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Miguel Castillo Didier

Nuestro hombre en Bizancio

Patricio Domínguez Valdés
Profesor de filosofía y traductor Santiago, Chile. Á - N.4

Traductor, investigador, biógrafo y organista, Castillo Didier es un hijo del antiguo Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, un lugar donde tradicionalmente se estimulaba el estudio en profundidad y la erudición. Su extensa y sorprendente obra da cuenta de una vida entregada al amor por la literatura griega y por notables autores como Kavafis, Kazantzakis y Seferis. En esta entrevista habla, entre varios temas, de sus años de formación, de la Grecia actual y de su participación en la resistencia a la dictadura.

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El nombre de Miguel Castillo Didier (Santiago, 1934) está indisociablemente unido a los estudios griegos. Castillo Didier ha sido el profesor de generaciones que han ido a estudiar los secretos de una lengua milenaria y a familiarizarse con Kavafis, Kazantzakis, Seferis y tantos otros poetas helénicos. Condecorado dos veces por el gobierno griego (1991 y 2007) y miembro de la Academia Chilena de la Lengua, sus traducciones de poetas contemporáneos griegos son referenciales. «La traducción como trabajo intelectual» —sostiene Castillo— «es crucial para el conocimiento. Sin traducción no hay diálogo ni comunicación entre las culturas. Sin la labor del traductor las culturas estarían aisladas unas de otras».

Su fama de traductor del griego llegó a los oídos de Helena Kazantzakis, esposa de Nikos Kazantzakis, quien le pidió a Castillo hacer una traducción de La Odisea, una obra monumental del poeta y novelista cretense. A cambio de este trabajo, Castillo recibió un órgano hecho a mano en el norte de Francia, pagado por la misma Helena Kazantzakis. En efecto, una de las grandes pasiones de Miguel Castillo es el órgano. Al comenzar esta entrevista, Castillo me muestra algunas publicaciones sobre órganos, entre las cuales destaca Caracas y el instrumento rey, publicado en Caracas durante la década de los 70.

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¿Durante qué años vivió en Venezuela?

Entre 1976 y 1989. Forzosamente. Nunca quise salir de Chile. A mi esposa la detuvo la DINA el 76 y ésa fue la catástrofe. Ella se salvó realmente por un milagro, o por varios milagros, si se puede hablar de milagros. Entonces nos tuvieron escondidos dos meses, de aquí para allá, sin los niños. Y después nos pusieron en un avión y caímos en Venezuela.

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Pero podría haber sido otro país…

Así es. Podría haber sido cualquier otro. Pero caímos en Venezuela. Como usted sabe, los latinoamericanos somos bastante ignorante de nosotros mismos. De Venezuela no sabíamos nada, salvo que allí habían nacido Miranda, Bolívar y Bello. A Andrés Bello lo conocíamos por la literatura, pero nada más. Y resulta que uno encuentra una cultura muy rica, una cultura musical maravillosa. Me fui enamorando y metiendo en la cultura, y con ello pude realizar una obra muy importante allá. Y también por la manera de ser de los venezolanos, son gente muy abierta.

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¿Qué diferencia existía entre el chileno y el venezolano en los años 70?

Este legalismo que siempre ha existido en Chile allá no lo hallé. Por ejemplo, para hacer el trabajo de catalogar los órganos de Santiago, me costó un mundo. Todo fue una gran complicación. Hubo párrocos con los cuales nunca pude hablar. En cambio, en Venezuela pude tocar sus 53 órganos, pude trabajar en los archivos de la catedral de Caracas con una libertad increíble. Solamente tenía los sábados, y el padre encargado de la catedral me dejaba encerrado durante toda la mañana. Trabajaba absolutamente solo en el archivo arzobispal, me llevaba un sándwich, sin ninguna vigilancia. Lo mismo pasaba en las parroquias. Hablaba con el padre —«padre, quisiera ver el órgano para la investigación»— y me decía «chico sube allá y ve lo que hay». Me pasaba las llaves, con una libertad total. También estuve en los archivos de la catedral de Mérida, una semana a mis anchas. Una cosa tan distinta a nuestra manera de ser.

