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Carl Schmitt y la violencia

Amigos y enemigos

Miguel Saralegui Ikerbasque
Universidad del País Vasco Santiago, Chile Á - N.4

El pensamiento del alemán Carl Schmitt (1885-1888) está conectado con la reflexión acerca de la violencia en la medida en que su concepto de lo político no excluye ni aminora su potencial conflictivo. La entusiasta adhesión de Schmitt al nazismo en los años 30 no hace sino darle una justificación biográfica a sus teorías antiliberales y antimodernas, formuladas desde un realismo feroz.

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I

Más allá de los círculos de especialistas, el público interesado en la historia del pensamiento político del siglo XX conoce a Schmitt por dos grandes motivos: uno propiamente biográfico, su adhesión más bien entusiasta al nazismo, y otro intelectual: comprensión de la política como potencial enfrentamiento violento entre amigos y enemigos.

Los dos caminos por los que Schmitt llega al gran público no son completamente independientes: en esta lectura general existe un vínculo entre pensar la política como la oposición entre amigos y enemigos y haber apoyado al gobierno nazi (y nunca haberse desdicho de esta adhesión a lo largo del medio siglo que Schmitt sobrevivió al nazismo).

De este modo, para entender el papel de la violencia en la obra de Schmitt, se debe volver a la categoría amigo-enemigo. En primer lugar, es necesario explicar por qué ha alcanzado una recepción tan colosal y concentrarse, aunque sea de modo preliminar, en los usos y las interpretaciones que los lectores y los medios de comunicación han dado a esta oposición. La oposición amigo-enemeigo se ha convertido en un paradigma de comprensión de lo político, incluso si normalmente se la considera una interpretación indeseable y patológica.

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II

En primer lugar, el éxito reciente de la categoría se debe a haber subrayado el carácter conflictivo de lo político. Este aspecto fue especialmente importante en una época de la historia, la que comienza en la década de los noventa del siglo XX, en la cual se pensaba, con una buena mezcla de arrogancia y de ingenuidad, que el conflicto político había sido superado, que era un trasto del pasado. Un buen grupo de teorías políticas —las de Habermas y Rawls entre ellas— habían dejado de entender la política como control de la violencia, sino como la construcción, más o menos utópica, que una sociedad sin conflicto hace de sí misma.

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En la década de los noventa del siglo XX, en la cual se pensaba, con una buena mezcla de arrogancia y de ingenuidad, que el conflicto político había sido superado, que era un trasto del pasado. Un buen grupo de teorías políticas —las de Habermas y Rawls entre ellas— habían dejado de entender la política como control de la violencia, sino como la construcción, más o menos utópica, que una sociedad sin conflicto hace de sí misma.

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Frente a una política entendida como armonía, como diálogo, como bien perfectamente conciliable con el resto de los objetivos disponibles para la vida humana, la polaridad amigo-enemigo subrayaría la complejidad de la vida política, su tensión irresoluble con las exigencias de la moral individual, la misma limitación de los bienes políticos, lo cual siempre genera un problemático reparto: éstos son disfrutables por unos pocos (los amigos), pero no por otros (los enemigos). A pesar de que el universalismo político se olvidaba de ello, este último punto parecía especialmente evidente en un momento de la historia en el que, al mismo tiempo que se la declaraba concluida, los movimientos de población entre países (de los pobres a los ricos) eran detenidos de modo masivo con importantes restricciones migratorias tanto en los Estados Unidos como en Europa. Tampoco en el fin de la historia era indiferente pertenecer a un grupo de amigos que a otro. La política seguía siendo importante o, como poco, existiendo.

