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Ficción: La pólvora

José Silva
Santiago, Chile. Á - N.4

A veces la compleja realidad pareciera interponerse entre las personas y precipitar sus destinos. Es lo que bosqueja el siguiente texto, en el que los hechos generales de octubre pasado operan como un segundo plano dramático para las sordamente conflictivas relaciones de unos personajes que parecen ir a la deriva ya bastante entrados en la edad madura.

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Sábado

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En la pantalla del teléfono todavía no gira en la esquina, pero puede ver el automóvil azul acercándose. En cuanto esté frente a la casa tendrá que explicarle al chófer que su destino es Santiago. Un viaje de 100 kilómetros. La televisión anunciaba el caos en la parte baja de Valparaíso, pero tenía que salir de ahí, no existían otras consideraciones, ésa es la única decisión que perseguir, todas las demás están en suspenso. Se levanta y toma el bolso de cuero con las pocas cosas que alcanzó a sacar en medio de la pelea, ya habría tiempo de pedirle que le mandara lo demás. Al acercarse al automóvil el chofer abre desde el interior la tapa del maletero. Deja el bolso atrás y sube en el asiento del copiloto.

–Vamos a Las Condes, a Santiago.

–Señora, en estos momentos no estoy saliendo de Playa Ancha, está muy difícil la situación.

–Por favor, necesito llegar a Santiago, le pago el doble de lo que marque el taxímetro, en efectivo.

–¿Tiene el efectivo señora?

–Sí.

–Bueno. Suba.

Saliendo por el Camino La Pólvora los camiones se agrupan a los costados del pavimento, algunos choferes hacen amagos de interrumpir el tránsito y son vitoreados o increpados por otros choferes, no se ven militares ni policías.

Al llegar a la autopista comienza a respirar con profundidad, intentando dominarse para no reventar a llorar. Unos kilómetros más adelante la regularidad de la velocidad y el orden de las plantaciones circundantes la hacen tranquilizarse y la realidad comienza a avanzar entre las emociones que experimenta, a la vez que cede la adrenalina de la urgencia al alejarse de Valparaíso.

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Miércoles

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Pablo se sentó frente al televisor sin encenderlo, en la pantalla se refleja el mesón de la cocina y puede ver sus manos manejando el cuchillo. Con la mano libre recoge el puño de la blusa de seda blanca un poco transparente. La sola visión de sus manos lo excita, ver sus dedos largos apartando las cebollas en la tabla de madera. Es la primera mujer cercana a su edad con la que le pasa algo así. Su primera mujer, más o menos de su edad, nunca le provocó más que un instinto animal de procreación del que nacieron tres hijos. En general sus parejas fueron chicas jóvenes, mucho menores que él, con las que prolongó una y otra vez su propio deseo de juventud. Cuando Mónica apareció en su vida, hace unos pocos meses, para Pablo fue sorprendente dejarse encantar por su madurez y tacto, frente a las convicciones sin alternativa de sus anteriores parejas. Mónica tenía 60 años, 12 menos que él. En el contexto de su trayectoria emocional, era lo más cercano a alguien de su propia generación.

Enciende la televisión, la presentadora de la tarde relata la situación de un grupo de pequeños agricultores afectados por la sequía.

–Pensar que tú estuviste ahí, en el estudio, contándole al país estas nimiedades.

–Ay, Pablo, hace 20 años, en otro país, en otra realidad. Pensar que importaba más cómo tenía el pelo que lo que hablaba.

–Eran los 90, la alegría había llegado y podíamos dedicarnos a pensar en idioteces. ¿Sabes? Yo te miraba, ahí, seria, fría. Siempre pensé que te veías incómoda.

–Siempre lo estuve, la televisión era una tortura.

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Jueves

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Frente a una copa de vino en un restaurante francés a mal traer de Avenida Providencia, esperó a que su compañera de almuerzo se acomodara en la silla frente a él y pusiera sus manos sobre la mesa.

–Pura mierda.

–¿Cómo?

