísta
Que compatriota de Pedro Zamorano.
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En el Encuentro de Escritores Latinoamericanos, se confirmó la fama de su parquedad. Uno de los activos participantes de él fue el ensayista y sociólogo dominicano José del Castillo Pichardo. En una crónica del año 2008 se refiere largamente al desarrollo de las ponencias y mesas redondas. «Algunas se llevaron a cabo en mi facultad, cuyo recinto era conocido popularmente como el Pedagógico, por ofrecerse allí las carreras de formación de maestros. Retengo en el recuerdo un panel dedicado al tema de “El escritor y su obra”. La exposición central estuvo a cargo de Mario Vargas Llosa. Impecablemente vestido, con talante de scholar de Rod, lucía como un lord criollo. Buen mozo y brillante, se manejaba con la sobriedad y elegancia de un académico de altos vuelos, con pleno dominio del tema, ubicado en el contexto de varias culturas y literaturas».
«Contrastando con la perfecta dicción de Vargas Llosa», continúa Del Castillo, «la otra atracción de taquilla era el mexicano Juan Rulfo. Menudo, algo deshilachado, más bien tímido, su rostro reflejaba un hombre atormentado, quizá vencido por el insomnio o la impronta del reputado alcoholismo. Al intervenir en el panel del Pedagógico, habló como si estuviera ebrio, con lengua estropajosa, aunque el acto se verificaba en plena mañana». Cuando los estudiantes le preguntaron respecto de cuáles consideraba él las claves de su obra, «explicó cómo le habían impactado los indios totonacos de su país (los voladores de Papantla), que se cuelgan como pájaros de un palo para dar vueltas en el rito de petición a Xipe Totec en procura de la fertilidad de la tierra».
Según Del Castillo, «Rulfo relataba su experiencia como funcionario del Instituto Indigenista, que le llevó a recorrer constantemente la geografía mexicana bregando con comunidades pretéritas. De expresión parca, daba la impresión de hilvanar trabajosamente las ideas, que fluían con cierta incoherencia. Entre la tremenda significación de su breve pero maciza obra literaria y su imagen personal, se abría un abismo difícil de inadvertir. Rulfo, al igual que los personajes de su Comala seca, cálida y desolada, parecía habitar una región del dolor».
Para sus biógrafos, esta desdicha existencial tenía su origen en una sufrida infancia: su padre murió asesinado cuando Rulfo tenía seis años, víctima de la llamada Revolución Cristera. Poco después fallecieron su abuelo y su madre, y él fue destinado a un orfanato que, según revela en la conversación con Joaquín Soler antes citada, «ahí era horrible la disciplina, el sistema carcelario. Allí me aplacaron, me ensombrecieron. La vida era muy pesada y los muchachos se organizaban en feroces pandillas. Lo único que aprendí fue a deprimirme. Esas fueron las épocas de mi vida en que me encontré más solo y contraje un estado depresivo del que todavía no me he podido curar».
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Encuentros y desencuentros en el Hotel O’Higgins
También el escritor chileno Poli Délano relató su experiencia de esa cita literaria: «Conocí a Juan Rulfo cuando vino al encuentro de escritores en Chile, en el año 1969. Una parte de ese encuentro se realizó en Viña del Mar, en el Hotel O’Higgins. Creo que los más jóvenes que estábamos ahí éramos Antonio Skármeta y yo».
«Las reuniones se celebraban en el mismo hotel», continúa Délano, «y yo me di cuenta de que Rulfo no iba. Me empecé a preguntar dónde estaría, y lo empecé a buscar. Lo encontré en el bar del hotel: estaba sentado en la barra, solo. No me acuerdo si estaba tomando whisky o ron, pero era un trago en vaso largo. Me senté y me puse a conversar con él. Después de eso, en vez de irme a las sesiones del encuentro me iba al bar. Comenzamos a hacernos amigos. Cuando yo llegaba, él se sentía contento, y me dedicaba ese saludo tan mexicano: quiúbole».