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¿Ha vuelto a Venezuela?

Varias veces. Por ejemplo, fui a un congreso sobre Miranda el 2006. Miranda es un personaje al cual Chile le debe tanto. Le debemos mucho a Miranda como chilenos y como latinoamericanos. Ahora último no he vuelto a Venezuela, porque la situación está muy difícil. Se me había olvidado mencionar que en Venezuela tuve la oportunidad de conocer a grandes historiadores, hoy todos fallecidos. Gente con una apertura mental increíble. El doctor Grases, por ejemplo, que también trabajó en Chile. Lo mismo con grandes maestros de la música en Venezuela, como el maestro Evencio Castellanos.

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¿Cómo compatibilizaba estas investigaciones musicológicas con los estudios clásicos en Venezuela? ¿Daba también clases de literatura griega allá?

Tuve una gran suerte en ese sentido. Pude seguir trabajando. La embajada de Venezuela publicó varias obras mías: una antología de poesía griega, Cristóbal Colón de Kazantzakis, el To axion esti de Elytis, de Ritsos un poema maravilloso. Había una organización que se llamaba Juventud Griega de Venezuela, porque había una gran cantidad de griegos en Venezuela. ¡Muchísimo más que en Chile! En Chile hay colonias griegas pequeñitas en Antofagasta, Valparaíso, Punta Arenas, Puerto Montt, La Serena. Teóricamente son siete. Allá había una gran colonia griega, la juventud hacía representaciones teatrales y editaban cosas. Incluso desde el exilio logré que se publicara en Chile la obra poética de Andreas Kalvos, gran poeta de la independencia griega. Lo publicó el Centro de Estudios Bizantinos y Neohelénicos el año 1988.

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¿Quién dirigía el Centro en ese entonces?

Lo dirigía Alejandro Zorbas. El 1986 había muerto el fundador don Fotios Malleros. Alejandro Zorbas hizo todo para publicar ese libro. No era fácil publicar ese libro esa época, porque Kalvos es el poeta de la libertad griega. Había un control sobre las publicaciones, pero logró pasar. También publiqué por entonces el anuario Byzantion Nea Hellas, y participé en una primera antología del cuento griego que se editó el año 1985. Traduje todo eso desde allá.

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Descubriendo a Bizancio

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¿Cómo fue su encuentro con Fotios Malleros?

Esta pregunta se la contesto con mucho gusto, porque don Fotios Malleros hizo por la cultura una labor inmensa, muy abnegada y durante muchos años. Él llegó a Antofagasta después de la Segunda Guerra. Su hermana ya vivía allí y estaba casada con un griego de apellido Tefarikis. Llegó en un buen momento porque en ese entonces era decano en la Universidad de Chile don Juan Gómez Millas, que tenía un gran afán por impulsar las humanidades y los estudios clásicos. Don Fotios Malleros fue contratado y durante veinte años enseñó griego antiguo —yo fui su alumno cuatro años— y literatura griega antigua. Hablaba muy bien el castellano y lo escribía perfectamente. Pero además hizo una cosa que era totalmente nueva: dio a conocer la cultura griega medieval, es decir, lo que llamamos Bizancio. Fíjese que el año 1953, con ocasión de la caída de Constantinopla, se realizó en Chile una «Semana Bizantina», cosa jamás vista. Malleros consiguió que se hiciera por primera vez un curso sobre historia de Bizancio.

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¿En 1953 usted ya estudiaba con él?

Todavía no entraba a estudiar griego, estaba en la pedagogía en castellano. Cuando pasaron los años después de esta difusión sobre Bizancio, sucedió algo que no estaba en los planes: un alumno, don Héctor Herrera Cajas, se fue a doctorar al extranjero, a Francia, sobre historia bizantina. El siguió la línea bizantina y fue un gran maestro. Yo me empecé a interesar por lo griego más moderno.

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¿Cómo surgió ese interés?

