El populismo chileno vivió su auge en los años centrales del siglo XX y tuvo estilos distintos en Arturo Alessandri y Carlos Ibáñez del Campo, ambos formidables redentores del pueblo contra la acción de los poderosos. Esto, por cierto, en el discurso y en las promesas lanzadas por micrófono. La historiadora Sofía Correa Sutil hace a continuación una breve y precisa revisión del enquistamiento del populismo en la política chilena durante esos años y los que les siguieron.
El reciente holgado triunfo del kirchnerismo suscitó arraigados temores en Chile despertando las alarmas ante el populismo, ante su avance incontrarrestable, dado los paralelos históricos, siempre tan cercanos y a la vez tan diferentes, con los procesos políticos transandinos. Es cierto, el peronismo, movimiento decididamente populista, no da tregua en Argentina, mientras que por estos lados predomina una institucionalidad representativa mediada por partidos políticos con raíces en la base social. Sin embargo, el claroscuro prevalece, los contornos se difuminan y el futuro se ensombrece.
La política chilena durante el siglo XX estuvo traspasada por la amenaza y la presencia del populismo. No así en el siglo XIX, el cual se alarga más allá del 1900 de la mano de la llamada «República Parlamentaria». Hubo entonces clientelismo, pero no populismo. Unos señores oligárquicos, bien vestidos y moderados -en sus formas y en sus ideas- hablaban entre sí en banquetes, salones, y pasillos del Congreso Nacional; no apelaban al pueblo en sus disputas políticas, no obstante que debían satisfacer las demandas locales con medidas clientelistas, a través de las cuales distribuyeron la riqueza del salitre que llenaba las arcas fiscales: con caminos, puentes, ferrocarriles, oficinas de correos y telégrafos cubriendo el territorio, escuelas primarias, liceos en sólidos edificios, profesores formados en el Instituto Pedagógico y en las Escuelas Normales, iluminación urbana, alcantarillados, etcétera. Otorgando beneficios por doquier, consolidaban a la vez, las lealtades partidistas de una base social constituida entonces por sectores medios de la provincia y la capital. Entre éstos hubo quienes se transformaron en críticos acérrimos del orden oligárquico, otros buscaron integrarse a la política de la mano de mentores poderosos, aunque pronto comprendieron cuán difícil era horadar la cúpula oligárquica, cuán limitante era depender de sus protectores.
El León
Ya entrada la segunda década del siglo XX, la ambición y un agudo sentido de las circunstancias llevaron a Arturo Alessandri a romper con su mecenas terrateniente y convertirse en el León de Tarapacá, tribuno de la plebe. Tuvo que buscar apoyos en otras partes: en las clases medias de provincias y de Santiago (para ser proclamado candidato presidencial), en las masas que incluso no votaban (para amedrentar a la oligarquía e imponerse) y en los militares, introduciéndolos por primera vez a la deliberación política desde que fueran derrotados a mediados del siglo anterior (1851). El año de 1920 Alessandri abrazó el populismo como estrategia electoral. En su discurso, dividió al país entre buenos y malos: por una parte, el pueblo, su «querida chusma», la masa popular que encarnaba todas las virtudes, y por el otro los opresores, «la canalla dorada», es decir los señores oligarcas dueños hasta entonces de la política. Habló a su electorado con un lenguaje emotivo, sin contenidos programáticos: «con el corazón en la mano» haría de su persona «una amenaza para los espíritus reaccionarios», les prometió. Una vez en la Presidencia, Alessandri continuó abrazando el populismo como estrategia de gobierno. Para atemorizar a sus oponentes, movilizó a los cesantes de los albergues estatales a quienes les hablaba desde los balcones de La Moneda, culpando al Senado de no dejarlo gobernar y exigiendo, para el Presidente, mayores poderes. Considerando que su persona era la que encarnaba la voluntad popular, buscó imponerse sobre el Congreso, despreciando la representación soberana que éste portaba. Así, además, se lo hizo ver a los militares incluso en los mismos regimientos donde planteó su ideario político que consistía en la concentración del poder en el Presidente. El personalismo populista comenzaba a dominar, ensombreciendo la política partidista y representativa. Alessandri calculó que podría controlar a las masas, someter a los partidos y dominar a los militares. Se equivocó con los últimos, lanzando al país al quiebre de una sólida institucionalidad política y a la instalación de una dictadura encabezada por el oficial más desafiante, Ibáñez.
Ya entrada la segunda década del siglo XX, la ambición y un agudo sentido de las circunstancias llevaron a Arturo Alessandri a romper con su mecenas terrateniente y convertirse en el León de Tarapacá, tribuno de la plebe. Tuvo que buscar apoyos en otras partes: en las clases medias de provincias y de Santiago (para ser proclamado candidato presidencial), en las masas que incluso no votaban (para amedrentar a la oligarquía e imponerse) y en los militares, introduciéndolos por primera vez a la deliberación política desde que fueran derrotados a mediados del siglo anterior.