–Mierda feminista y marica, eso es todo lo que están publicando.

–Ah, de mal humor parece, ¿problemas con la animadora?

–¿Mónica? No, todo bien ese frente. Aunque siento que las cosas van algo rápido, pero bueno, cuando uno tiene un pie en la tumba no hay alternativa.

–Exagerado, todavía se derriten por ti las mujeres. El otro día una de las editoras me hablaba de ti, el gran Pablo Swett, señor de los libros, enamorado de Mónica Hancke, el ícono noventero por excelencia.

–No te creas, ni enamorado, ni ícono, Mónica es bastante más que lo que quedó en la tele, tiene una sensibilidad que ya se la quisieran tus editoras que publican pura mierda.

–Tú sabes, las feministas y los maricones son los únicos que compran libros hoy día.

–No, no a ti, no en Penguin. Comprarán en las editoriales para hípsters nada más. Además, les están llenando la cabeza de mierda, pura mierda.

–Cuándo te transformaste en un viejo cartucho. ¿Y todos los mitos? Que fuiste a buscar autores en las poblaciones, marginales y marxistas, en los ochenta, que publicaste crónicas que nadie más se atrevía, el príncipe rojo de los editores.

–Esos eran autores de verdad, Carmen, con sangre en las venas, no este montón de niñitos mal criados, consumistas comunistas que andan detrás de que los publiquen para que alguien quiera follar con ellos.

Carmen ordena el mismo vino y un ciclista pasa raudo junto a ellos por la avenida hacia Plaza Italia, del eje trasero de la bicicleta sale una vara larga en la que flamea una bandera mapuche.

–¿Y qué opinas de todo esto?

–¿De las evasiones? Nada, que armar un escándalo porque el precio del Metro sube … son los cabros del Instituto Nacional, molestan. Pero sabes qué, pienso que son iguales a tus autores, cabros mimados, aburridos, que no le han ganado a nadie y que encontraron una entretención nueva. Pero bueno, ya se aburrirán.

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Viernes

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El metro se demora en llegar más de lo habitual. Algunos estudiantes suben al vagón cantando y riendo, ufanándose de evadir el pasaje, celebrando su éxito. Quiere encararlos, pero se contiene, teme verse increpada no sólo por los jóvenes, sino por el resto de los pasajeros. Hay en el aire una mezcla de sonrisas y felicitaciones generales a esos pequeños héroes urbanos. En su vida el orden y la disciplina son dos constantes sagradas, la hora de levantada siempre la misma, la ropa seleccionada el día anterior, las horas del día programadas con antelación, las interrupciones de su rutina la ponen de muy mal humor.

Mónica sube al piso 14 y atraviesa la mampara de vidrio de su oficina. En la recepción Ximena ni siquiera levanta los ojos para saludarla. Concentra toda su atención en el teléfono. Cuando la contrató le pareció refrescante tener a alguien joven en el equipo, con su piercing en la nariz, sus tatuajes y sus permanentes referencias al manga pensó que aportaría otra perspectiva, pero el problema de su ropa se estaba volviendo molesto. Una minifalda de bluejean demasiado ajustada, y una camiseta que apenas lograba encontrarse con la minifalda, dejando expuesta una enorme mariposa verde en la parte baja de su espalda. La chica levanta la vista con una sonrisa mecánica.

–Ximena, ¿podrías venir un minuto a mi oficina?

–Si, dame un segundo para terminar esto–. Vuelve a fijar la mirada en la pantalla del teléfono, desplazando con el índice la información en la pantalla.

En su oficina Mónica sube la cortina y observa el río, apenas un arroyo, el Cerro San Cristóbal se ve seco y triste. Se sienta y abre su computador. Frente a ella, en la pared, hay una portada enmarcada de sus tiempos de celebridad. Es una revista de espectáculos que ya no existe, ha desaparecido junto con casi todos los medios impresos. Odia esa portada, pero no puede descolgarla, fue un regalo del resto de la oficina. Le molesta la blusa, el peinado, la postura mirando indirectamente a la cámara y sobre todo el titular, un lugar común sobre cómo su peor defecto era ser perfeccionista. Es un mal recuerdo permanente.