Yo estudiaba pedagogía en castellano. Estudiábamos el paso del latín a las lenguas romances en los ramos de Lingüística Romance y Gramática Histórica del Castellano. Yo sabía que el profesor que enseñaba griego antiguo era griego, y que por lo tanto hablaba una lengua derivada del griego antiguo, el griego moderno. Y me entró la curiosidad de hacer un paralelo entre la evolución del latín hacia las lenguas romances y la evolución del griego hacia el griego moderno. ¡En ese entonces el griego y la cultura griega desaparecían en la época de Alejandro! Como si Grecia, la lengua y el pueblo griego hubieran desaparecido.

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¿De dónde provendrá ese olvido de lo griego posclásico en Occidente? Incluso la palabra «bizantino» tiene un matiz peyorativo.

Hay dos factores, creo yo: uno es el gran peso de la gloria clásica. Son tan inmensos los aportes de la cultura de la Grecia antigua, que lo que viene después parece importar un pepino. Pero también hay un factor religioso: el cisma. Después del cisma los griegos pasaron a ser los «cismáticos» para los occidentales. Los griegos fueron muy maltratados por Occidente y cuando llegó la caída de Constantinopla los occidentales no les dieron auxilio.

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A eso hay que añadir la cuarta cruzada…

La cuarta cruzada fue una barbaridad. Fíjese que Bizancio durante once siglos luchó primero contra los persas, después contra los árabes, después contra los bárbaros. Fue el muro que detuvo las invasiones a Europa, como un tapón. Pero el golpe de gracia, antes del golpe final, fue dado por los cristianos el año 1204. Pulverizaron Bizancio, saquearon Constantinopla. Fue el comienzo de la agonía hasta el final. Ese factor religioso cultural fue importante.

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¿Y no le parece que el humanismo renacentista contribuyó al olvido de lo griego posclásico? Por ejemplo, Erasmo de Rotterdam y su propuesta de nueva pronunciación del griego.

Ahí hay dos cosas curiosas: en primer lugar, el aporte de los griegos bizantinos en Occidente. Ellos hicieron las primeras ediciones y ellos enseñaron griego en Italia, Francia y España. El problema de la pronunciación se debe a la ausencia de la ciencia lingüística. La lingüística nos dice que las lenguas evolucionan desde el punto de vista fonético, morfológico, sintácticamente. El latín se ha transformado en castellano. En el renacimiento existe una visión peyorativa de lo griego bizantino, lo cual esconde una gran contradicción, pues los que salvaron en gran parte el tesoro escrito de la antigüedad fueron los bizantinos, copiando y comentando. La mejor prueba de ello es que las mejores ediciones fueron hechas a partir de los manuscritos traídos o rescatados por los sabios bizantinos, como Bessarión, quien mandaba expediciones desde Italia para buscar manuscritos. De modo que sin los bizantinos no habría cultura clásica.

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Todo lo que estamos conversando ahora era parte de lo que Malleros enseñaba por primera vez, ¿no?

Antes de él nadie sabía nada de Bizancio. Pero no sólo de la cultura literaria salvada por los bizantinos, sino también se ignoraban sus valores propios: la arquitectura, la pintura, los mosaicos. Todo eso él trató de rescatarlo.

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¿Cómo era la personalidad del profesor Malleros?

Como profesor europeo era un profesor estricto. Los profesores europeos eran severos, exigentes… además los alumnos sentíamos que estábamos para estudiar. Yo estudié en tres facultades: pedagogía en castellano, derecho y música. ¡Y viví solo una huelga!

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Nunca quise salir de Chile. A mi esposa la detuvo la DINA el 76 y ésa fue la catástrofe. Ella se salvó realmente por un milagro, o por varios milagros, si se puede hablar de milagros. Entonces nos tuvieron escondidos dos meses, de aquí para allá, sin los niños. Y después nos pusieron en un avión y caímos en Venezuela».

«Los profesores europeos eran severos, exigentes… además los alumnos sentíamos que estábamos para estudiar. Yo estudié en tres facultades: pedagogía en castellano, derecho y música. ¡Y viví solo una huelga!

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¿Usted es también abogado?