Por este motivo, de la penetración de la categoría amigo-enemigo en la teoría política contemporánea, no sólo son responsables quienes suelen ser considerados schmittianos acérrimos, es decir: populistas de extrema derecha y de extrema izquierda. También ha sido bien acogida por algunos intelectuales cercanos a la tradición liberal, en los que me incluyo, los cuales, sin embargo, tenemos una actitud crítica con la simplona victoria que el liberalismo se había concedido a sí mismo en textos como El fin de la historia de Francis Fukuyama. No se exigía ser un obstinado antiliberal para darle un uso y un sentido a la oposición amigo-enemigo. Tenía la capacidad de recordar que la política siempre es movimiento y conflicto; parcialmente benéficos, puesto que permiten que la historia no caiga en la irrelevante repetición de lo mismo. La jactancia con la que cierto liberalismo, especialmente norteamericano y universitario, proclamó el fin de la historia llevó a liberales histórica y teóricamente conscientes de las numerosas debilidades de su propia tradición a observar con simpatía una teoría como la de Schmitt, en cierto sentido tan antigua y tradicional como la del fin de la historia (la matriz hegeliana, común tanto a Schmitt como a Fukuyama, entendía la política como un perpetuo fin de la historia de un conflicto previo y a la vez inagotable).

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La jactancia con la que cierto liberalismo, especialmente norteamericano y universitario, proclamó el fin de la historia llevó a liberales histórica y teóricamente conscientes de las numerosas debilidades de su propia tradición a observar con simpatía una teoría como la de Schmitt, en cierto sentido

tan antigua y tradicional como la del fin de la historia (la matriz hegeliana, común tanto a Schmitt como a Fukuyama, entendía la política como un perpetuo fin de la historia de un conflicto previo y a la vez inagotable).

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III

De modo natural, se asumió que la conflictividad que describía la categoría de amigo y enemigo se producía dentro de una comunidad. Esta oposición se entendería como una versión refinada de la conflictividad social que Marx atribuyó a las clases. Para la versión popular y generalizada de El concepto de lo político, estos grupos ya no estarían enfrentados por motivos económicos, sino por identidades más artificiales y propiamente políticas: pugnas entre aspiraciones étnicas, lingüísticas, sexuales, raciales y, por supuesto, partidarias. Schmitt vendría a recordar que la tensión es permanente, aunque los motivos del conflicto sean variables. Una vez alcanzada la hegemonía liberal, aparecería inevitablemente una nueva identidad política que habría de polarizar a la sociedad. La psicología social confirmaría la necesidad de la tensión amigo-enemigo. Como Freud escribió en El malestar en la cultura polemizando con optimistas previsiones socialistas realizadas tras el triunfo de la revolución soviética, una vez superadas las pugnas interclasistas, los conflictos reaparecerán, esta vez basados en diferencias exclusivamente eróticas. Con tal de que esta tensión originada en factores sexuales fuese interpretada grupalmente, la conflictividad política reaparecería, incluso en un mundo que hubiera borrado los conflictos de clase. En las reflexiones sociales de Freud, existe otra confirmación de la indetenible conflictividad política: la teoría del narcisismo de las pequeñas diferencias. Se podría construir una identidad colectiva sobre la más leve percepción de diferencia intergrupal.

La comprensión de la conflictividad amigo-enemigo al interior de una determinada comunidad política posee una segunda consecuencia. Esta categoría permite que la acción estatal se entienda al servicio de los amigos y en detrimento de los enemigos. La posibilidad más extrema de la dialéctica doble amigo-beneficio y enemigo-perjuicio explicaría el acontecimiento más significativo del siglo XX y posiblemente de la historia política universal: la aniquilación de aquellos que el Estado (el grupo decisivo de amigos) determina como enemigos. El caso más radical de esta comprensión de lo político como oposición aniquiladora del Estado-amigo contra un grupo de enemigos sería la solución final, el exterminio que los nazis llevaron cabo de los judíos tanto en Alemania como en los territorios dominados por la Wehrmacht durante la segunda guerra mundial.

Schmitt consideraba aberrante esta lectura de su categoría más famosa, a la cual, además, sabemos que él tenía en altísima estima. En el prólogo a la edición de 1962 de El concepto de lo político, cuando la categoría de amigo y enemigo ya servía para explicar el siglo de los genocidios y la aniquilación estatal de los enemigos políticos, Schmitt protestó y calificó a esta lectura de «eslogan primitivo». Volveremos después a la explicación que Schmitt ofrece de la categoría amigo y enemigo como limitadora de una violencia que es potencialmente absoluta. Es necesario pensar si está justificado comprender la acción de los Estados contra amplias minorías de sus países a través de esta categoría. Que Schmitt desligitimara esta interpretación de su categoría no significa que esta categoría no posea este potencial explicativo.