– Mónica. Ximena se sienta al otro lado del escritorio, sobre su pierna izquierda flexionada.

–Ximena, quería hablar contigo sobre algo delicado y espero no te lo tomes a mal.

–¿Sí?

–Es en general sobre como vienes vestida, tú sabes que a mí no me importan los tatuajes ni los piercings, esto es una fundación, no un banco ni una oficina de abogados, pero quizás la mini, tu polera, ¿no te parece que son un poco reveladoras?

–¿Te has fijado en el calor que hace? No se puede caminar una cuadra sin transpirar.

–Claro, í, pero hay alternativas, una blusa suelta, algo que no llame tanto la atención.

–¿La atención de quién?

–No sé, de la gente que viene, del resto.

–No no lo hago por llamar la atención, Mónica, me visto así porque hace un calor insoportable, si quieres decirme otra cosa sé más directa.

–No claro, digo solamente que no es la ropa adecuada para un ambiente de trabajo.

–¿Sabes qué Mónica?, lo que creo que quieres decir es que estoy vestida como puta, ¿te parezco una puta? ¿Y sabes lo más grave?, lo más grave es que por mujeres como tú, que debieran apoyarnos a nosotras las más jóvenes y que en lugar de eso se ponen del lado del patriarcado y lo avalan, es que estamos como estamos. Si a ti te parece que por venir vestida como yo quiera estoy provocando a los machitos que vienen aquí, ése es tu problema y de todo el resto de esta sociedad podrida.

–Ximena por favor, lo que estoy diciendo no tiene nada que ver con eso, pero entiendo que estés un poco tensa, el ambiente está raro esta semana, dejémoslo para conversar más adelante. ¿Te parece?

–El ambiente no está raro Mónica, están pasando cosas jevis y hay algunos que no las quieren ver–. Se levantó y al salir se detuvo un par de segundos más frente a la portada enmarcada.

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Sábado

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Han pasado una mala noche. Las discusiones camino a Valparaíso la tensionaron. Ella se fue a dormir cerca de la una de la mañana con más alcohol en el cuerpo del que recuerda haber tomado desde la adolescencia. La boca reseca y el dolor en la frente se sienten igual, maximizados por los 40 y tantos años de diferencia. Pablo llegó casi una hora después, golpeando las paredes del pasillo hasta la habitación, quitándose los zapatos y los pantalones y echándose sobre la cama, buscó la espalda de ella con el brazo, Mónica lo rechazó e intentó volver a dormirse lo más cerca del borde posible, casi arriesgando una caída. El resto de la noche fue una sucesión de ronquidos, dormir y volver a despertar asfixiados por el calor de la habitación.

Ella se levanta y se prepara un café en la cocina, sale a la terraza. Puede ver parte del Plan desde ahí, la ciudad dormida y tranquila, el único ruido es el de las grúas que cargan el enorme buque recalado en el puerto. Siente seguir el ritmo de la vida sin interrupciones, no hay columnas de humo de los incendios de ayer, ni sonido de sirenas ni gritos, puede percibir entre el olor de la brisa marina un resabio del olor agrio de las bombas lacrimógenas. En su cabeza las imágenes del día anterior se reordenan y prima el fuego, fuego en todas partes, en la calle, en los edificios, los autos, las casas, todo se incendia. No quiere prender la televisión, hace mucho tiempo que no siente esa especie de miedo. El miedo primitivo a la falta de orden, a lo aleatorio, a la incertidumbre, al descampado, al caos.

Pablo sale a la terraza como ha dormido, una camisa de lino arrugada y unos calzoncillos sueltos de los que asoman sus piernas flacas de anciano. Tiene en la mano un cigarrillo encendido y el pelo canoso del mechón completamente pegado a la frente.

–¿Sabes? Valparaíso, así durmiendo, se ve tan tranquilo, parece que no hubiese pasado nada.