Estudié cinco años de leyes pero no quise recibirme de abogado (ríe). Estudié tres años en el conservatorio y cinco de pedagogía en castellano. Y una sola huelga y corta. Se entendía que el profesor estaba para enseñar y el alumno para estudiar. Los profesores eran serios, severos. Tuve profesores magníficos, como Ricardo Latcham, que nos hacía amar la poesía. Don Fotios Malleros era muy estricto, y con él aprendíamos, porque estudiando se aprende.

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El profesor Malleros era de Esmirna, igual que el poeta Seferis. ¿Tenía el profesor Malleros ese ánimo melancólico de haber vivido en una gran ciudad y de haberla perdido para siempre?

Don Fotios Malleros era una persona reservada, y nunca lo vi alegre. Siempre lo vi serio. Quizá en su carácter retraído haya influido la catástrofe de Asia Menor, aunque él no la vivió directamente, como sí la vivió Seferis, de modo consciente. Seferis tenía 22 años cuando se produce la catástrofe. Don Fotios era muy pequeño en ese entonces.

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Aparición de Kavafis

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¿Existía amistad fuera de la sala de clases con los profesores?

Durante mucho tiempo la relación era distante con todos los profesores. Después de mucho tiempo, cuando por ejemplo don Fotios Malleros vio que yo me fui enamorando de los estudios griegos modernos (el primero había sido don Héctor Herrera), la situación cambió. Yo comencé con la inquietud lingüística, pero luego me di cuenta de que existían grandes genios, como Kavafis.

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¿Cómo conoció a Kavafis?

Por un profesor griego, don Jorge Razís, de la Católica de Valparaíso. Él, por primera vez en Chile, dio una conferencia en el consulado griego sobre poesía neogriega. Nosotros vimos en el diario el aviso de esta conferencia y partimos de inmediato a Valparaíso. En esa conferencia presentó siete u ocho poetas griegos traducidos al castellano por él mismo. Presentó a un señor Ka-va-fis, primera vez que escuchábamos el nombre. Leyó tres poemas: Itaca, Súplica, y Que el dios ha abandonado a Antonio. Tres obras maestras. Los alumnos quedamos de inmediato maravillados. Entonces hablamos con él.

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De estos alumnos que iban a estas conferencias, ¿quién continuó con los estudios neogriegos?

Desgraciadamente nadie más que yo. Los otros se dispersaron por el mundo y llegaron a ser profesores de castellano en diversos lados. Pero fíjese que la conferencia del profesor Raszís coincidió con la llegada de la traducción de Cristo de nuevo crucificado, de Kazantzakis. Era una traducción hecha desde el francés, pero autorizada por Kazantzakis, editada por Lohlé en Argentina. Ese libro fue una revelación. Mi papá, que era un hombre cristiano muy religioso, lo compró, probablemente por el nombre. Quedó maravillado y me regaló diciéndome: «Hijo, este libro usted lo va a leer y no lo va a olvidar nunca en su vida».

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Me imagino que su padre fue importante para usted en su vocación como helenista y músico.

Mi papá era profesor de filosofía e inglés. Y muy amante de las lenguas y un gran lector. A él le debo la revelación del libro de Kazantzakis. Ese libro me descubrió la existencia del pueblo griego, que hablaba griego y que tenía conciencia de sí mismo. El razonamiento era muy simple: no puede ser que surja un autor con un libro y unos poemitas si no hay una cultura, tiene que haber algo detrás. Tiene que haber más autores. Y así era efectivamente. Don Jorge Raszís me prestó una antología de Kavafis y empecé a estudiar griego moderno, pero ahora con un interés literario y no meramente lingüístico.

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Se dice, con toda razón, que aprender griego antiguo sirve para aprender el griego moderno. Pero hay profesores que dicen que también el camino inverso sirve.

Las dos cosas sirven. Yo he tenido la experiencia con alumnos que aprenden griego moderno después de aprender el antiguo, y el griego antiguo sirve mucho por un detalle: la ortografía. La ortografía griega moderna es endiablada —y antes de la reforma ortográfica de 1976 era aun peor— y la complicación de los diptongos en la antigüedad se hereda en el griego moderno. El paso de ai a e, por ejemplo, y el iotacismo hacen difícil la ortografía. Pero el que estudia griego antiguo tiene una gran facilidad. Los griegos de aquí se admiraban de cómo escribíamos griego moderno nosotros, ¡sin faltas de ortografía!