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IV

El siglo XX ha sido el de las ideologías. No solo se ha escrito más filosofía política que en cualquier siglo anterior. Más aún, en ninguna otra época las ideologías —filosofía política hecha carne— tuvieron tantas consecuencias, tan innumerables y contradictorias, sobre la población. Un país podía estar en la madrugada del siglo en la monarquía, amanecer liberal, tomar el aperitivo en el totalitarismo de derechas, pasar el resto de la tarde en el comunismo, para meterse a la cama del siglo XX como un delfín torpe del neoliberalismo (la historia de la Alemania oriental entre 1910 y 1990).

Es previsible que periodistas y políticos quieran explicar a través de alguna de las categorías propuestas por la teoría política el acontecimiento más terriblemente identificado con el siglo XX: la violencia desatada por el Estado no contra otros Estados —violencia previsible, explicable a través de la lógica de la supervivencia—, sino contra los mismos miembros que buscan en él amparo. La comprensión de la política a través de la oposición amigo-enemigo es una de las plausibles justificaciones teóricas de este exterminio estatal, abominable y característico del siglo XX. Más aun, esta categoría es algo así como una metaideología, pues permite explicar el comportamiento de opciones ideológicas que se consideran mutuamente excluyentes.

Aunque a Schmitt y a sus especialistas les moleste esta lectura, la incomodidad no está justificada. La opinión pública no es erudita, busca entre los diferentes paradigmas teóricos las categorías que de modo general pueden explicar por qué el Estado se convirtió en un asesino patológico. Y una doctrina como la de Schmitt admite la aniquilación. El Estado no sólo es garante de derechos individuales como piensa unánimemente la tradición liberal y socialdemócrata. Aunque sea de modo aproximado, los periodistas tienen razón: El concepto de lo político está más cerca de los campos de concentración que La teoría de la justicia de Rawls. Schmitt admite que política y derechos individuales no son realidades intercambiables.

Pero, respecto del amigo y enemigo, me gustaría ir más lejos. La capacidad de la categoría amigo y enemigo de explicar los genocidios estatales debe considerarse como un punto fuerte y no como una debilidad. Si Schmitt dejó de pensar en la posibilidad de que la tensión amigo-enemigo explicara al nazismo, se debe a que estaba preocupado de evitar seguir manchando su nombre con el nazismo (de modo tan decidido como infructífero).

Recordarle no sólo a la mayoría de los schmittianos, sino al mismo Schmitt que la categoría amigo-enemigo puede explicar, incluso de modo parcial, el siglo de los genocidios implica repensar la función de la teoría política. La mejor teoría política es la que explica más hechos y más acontecimientos políticos, no la que prevé los mejores planes. El primer mandamiento del pensamiento político es descriptivo: conocer las regularidades de lo político, descubrir los escasos principios organizativos que se dan en el abigarrado mundo de las formas políticas para realizar de modo justificado hipótesis sobre qué es lo político y sobre qué fines puede alcanzar de modo previsible y razonable. Si, vistas las regularidades, la hipótesis resultante es alarmante, la responsabilidad no es de la teoría, sino de la difícil realidad de la convivencia humana y del poder coactivo. Por este motivo, una teoría política que sea capaz de comprender el acontecimiento político más cargado de consecuencias de la historia del siglo XX será mejor que una teoría política incapaz de comprenderlo. En caso de que Schmitt no entendiera que su teoría política permitía explicar el exterminio estatal, simplemente no comprendía las funciones de una teoría política principalmente ni la potencialidad de una categoría que él solo había inventado.