Después explica las famosas razones de esa ausencia: «En la medida en que lo fui conociendo, descubrí por qué Rulfo no iba a las reuniones: en primer lugar porque no le gustaba hablar, ni tener que intervenir, ni que le hicieran preguntas. No le gustaba todo este intercambio intelectual, no era parte de su quehacer. Era de pocas palabras en esas ocasiones. No era un hombre de discursos ni de grandes alocuciones. La otra razón por la que no iba a los encuentros es porque en ese tiempo bebía mucho. Estaba en el bar no haciendo la cimarra: estaba bebiendo». (A los pocos años Rulfo cambiaría el alcohol por café y Coca-Cola).
Y Délano recuerda que después, a comienzos de los años 80 en Ciudad de México, participó, junto a Rulfo y Arturo Azuela, en la presentación del libro Una especie de memoria, de Fernando Alegría. «Cuando le tocó hablar a Rulfo, dijo que “yo estoy muy contento de estar aquí presentando esta nueva obra de mi buen amigo Fernando Alegría. Muchas gracias”. Silencio. Aplausos».
Nicanor Parra también lo conoció en el Encuentro Escritores, como lo recuerda en el Discurso de Guadalajara:
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Se me acercó una vez en Viña del Mar
A felicitarme x un poema que no era mío
No supe qué decirle
Me confundí
Y el pobre Juan también se confundió
Primera y última vez
No volvimos a vernos nunca +
Hasta este momento
En que él me sonríe desde Comala.
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Con Neruda en Isla Negra
Al concluir el Encuentro Latinoamericano de Escritores, el 31 de agosto, la Universidad Católica le otorgó el grado de Doctor Scientia et Honoris Causa a Pablo Neruda. Para celebrarlo, y en su papel de anfitrión, Neruda invitó a los delegados de Latinoamérica a una tertulia en Isla Negra. La fotógrafa Sara Facio registró aquella jornada y la recordó así: «Se habló, se escuchó música y Neruda sólo hizo un aparte en su habitación con Juan Rulfo». Nunca se sabrá sobre qué temas conversaron el poeta chileno y el narrador mexicano, probablemente de literatura, ya que ambos fueron traductores de Rainer Maria Rilke.
En 1973, Sara Facio, en colaboración con la fotógrafa Alicia D’Amico, publicaron el libro Mi casa allí entre las rocas, que reproduce las imágenes captadas en aquella reunión de Isla Negra. Junto una de las fotografías, Neruda escribió un texto describiendo a sus invitados, con su característica tinta verde: «Y María Martner, piedrecista, artista del granito redondo y las rocas litorales; aquí está un hombre con guitarra, como se debe estar, y Juan Rulfo, honrando con sus hombros mi mano; Mario Vargas Llosa, íntegro y sonriente, Skármeta y Ehrmann, Cochrane de Londres, Bárbara y Sergio Insunza, el mejor Edwards». El párrafo termina con «el invencible Homero Arce, poblado de sonetos como una colmena de abejas, y yo de aquí y allá, entre planos y diálogos, vagando y activando, partidario del ocio activo, de las siestas reparadoras, partidario de todos».
Aquella tarde, Sara Facio conversó con el autor de Pedro Páramo: «Sabía que había sido fotógrafo en su juventud», dice en el mismo libro, «y encaminé el diálogo hacia el tema. El mismo lo prefería; nada de hablar de su persona o de literatura. Mucho después vi sus fotos originales del interior de ese México que conocía como nadie y tuve la dicha de presentar su muestra en la Fotogalería del Teatro San Martín, de Buenos Aires».
Muchos años después, entre varios documentos que había rescatado un bibliófilo chileno, se encontró un poema inédito de Neruda donde homenajeaba su amistad con Juan Rulfo, escrito después de la tertulia en Isla Negra, la última etapa de su silencioso viaje a Chile
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Aquí, sobre
estas olas
está el recuerdo
de tantas
lágrimas
que han
navegado
a través de
días y años
en la soledad
de una luna
olvidada.
Para ti querido
Juan nace
este canto
perdido a
orillas del
mar.
Pablo Neruda.
Para Juan Rulfo,
querido amigo
de paso por Isla Negra
1969.
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Poli Délano recuerda que, a comienzos de los años 80 en Ciudad de México, participó, junto a Rulfo y Arturo Azuela, en la presentación del libro Una especie de memoria, de Fernando Alegría. “Cuando le tocó hablar a Rulfo, dijo que ‘yo estoy muy contento de estar aquí presentando esta nueva obra de mi buen amigo Fernando Alegría. Muchas gracias’. Silencio. Aplausos.
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