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Política y academia

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¿Su padre también tenía una formación clásica?

Sabía latín, pero no griego. El griego comenzó a estudiarlo al final de su vida, hasta sus últimos días. Tengo sus cuadernos y todo. Antes había menos oportunidades de estudiar griego. Latín se estudiaba más.

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Una persona que aparece mucho en la órbita de los estudios griegos y bizantinos es Héctor Herrera Cajas. ¿Podría hacer una semblanza del profesor Herrera?

Don Héctor era también un profesor muy serio, bastante severo y estricto. Muy estudioso, enamorado absolutamente de Bizancio. Y sin embargo, fue solamente una vez, al final de su vida. Intelectualmente era muy dotado para las lenguas, amante del estudio por sobre todo y con gran vocación pedagógica. Hacía amar lo que enseñaba. Se parecía a don Ricardo Latcham. No sé si usted ha visto un famoso mosaico de Santa Sofía, que se llama La Deesis (El ruego). Está la Virgen a un lado, San Juan Bautista al otro y Cristo al centro. Es un mosaico admirable en todos sus detalles. Yo le regalé a don Héctor una reproducción muy hermosa de ese Cristo. Él la puso al frente de su cama. Me contó su señora que cuando don Héctor le dio el ataque, iba saliendo a la universidad. Le vino el dolor en el pecho, retrocede, se tumba en la cama, llama al hijo para que llame a un médico, y según la señora quedó mirando esa imagen. Su última mirada fue el Cristo de Hagia Sophia de Constantinopla. Con don Héctor tuve una relación muy hermosa, pese a que políticamente pensábamos muy diferente.

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¿Hablaban de política?

No. Siempre conversábamos de Bizancio, arte bizantino y cosas griegas, siempre, siempre. Jamás de política.

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¿Y con don Fotios Malleros?

Tampoco. Don Fotios Malleros reivindicaba a figuras bizantinas que acá, por el cisma, habían sido desfiguradas, como el gran sabio Focio.

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¿En los 70 y los 80, para usted la política jugaba un papel importante, o era más bien algo secundario con respecto a los estudios griegos?

No fíjese, no era algo secundario. Fue siempre muy importante. Mi papá fue parte del grupo de Clotario Blest: católicos sindicalistas, defensores de los trabajadores. Y eso me marcó.

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¿Y su madre?

Mi mamá también. Me acuerdo que mi papá decía: Los conservadores son conserva-pesos (ríe). Y también decía en ese tiempo, sobre los falangistas: «Son jovencitos bien que quieren ser de avanzada pero no dejan de ser jovencitos bien». Cosas así. Yo siempre tuve una inquietud social muy grande. De hecho, durante los primeros tres años de la dictadura tanto mi esposa y yo participamos de la resistencia clandestina.

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¿Durante la UP también participó en algo?

Siempre apoyando todo, pero sin ningún cargo en ninguna cosa. Fíjese que cuando se produjo el golpe, me tuvieron un año sin entrar a la universidad. Don Fotios intentaba que me dieran el pase. Estaban echando gente, muchísima. Don Fotios, no sé cómo, se las arregló para que me dejaran pasar. Fue en septiembre del 74. Y don Fotios, con toda razón, me decía: «No salga de aquí, no hable con nadie, no tenga contacto con nadie». Nos encerramos ahí mismo a trabajar, a traducir. Me acuerdo que un día el pabellón amaneció rodeado de panfletos contra la dictadura. Don Fotios, por supuesto, se aterró, y los mandó sacar. En ese entonces yo tenía una jornada desde las siete de la mañana hasta las dos de la tarde. Don Fotios nunca supo que después de las dos de la tarde yo participaba, con mi señora, en actividades de resistencia.

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¿Y de estas cosas nunca conversó con don Héctor Herrera?