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V

Es el momento de mostrar por qué amigo-enemigo sí sirve para explicar el exterminio estatal. La política tiene dos riesgos prototípicos: la anarquía o el totalitarismo: o le damos demasiado poco o demasiado mucho al poder. ¿Qué dice el anárquico? Entre un Estado total y una anarquía total, esta segunda opción es preferible, incluso en sí misma deseable. El totalitario dice lo inverso. ¿Dónde se sitúa Schmitt entre estos dos extremos? ¿Qué riesgo prototípico prefiere? El del totalitarismo, implícito en cualquier configuración de un poder establemente superior al resto de los individuos, debe ser preferido al extremo del anarquismo. Se trata del camino de Hobbes para justificar el acceso a la sociedad política: esta, incluso cuando ejerce la soberanía de modo desatado, es mejor que la anarquía del estado de naturaleza. Cuando Schmitt afirme que siempre que haya protección de la vida individual —independientemente del tipo de régimen político en que vivamos—, el individuo debe obedecer, está repitiendo la opción de su maestro. La soberanía es habitualmente buena, por lo tanto, la posibilidad de que se vuelva loca —el totalitarismo— es preferible a la anarquía (la cual no necesita volverse loca para ser intolerable).

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Para evitar la anarquía, el Estado tiene la capacidad de establecer qué grupos, qué agentes niegan el orden social. El Estado podrá perseguirlos con el fin de garantizar el orden. En El concepto de lo político, Schmitt pondrá los ejemplos de comunidades políticas, habitualmente consideradas progresistas, que fueron grandes perseguidoras de enemigos políticos. En la experiencia histórica de la política han existido enemigos internos. El Estado decide entonces quién es amigo y quién, enemigo. No existe un criterio definitivo o más bien el Estado es el único que puede decir quién es amigo y quien, enemigo. Este es un riesgo inevitable. ¿Inevitable? Porque existen los enemigos internos, a los que, dependiendo de su intensidad, habrá que reprimir. ¿Riesgo? Porque el Estado se puede volver loco y considerar enemigos a quienes no representan una amenaza física o inventarse que representan una amenaza física quienes son inofensivos, solo por un morboso deseo de aniquilarlos (el modo como los judíos comienzan a ser tratados por el Estado alemán a partir del año 1933). Por supuesto, se trata de un riesgo de toda forma estatal al tener en sus manos no solo la capacidad de reprimir, sino la potestad para decir, de modo originalmente arbitrario, a quién reprime. El concepto de amigo-enemigo nos muestra claramente que solo el Estado rellena esta categoría formal y que en situaciones excepcionales —no tanto en el siglo XX— la potestad del Estado de detectar a enemigos puede hipertrofiarse.

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Si vemos los casos en que Schmitt habla de enemigos internos, comprobaremos que su punto de vista es algo anticuado. No hay asomo en El concepto de lo político de una promoción del exterminio nazi. Si pragmáticamente esta oposición no lo fomenta (y a Schmitt siempre le indignó esta lectura), en mi opinión la categoría sí es capaz de explicar el comportamiento de un Estado asesino, también del nazi. De acuerdo al pensamiento de Schmitt, se podría considerar al Estado exterminador como el Estado que malgasta y exagera su necesario potencial discriminador y represor. Fácticamente, como el policía que continuamente abusa de su autoridad, puede durar poco, pero está dentro de los márgenes explicativos de la categoría amigo-enemigo, como el policía abusador es una corrupción de una institución necesariamente coactivas. Y eso es una virtud de la categoría, incluso si Schmitt es reacio a reconocerlo.

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VI

Un tipo de violencia muy específica, total y ejercida por el Estado, está incluida en la categoría de amigo-enemigo. Sin embargo, para entender la violencia en el conjunto del pensamiento schmittiano, es necesario entender el lugar propio que él le daba en su presentación, la cual está bastante lejos de la interpretación más popular y difundida (aquí refrendada en lo fundamental). Schmitt consideraba que la categoría de amigo y enemigo estaba destinada a comprender la violencia, pero precisamente para controlarla, no para acelerarla ni para agigantarlas. La argumentación de Schmitt está basada en la lógica de la paradoja, la cual, como han recordado Compagnon, en Los antimodernos, y Hirschmann, en La retória de la reacción, es típica del pensamiento reaccionario. Si esta lógica es definidora de la antimodernidad, entonces Schmitt es modélicamente antimoderno y reaccionario.