–Ayer tomamos mucho, demasiado. Me duele la cabeza y tengo ganas de vomitar.

–Sí linda, tú no puedes tomar tanto, te pones muy tensa.

–No, nada que ver.

–Ok, ok. No quiero empezar el día peleando. ¿Hacemos desayuno?

–No podría comer nada, no escuchas, la resaca me tiene mal.

–Bueno linda, ¿otro café?

Él le prepara otro café y se sientan en la terraza. La ciudad comienza a despertarse y se ven algunos pocos autos circulando en la calle. Los negocios que alcanzan a ver están cerrados y no hay señal de que abran pronto.

–Creo que en los 15 años que tengo esta casa, la señora Carmen nunca había abierto tarde. Nunca pensé que vería de nuevo milicos en la calle.

–¿No viste las noticias ayer? Como quemaban y saqueaban todo, ¿qué quieres que pase, que salgan a bailar?

–Bah, los medios exageran, lo hacen para producir miedo, para que la gente reaccione como tú. Están coludidos con toda la elite.

–¿De qué me hablas? ¿Como yo? ¿Tú quién eres, el comandante Pablo, el compañero Pablo? Tú tienes más privilegios que nadie, no me hagas reír.

–Ah claro, ¿entonces no puedo hablar? ¿No puedo empatizar? No te das cuenta de que lo que está pasando porque en este país no hay empatía, cada weón va por su lado.

–De qué empatía me hablas, ¿tú? No me hagas reír, tú te acordaste de la empatía ayer. Estás igual de cagado de miedo. Lo que pasa es que piensas que si empatizas todo va a estar bien, que te vas a salvar.

–Pero Mónica, ¿de qué hablas?, ¿salvarme? Pero si esto no es la revolución francesa. Aquí lo que la gente está reclamando es dignidad, es que los tomen en cuenta.

–Y a quién le da de comer que lo tomen en cuenta por favor, esto es Maduro, es Venezuela, es el caos, el fin. Esta es gente que quiere que le regalen todo, el pasaje del metro, el sueldo, la vida.

–Pero mujer por favor, llevamos años ciegos, ¿no te das cuenta? La gente quiere que la escuchen, quiere que se vaya esa manga de corruptos que nos gobiernan.

–¿Y así se hace? ¿Prendiéndole fuego a todo?

–De alguna manera tiene que pasar, porque no los han escuchado. La elite está sorda y contenta, creen que lo han hecho muy bien, pura pobreza, y después les cuentan los millones en la cara hablando de cifras.

–¿De qué me estás hablando? ¿No ves el Metro? ¿Como lo están quemando? Eso es terrorismo, en cualquier otro país se llamaría terrorismo.

–Bah, tu no entiendes. ¿Qué?, ¿es culpa de Venezuela? ¿Son los comunistas cubanos que nos atacan?

–¿Y tú crees que lo que pasó ayer es casualidad? ¿Que los países se revientan así como así?

–Mónica no empieces con tus teorías, por favor, son infantiles. Lo que está pasando es que la gente se cansó, explotó y eso. No te das cuenta porque tú has vivido siempre protegida, tuviste suerte.

–¿Yo? Yo todo lo que tengo me lo gané Pablo, empecé a trabajar a los 19 años, me sacaba la mierda trabajando, hice cosas que nadie de mi edad ni soñaba, a los 23 años salía en el noticiero central, no me vengas con huevadas.

–No me refiero a eso, a ti te dieron educación y oportunidades y contención.

–¿Qué sabes tú? Vas a empezar de nuevo con tu infancia, con tus papás, déjate de jugar todo el tiempo al niño traumado, por favor, tienes 75 años, qué horrible.

–Ay mujer, qué lástima que seas tan facha, estoy hablando de gente que nace sin nada, que sale a la calle a los 12 años a hacer lo que pueda, esa gente no es floja, Mónica, esa gente está cagada, la cagó este maldito sistema.