Esta primera experiencia populista, que duró algo más de una década, fue, en parte, consecuencia de una crisis política latente aunque a punto de explotar. Profesionales de sectores medios, como lo era el mismo Alessandri, anhelaban posiciones de poder en un escenario político cerrado, descrito por Alberto Edwards como plutocrático. Aunque insertos en los partidos dominantes, en especial entre liberales y radicales, no lograban tomar en sus manos la conducción de la política nacional, para lo cual necesitaban desplazar a la vieja oligarquía. Los militares, por su parte, una vez que se les convocara como árbitros de la situación, revivieron viejas cuitas por saldar, asentadas probablemente desde aquel algo lejano 1891. Por otra parte, fue el despliegue del personalismo populista de Alessandri el que terminó por precipitar la crisis de toda la institucionalidad. Una seguidilla de golpes de Estado, una dictadura, conatos revolucionarios, más golpes de Estado, una república socialista, populista y represiva, de breve duración, pusieron la lápida al viejo Chile parlamentario.
Terremoto ibañista
Veinte años más tarde, una segunda experiencia populista se adueñaba del electorado y llevaba a la Presidencia al viejo general. Era 1952 e Ibáñez recorría el país suscitando una sorprendente adhesión a su persona. Para sus admiradores sería «el general de la esperanza», aunque el discurso fogoso quedara a cargo de la incondicional María de la Cruz, comparada entonces con Eva Perón por su oratoria populista. «El caudillo enigmático», como le llamara uno de sus seguidores, Ernesto Würth Rojas, se dejaba cortejar por los sectores más diversos, desde nacionalistas a socialistas, que veían en su persona la única posibilidad de remontar la «crisis orgánica» y el sentimiento de frustración que se había apoderado del país. Con una escoba, símbolo de su campaña presidencial, se anunciaba que se barrería a los partidos políticos junto a sus prácticas de negociaciones y acuerdos, se les alejaría de la administración pública, se les derrotaría en las urnas. Hasta incluso se recurriría a la dictadura si fuese necesario, armados de una escoba. Una vez más, se apostaba al personalismo, al carácter autoritario y austero del general, para resolver los múltiples problemas que aquejaban al país, y de paso desarticular la representación política canalizada en partidos, a los que Ibáñez caracterizara como corruptos e ineptos. Su triunfo con un 47% del electorado fue percibido como un terremoto político, era el «terremoto ibañista» que lograba derrotar a las máquinas electorales de los arraigados y longevos partidos políticos chilenos. Aunque el populismo había llegado también a encarnarse en varios de los antiguos y de los nuevos partidos de la época.
«“El caudillo enigmático”, como llamara a Ibáñez uno de sus seguidores, se dejaba cortejar por los sectores más diversos, desde nacionalistas a socialistas, que veían en su persona la única posibilidad de remontar la “crisis orgánica” y el sentimiento de frustración que se había apoderado del país. Con una escoba, símbolo de su campaña presidencial, se anunciaba que se barrería a los partidos políticos junto a sus prácticas de negociaciones y acuerdos».
Una ola populista recorría entonces todo el continente latinoamericano. Perón gobernaba en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Velasco Ibarra en Ecuador y el MNR en Bolivia. Se habían comenzado a evidenciar los límites del modelo de industrialización que había adoptado el continente: mientras la economía de Europa crecía de la mano del apoyo de los Estados Unidos, Latinoamérica completa padecía de estancamiento productivo con inflación y, por tanto, de un recrudecimiento de la pobreza. El empleo no crecía, mientras que la población urbana aumentaba, y su indigencia se expresaba en favelas, villas miseria, poblaciones callampas. El gasto público se disparaba en un intento fallido de responder a múltiples demandas contradictorias entre sí, y la inflación generaba una espiral de huelgas incontenible. Los líderes populistas prometían la solución de todos estos múltiples males y también la redención del pueblo, para grandeza de la nación.
En Chile, decíamos, también en los partidos políticos se enseñoreó el populismo a mediados del siglo XX. Desde siempre el Partido Conservador se había visto a sí mismo como el verdadero representante de la nación en cuanto a que ambos, partido y nación, se identificaban con el catolicismo. Esta idea de representar monolíticamente un todo esencialmente homogéneo, permeó a los partidos católicos, y les permitió acoger el populismo en su seno, particularmente en las corrientes socialcristianas. Populista fue el doctor Cruz-Coke, candidato de conservadores y falangistas, quien en su campaña presidencial de 1946 se posicionó como candidato nacional por sobre los partidos, y con un discurso anticapitalista y nacionalista, se presentó como el «jefe» de «una gran cruzada de recuperación patria», un «apóstol» de la «redención moral» del país. Populistas fueron los socialcristianos escindidos del Partido Conservador, fuesen los dirigentes falangistas o el riquísimo empresario Vial Espantoso con su discurso obrerista, anticapitalista, y estatista, y su incitación a la huelga en apoyo a su programa cuando fuera ministro de Hacienda, a mediados del siglo XX.