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Schmitt consideraba que la categoría de amigo y enemigo estaba destinada a comprender la violencia, pero precisamente para controlarla, no para acelerarla ni para agigantarlas. La argumentación de Schmitt está basada en la lógica de la paradoja, la cual, como han recordado Compagnon, en Los antimodernos, y Hirschmann, en La retória de la reacción, es típica del pensamiento reaccionario. Si esta lógica es definidora de la antimodernidad, entonces Schmitt es modélicamente antimoderno y reaccionario.

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Precisamente a causa de la lógica paradójica una categoría que admite la violencia, como es la de amigo-enemigo, puede funcionar a su vez como una categoría del control de la violencia. Esta posibilidad se hace un poco más admisible si se entiende el lugar en que se expresa de modo natural este concepto de lo político: las relaciones internacionales, lo cual contrasta con la habitual comprensión de la categoría como manejo de conflictos intrasociales.

¿Qué se pone en juego en la relación entre países? Schmitt no hablará exactamente de intereses nacionales, pero sí de algo bastante parecido: una forma de ser, una identidad política (los amigos, mi país) en contraste con otras formas de ser (los enemigos, los otros países). Si existe la posibilidad del conflicto, se debe a que los países vecinos y sus aliados amenazan mi realidad concreta: la determinada manera de estar en el mundo de una comunidad, a la que Schmitt atribuye siempre un valor incuestionable. ¿Por qué se puede entender esta concreción como causa de apaciguamiento de la violencia? Porque evita la moralización de los conflictos nacionales. En la medida en que acepta que la del país es una identidad valiosa pero particular, no un bien absoluto, su relación con los demás países será violenta, pero no aniquiladora. Por este motivo, las dos grandes obras de Schmitt poseen un vínculo sistemático: El Nomos de la Tierra es la reconstrucción histórica (la violencia interestatal se limita en la Modernidad a través de la guerra como justo enemigo y la acotación de la práctica de la guerra) de la teoría política de El concepto de político, construida sobre la dialéctica amigo-enemigo.

Para Schmit, contraintuitivamente, es el idealista quien está siempre al borde de una violencia total. Al pensar que la política es la plasmación de un bien absoluto, la ideología como fin cerrado y perfecto, no puede reconocer en el enemigo ningún valor. El otro aparece solo como el representante de una falsa idea, la cual puede ser borrada, dada su total inferioridad. Aunque la ideología sea perfectamente utópica y hasta pacifista, como pueden describirse muchas ramas del liberalismo, el hecho de que entienda la política internacional como una relación de ideologías, perfectas y cerradas, y no de identidades políticas, esencialmente parciales, abre la puerta a la violencia total. Schmitt insistirá en que la violencia no aparezca como un designio de la ideología (el pacificismo) es completamente indiferente a la posibilidad del ejercicio de una violencia total. Más aún, son las ideologías y las organizaciones políticas que no saben darle un lugar estable y permanente a la violencia aquellas que más fácilmente pueden desatarla de modo radical en el momento en que la realidad les reclame un comportamiento violento (el momento de la represión estatal en el plano nacional y el de la guerra en el internacional, incluso de la diferencia con un rival al que se juzga de inmoral).

Esta visión más benigna de la categoría amigo-enemigo también posee un enorme potencial explicativo. Si la visión violenta y más extendida del amigo-enemigo servía para explicar el comportamiento aniquilador del totalitarismo nazi, esta lectura, más refinadas, más cercana a las intenciones de Schmitt, sirve para explicar por qué potencias a las que no inspiraba una ideología favorable a la violencia (el liberalismo de los aliados occidentales), en un contexto más bien pacifista, fueron capaces de llevar a cabo una guerra de completa violencia aniquiladora (en muchos casos, como las bombas atómicas o los bombardeos a ciudades alemanas, absolutamente injustificadas desde un punto de vista estratégico).

Benigna o exterminadora, la categoría amigo-enemigo permite unas enormes posibilidades explicativas a la enorme masa de acontecimientos violentos del siglo XX. Estas tragedias constituyen para las visiones canónicas del pensamiento político europeo —ya el liberalismo, ya el marxismo— lugares oscuros, hechos inexplicables, catástrofes lamentables, lo cual puede ser el inesperado inicio de una violencia total.

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