–Este maldito sistema del que tú has profitado toda la vida te recuerdo. Tú qué crees, que vender libros te hace una especie de santo, claro, yo sí me preocupé de la gente, yo publiqué libros para que pudieran surgir. Tú publicaste libros para ti, para tu ego de mierda y para tus amigos cultos, no te cuentes cuentos.

–¿Qué es lo que quieres? ¿Qué te diga que sí? Que claro, que son los comunistas, mujer eso son huevadas infantiles.

–Pablo por favor no sigas.

–Sabes qué más, ándate a la mierda. Cree lo que quieras. No estoy para hacer de papá contigo.

–Nadie te lo ha pedido.

–Sabes algo Mónica, tú también eres culpable de todo esto. Tú también le vendiste mierda a la gente, saliendo en la tele con tu corte de pelo perfecto. Repitiendo las mentiras de siempre, tú también eres responsable.

Ella se levanta. Aprieta los dientes con fuerza. No quiere llorar. Endurece los dedos en torno a la taza.

–No sé qué hago aquí. No tengo idea quién eres tú. Qué mierda de persona eres.

–Yo tampoco. Estás loca mujer. Repites tonteras que no entiendes.

–Pablo, por favor cállate.

Pablo se levanta y se acerca a ella. Toca su antebrazo. Ella tirita y da uno pasos hacia atrás.

–No me toques.

–Pero Mónica. Deja.

–No me toques. No me trates como una idiota. Ya entendí, a mi edad, terminar en éstas. ¿Crees que soy idiota?

–¿Qué dices?

–Este es tu juego de siempre, Pablo. Machista de mierda. Eso es lo que eres. Yo soy una idiota sin ideas, que no entiende lo que pasa. ¿Tú me vas a explicar? ¿Tú y tus teorías de mierda?
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Ella se levanta y se prepara un café en la cocina, sale a la terraza. Puede ver parte del Plan desde ahí, la ciudad dormida y tranquila, el único ruido es el de las grúas que cargan el enorme buque recalado en el puerto. Siente seguir el ritmo de la vida sin interrupciones, no hay columnas de humo de los incendios de ayer, ni sonido de sirenas ni gritos, puede percibir entre el olor de la brisa marina un resabio del olor agrio de las bombas lacrimógenas. En su cabeza las imágenes del día anterior se reordenan y prima el fuego, fuego en todas partes, en la calle, en los edificios, los autos, las casas, todo se incendia.

–Ay mujer, qué lástima que seas tan facha, estoy hablando de gente que nace sin nada, que sale a la calle a los 12 años a hacer lo que pueda, esa gente no es floja, Mónica, esa gente está cagada, la cagó este maldito sistema.

–Este maldito sistema del que tú has profitado toda la vida te recuerdo. Tú qué crees, que vender libros te hace una especie de santo, claro, yo sí me preocupé de la gente, yo publiqué libros para que pudieran surgir. Tú publicaste libros para ti, para tu ego de mierda y para tus amigos cultos, no te cuentes cuentos.

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Lanza la taza de café que pasa sobre la cabeza de él y explota dejando una mancha café sobre la pared blanca. Antes de que Pablo pueda reaccionar corre hacia la habitación, toma su bolso y echa las pocas cosas que hay a la vista, la blusa del día anterior sobre el respaldo de una silla, unos aros, una chaqueta, la cartera. Lo escucha acercase por el pasillo y antes de que entre en la habitación lo empuja hacia la pared y sale caminando rápido hacia la puerta. Sube los pocos escalones que la separan de la calle y toma el teléfono de la cartera para pedir un auto. En el fondo está el fajo de billetes que sacó del cajero el día anterior. Marca su dirección en Santiago y la confirmación del chofer llega en menos de un minuto. Mira hacia la puerta entreabierta de la casa y puede ver el perfil de Pablo asomado, con el mechón de pelo gris pegado en la frente. En la pantalla del teléfono, el automóvil ha dado la vuelta en la esquina de la calle perpendicular a la suya.

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