No pocos socialcristianos acompañaron a Ibáñez en su campaña presidencial en el segundo ciclo populista de la política chilena. También lo hicieron los socialistas populares, fracción que recogía las tendencias populistas presentes desde los orígenes mismos del Partido Socialista. Los socialistas populares pensaron que podrían utilizar el carisma del general para construir un movimiento obrerista, pensaron que podrían controlarlo e imponerse sobre los distintos partidos y corrientes que llegaban con él a La Moneda. Frustrados en el intento, decidieron abandonarlo a meses de haber llegado al gobierno y se volcaron a la oposición. Por su parte, el recientemente creado Partido Agrario Laborista, que acompañó a Ibáñez durante toda su presidencia y que luego se disolvió, habiendo recibido una fuerte influencia del peronismo argentino, del MNR boliviano y del peruano APRA, aspiraba a crear un movimiento populista en torno al general.
Adicionalmente, a finales del gobierno de Ibáñez fue creado el Partido Demócrata Cristiano, en el cual confluyeron diversas fracciones socialcristianas, parte de los agrario-laboristas y los falangistas, que lo hegemonizaron. Si bien el nuevo partido tuvo desde sus inicios una vertiente tecnocrática, planificadora, ésta hubo que convivir con el populismo socialcristiano, que se reflejó sobretodo en la propuesta, e implementación una vez en el gobierno, de una política de Promoción Popular. Ideada primeramente por los jesuitas, Roger Vekemans en particular, la Promoción Popular buscaba crear una red de organizaciones sociales que, no obstante siendo autónomas de la militancia partidista, le darían una base electoral incontrarrestable al partido, materializando finalmente la vieja idea de la identidad del partido católico con el pueblo católico, y que permitirían distanciar a los sectores populares de los partidos marxistas.
El segundo ciclo populista de la política chilena terminó en la revolución -fuese en libertad como la formulaba la Democracia Cristiana, o con empanadas y vino tinto como la propuso la izquierda-, y en un cruento golpe de Estado, con las fuerzas armadas arrogándose el poder constituyente para poner fin a la institucionalidad política, clausurando el Congreso Nacional y la vida partidista.
Populistas y corporativistas
Ahora bien, un tercer ciclo populista se vislumbra desde los inicios de la segunda década del siglo XXI, de la mano de los movimientos sociales que se identifican a sí mismos con las demandas populares más urgentes, y con las soluciones imprescindibles que el país necesitaría para vivir en paz, con justicia y felicidad. En un contexto de exacerbado presidencialismo y de una amplia desafección de la ciudadanía con los partidos y con el Congreso Nacional, los dirigentes de los movimientos sociales interpelan a los representantes políticos, sea en el Congreso, sea en el Ejecutivo, para que se rindan a sus exigencias, como requisito para que mantengan su legitimidad. En esta dinámica la democracia representativa sufre una erosión inconmensurable. Los movimientos sociales son tan exitosos en cuanto débiles son los partidos políticos. Mirando cotidianamente las encuestas, un fenómeno enteramente nuevo en la dinámica política, los congresistas y el Ejecutivo, van cediendo a las presiones de los movimientos sociales, concediéndoles esta pretensión de identificación del movimiento con el pueblo -percibido como unidad homogénea-, se suman a sus demandas y se las apropian para evitar de esa manera ser avasallados. Así entran en un espiral de continuo debilitamiento y deslegitimación.
Desde las ciencias sociales se ha caracterizado de variadas maneras el fenómeno del populismo. Aun así, si de América Latina se trata, estamos ante un líder carismático que moviliza masas urbanas insatisfechas en función de un discurso emotivo, moralista y antioligárquico. El pueblo, encarnación de lo virtuoso, no aparece como una clase social determinada sino como el conjunto de la nación, que se identifica con el líder populista en términos emocionales. En el populismo latinoamericano no hay mediación institucional entre el líder y las masas movilizadas, de allí que el discurso anti partidos le sea consustancial. La liberación popular prometida ha de ser obra del Estado, concebido no como una institucionalidad determinada, sino como la personificación del mismo pueblo, identificado con la nación; de allí que el populismo latinoamericano sea también nacionalista.