Nunca. No sé qué explicación tendría él de que yo desaparecí un día. Hice mis clases en la mañana y desaparecí de Chile por quince años. Fíjese usted. No sé qué pensaría. Cuando volví reanudamos nuestras relaciones hasta su muerte. Reanudamos nuestra relación, que fue siempre muy cordial. Y siempre en torno al amor a Grecia, el amor a Bizancio.

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Traducir y crear

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Usted ha dedicado una vida a traducir a grandes poetas. ¿Se ha animado también a escribir poesía?

Siempre he pensado, y lo he dicho, que escribir poesía —poesía lírica se entiende— es un acto de exhibicionismo. Una cosa es descubrir la belleza de un poeta en otra lengua y tratar de compartir esa belleza con los demás (en nuestro caso, el mundo inmenso, inmenso de hispanohablantes), y otra cosa es descubrir el mundo propio: eso siempre lo he encontrado un acto de impudicia. Lo único que he escrito han sido evocaciones de figuras importantísimas para mí, como Kavafis, Sor Juana Inés de la Cruz, el Abate Molina, Andrés Bello…

¿Por qué Andrés Bello?

Porque estuve en todos los lugares del origen de Bello: su casa, el convento en donde aprendió latín, los lugares por donde circulaba. Y Bello estaba en Chile y no pudo volver jamás, así como yo estaba en Venezuela y no podía volver a Chile. Quedan pocos restos de la Caracas de Bello…sobrevive un samán, un árbol que vive trescientos, cuatrocientos años, el samán de Bello. Allí me senté a leer. Esas evocaciones las he escrito, y con mucho amor en endecasílabos.

¿Las ha publicado?

Han aparecido en boletines de la Academia o al final de algún libro. No son más de siete u ocho evocaciones. Son solo evocaciones, no son poesías mías. El Abate Molina es un personaje tan maravilloso y tan olvidado. En Brasil, mientras contemplaba la selva, escribí una evocación del Abate Molina, quien amaba la naturaleza. En Constantinopla, en el Gran Bazar, me quedé en un cafecito, y allí, en medio del bullicio más loco, me vino el recuerdo del abate Molina. En Egipto, esperando seis horas el avión para ir a Alejandría, mientras miraba el inmenso desierto amarillo, inmenso. Allí me vino el recuerdo del Abate Molina. También he evocado a Sor Juan Inés de la Cruz, una mujer maravillosa. Qué lucha increíble dio. Es lo único que he escrito. De personal, nada. No vale la pena (ríe).

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En el mundo académico la traducción está subvalorada. Se fomenta la creación o lo «original» en desmedro de la conservación o la divulgación de obras cuya calidad no ofrece dudas…

¡Es que se han impuesto tantos dogmas! El dogma de la indexación, por ejemplo. Grandes maestros, desde Bello en adelante, han escrito obras importantes sin indexar. Usted puede dar su alma a escribir un libro durante años y ese libro vale menos que un paper. Otro dogma: la traducción vale poco. Piense en los fondos concursables de investigación: si uno traduce una obra maestra, ardua, y se ocupa años en ello, y la publica…¡eso vale menos que un paper de veinte páginas!

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Y eso que la traducción tiene mucho más «impacto» (como les gusta decir a quienes se dedican a estas métricas) que casi todos los artículos…

Es que la traducción es la herramienta para la comunicación de la cultura. Sin traducción no sabríamos nada de la cultura francesa o inglesa. ¡La traducción es importantísima! En la academia actual la traducción tiene un lugar incómodo: no es docencia ni investigación, ¿qué es? ¿Sería mera difusión? Yo creo que la traducción es alta investigación. Para traducir a un autor hay que meterse en un mundo, es un trabajo hermenéutico complejísimo, que no tiene nada de mecánico, como se cree.

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Una Grecia ideal

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Usted ha traducido una cantidad enorme de poesía griega y a autores enormes. ¿Tiene alguna preferencia especial por algún autor griego? ¿Kazantzakis, Kavafis, Seferis?

Mire, eso es como cuando a uno le preguntan si prefiere a Bach, a Mozart, a Beethoven o a Chopin. Son mundos tan distintos que realmente no se puede decir. Cuando mi hijo toca a algún contrapunto de Bach me dice: «¡Cómo es posible este contrapunto, qué maravilla!». Cuando se escucha a Beethoven, o a Mozart, o a Chopin pasa lo mismo. ¡Son mundos tan distintos! No le podría decir.

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¿Y qué autor griego le ha dado más placer en traducir?

Yo creo que Kavafis. Porque curiosamente es el más fácil y el más difícil de traducir. Más fácil porque su lenguaje es normalmente coloquial y sencillo. Además, su obra es pequeña y sus arcaísmos no son difíciles para el que tenga griego clásico. Y es el más difícil porque la fidelidad a ese estilo cuesta mucho. Hay que concentrarse mucho al traducirlo. Hay que intentar ser lo más fiel posible y no colocar nada extra ni quitar nada.

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¿Y cómo es el desafío de traducir a Kazantzakis?

Kazantzakis es un mundo tan inmenso y tan gigantesco… piense en La Odisea. Las dificultades lingüísticas son muy grandes, porque la obra es gigante. En segundo lugar, porque creó compuestos muy hermosos, siguiendo la tendencia del idioma, y utilizó bastantes regionalismos (cretenses y de otras regiones). De modo que sin la ayuda de la viuda de Kazantzakis no habría podido terminar nunca. Fue un trabajo enorme, pesadísimo. La satisfacción después de haberlo terminado es inmensa.

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¿Cuándo fue la primera vez que fue a Grecia?

El año 1991.

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Bastante tarde dentro de su trayectoria como helenista…

Así es (ríe). Y nunca tuve la oportunidad de vivir en Grecia, de estar en Grecia por largo tiempo. Todo ha sido más bien desde la lejanía. He ido varias veces a Grecia, pero a congresos. Pero en los congresos uno a está encerrado. La imagen de Grecia que yo he tenido ha sido la imagen ideal, la imagen de la poesía y de la literatura.

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Pero la lengua de la poesía es muy diferente a la lengua común y corriente, ¿no?

Sí, no es lo mismo aprender una lengua literaria y hablar la lengua de todos los días. Aquí no he tenido con quién hablar el griego. Con don Fotios a veces hablábamos en griego, pero no más que eso. Pero cuando he ido Grecia no he tenido problemas de comunicación. La fonética ayuda muchísimo. La fonética neogriega es muy similar a la hispánica. El hispanohablante que habla griego puede pasar por griego.

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Al chileno que va a Grecia, el paisaje quizá le recuerde al norte, quizá la tercera región…

Es bastante árido el panorama. Sólo en Tesalia se ve un panorama verde. Pero en general hay mucha montaña rocosa. Se parece bastante al norte chico. Y tienen muy poca superficie cultivable. Con razón la pobre Grecia ha tenido una población limitada y mucha emigración. Grecia es un país geográficamente pobre, tampoco tiene grandes minerales. Después de la catástrofe de Asia menor, imagínese usted que llegaron dos millones de griegos con lo puesto a un país que ya tenía cuatro millones. De ahí la gran emigración de griegos a Australia, a Estados Unidos. Quizá eso ha influido en la manera de ser griega. Los griegos son duros, un poco duros entre ellos.

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Y a la vez hospitalarios con el extranjero, ¿no?

Así es. Cuando uno en Grecia pasa por griego, el trato es un poco duro. Pero cuando se dan cuenta de que uno es extranjero, la cosa cambia de inmediato. Son muy hospitalarios y les hace gracia que uno hable bien el griego, no como un gringo. El gringo dice «ka-li-me-ra» (imitando el acento norteamericano). El chileno dice «kalimera» (ríe). Eso les produce una gran alegría.

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Yo creo que Kavafis es el que más me ha gustado traducir. Porque curiosamente es el más fácil y el más difícil de traducir. Más fácil porque su lenguaje es normalmente coloquial y sencillo. Y más difícil porque la fidelidad a ese estilo cuesta mucho».

«Cuando uno en Grecia pasa por griego, el trato es duro. Pero cuando se dan cuenta de que uno es extranjero, la cosa cambia de inmediato. Son muy hospitalarios y les hace gracia que uno hable bien el griego, no como un gringo.

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