Históricamente, en el caso chileno, hemos visto que el populismo se expresa como un discurso que apelando a las emociones divide el país entre unos pocos opresores corruptos y unas mayorías portadoras del bien y la virtud, víctimas de aquéllos. Hemos visto que es posible visualizar el populismo cuando aparece una figura, partido o movimiento que se arroga su identificación con el pueblo como entidad homogénea, sin fisuras ni diversidad de intereses o formas de pensamiento, y que pretende tener a la mano la solución a todos sus problemas, que no serían sino fruto de la acción del puñado de corruptos, a los cuales se debe desplazar o eliminar para conseguir sin más la felicidad del pueblo. El populismo no sólo desconoce el resguardo de los derechos de las minorías, sino que además, busca deslegitimar la representación política mediada por partidos asentados en el Congreso Nacional; la representación es reemplazada por una identificación entre el pueblo y la figura carismática o el movimiento. Por eso el populismo pone en peligro la institucionalidad propia de la democracia representativa, y termina en autoritarismos y dictaduras.
En el caso de la historia política chilena, el populismo ha caminado de la mano del corporativismo. En 1925, en la discusión de la subcomisión constituyente presidida y dirigida por Alessandri, éste propuso que el Senado tuviese representación corporativa, incorporando a las que entonces se llamaban «fuerzas vivas de la nación», un conjunto sectorial nunca bien definido. Los demás comisionados, dirigentes de todos los partidos políticos de la época, se opusieron tenazmente a esta novedad (¿inspirada en la Italia de Mussolini?). Alessandri abandonó la propuesta para concentrarse, sin dar su brazo a torcer, en asegurar un régimen presidencial en la nueva Constitución. Posteriormente, durante la dictadura de Ibáñez, junto con la creación de numerosas entidades estatales, se aseguró en ellas una participación de las asociaciones empresariales, especialmente tratándose de las agencias fiscales con fines crediticios, y se intentó organizar un sindicalismo afín al general. Durante la República Socialista, se quiso crear una nueva Constitución «funcional», de carácter definidamente corporativista, con representación directa de sindicatos. De modo que en este primer ciclo populista, el corporativismo se hizo presente con fuerza.
En cambio, durante la segunda experiencia populista, la de los años 50, el corporativismo había sido derrotado y deslegitimado con el triunfo aliado en la Segunda Guerra, así es que sólo se manifestó en las propuestas de grupos minoritarios que rodeaban al general Ibáñez. Si bien las asociaciones empresariales habían asegurado su lugar en los directorios de empresas y agencias estatales, la representación política a través de una amplia gama de partidos no era desafiada por propuestas de representación corporativa sino fuera por pequeños grupos sin arraigo en la ciudadanía.
En cambio, en la actual arremetida populista, existe una dimensión corporativista que no se reconoce como tal. No de otra manera podría llamarse el intento de sectores específicos de la sociedad de manejar la agenda política por la vía de considerarse la encarnación del pueblo. Más aún, en las diversas propuestas de Asamblea Constituyente que dominaron la discusión política hacia 2015, no faltaron quienes propusieron que dicha Asamblea se constituyera en base a una representación corporativa, sectorial, en un intento de deslegitimar la representación política de ciudadanos electores, reflejo de la vieja idea liberal de un hombre/mujer, un voto.
«En las diversas propuestas de Asamblea Constituyente que dominaron la discusión política hacia 2015, no faltaron quienes propusieron que dicha Asamblea se constituyera en base a una representación corporativa, sectorial, en un intento de deslegitimar la representación política de ciudadanos electores».
Así pues, a pesar de la sólida creación institucional del siglo XIX, que permitió la consolidación de una representación pluralista de la sociedad a través de una amplia gama de partidos políticos que reflejaron la diversidad social y doctrinaria del país, partidos que fueron capaces de negociar sus diferencias en la arena política por excelencia como lo es el Congreso Nacional; a pesar de la raigambre y fortaleza de estos partidos centenarios, aun así, el populismo logró impregnar la política chilena en distintos ciclos a lo largo del siglo XX, como hemos podido apreciar. Aún más, incluso entrado ya el siglo XXI pareciera que la amenaza de un rebrote populista está al acecho, y con éste, un cuestionamiento de la legitimidad de la democracia representativa, del orden liberal, de los partidos políticos como canales de la representación ciudadana, y del Congreso Nacional como el espacio decisivo para la negociación entre los intereses y perspectivas diversas y contradictorias que conviven en toda sociedad. Amenaza la prevalencia de una opción populista, de la mano de la representación corporativa, que pondría fin al pluralismo político, exacerbando el personalismo, encarnado en cualquier caudillo que se presente como la encarnación del pueblo y se pretenda un visionario del futuro.