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Libertad de expresión, populismo y universidades

El eje de un conflicto.

Harald Beyer.
Rector Universidad Adolfo Ibáñez Santiago, Chile. Á - N.3

Hasta 2005, según datos de Freedom House, los derechos civiles y políticos iban en aumento. Las democracias se consolidaban en distintas latitudes en un avance sin precedentes desde mediados de los 80. Parecía una tendencia irreversible. Sin embargo, desde ese momento esos derechos no han dejado de caer, sorprendiendo a las más diversas comunidades y, desde luego, a los expertos. Junto con este fenómeno han surgido nuevos liderazgos y movimientos políticos que hasta no hace mucho parecían impensados. Quizás el caso más emblemático es el de Donald Trump que arrasó en las primarias republicanas pulverizando los cimientos que sustentaban ese partido y acallando sus liderazgos más representativos. Luego, obtuvo el triunfo en la elección presidencial derrotando a una candidata, más allá de sus defectos, bastante excepcional como Hillary Clinton.

 

Su discurso era claramente de tinte populista y se emparentaba con otros fenómenos que estaban ocurriendo en otras latitudes. En efecto, la democracia «iliberal» es una expresión que viene hace un tiempo resonando con fuerza en nuestros oídos: un orden político donde los gobernantes son elegidos en las urnas, pero que luego revisten sus administraciones de un carácter autoritario sobre la base de que habría algunos grupos con más derecho a desarrollar sus iniciativas que otros. A estos últimos hay que callarlos y denunciarlos. Los medios, a veces los expertos, son fuente de fake news o incapaces de comprender a la ciudadanía. En estos contextos se tolera a los opositores, «pero se usan todos los medios posibles, legales e ilegales, para reducir las habilidades de los adversarios para funcionar y para reducir la competencia en política y en la economía».[1] Por cierto, ahí donde las instituciones son más fuertes se denuesta a los opositores o se los acusa de propagar mentiras y no tener la autoridad moral para participar en el proceso de deliberación propio de las democracias.

 

Detrás de este fenómeno, se revela que las democracias o su funcionamiento están sometidas a un severo cuestionamiento. El auge relativo del populismo no puede separarse del todo de esta realidad. Mudde y Rovira definen populismo como «una ideología débilmente organizada que considera que la sociedad está separada últimamente en dos grupos homogéneos y antagónicos: “el pueblo puro” y “una elite corrupta” y que argumenta que la política debe ser una expresión de la volonté générale del pueblo».[2] Al ser ideológicamente débil y representar apenas un puñado de ideas, el populismo es flexible y puede adaptarse a diversas ideologías duras. No es raro, entonces, que pueda alineárselo con movimientos de derecha o izquierda. Es fácil visualizar en esta concepción la posibilidad de que el populismo pueda devenir en autoritarismo (más allá de la forma de elección de los líderes populistas). Particularmente, porque exige de la política la tarea de respetar la voluntad del pueblo a como de lugar. Así, sería legítimo limitar las acciones de quienes se «apartan» de la representación de esa voluntad general. Esta aproximación es quizás las más riesgosa para la democracia. Hay poca simpatía con el pluralismo, particularmente porque este acepta visiones diferentes y, por cierto, argumenta que nadie puede erigirse en el único o verdadero representante del pueblo. La idea implícita en esta visión de comunidad política es muy empobrecedora. Como ha sostenido Isaiah Berlin, «la clase de fin que puede conseguir la adhesión de una sociedad […] es tan general que deja abierta la cuestión de qué clases de vida o de comportamientos lo encarnan. Ninguna sociedad puede ser tan “monolítica” que no exista un vacío entre su finalidad suprema y los medios que conducen a la misma».[3]

 

El populismo desecha esta visión, porque ella le resta sustento a su postura. La idea de que el pueblo puede no ser monolítico es extemporánea y no cuadra con el discurso que ofrece. Es interesante notar que aún se podría sostener que hay una elite corrupta ⸻independientemente de que Berlin u otros autores seguramente no argumentarían en estos términos⸻, pero la pretensión de un grupos homogéneo y puro queda debilitada. Por ello no es raro, como ha sostenido Müller, que «los populistas siempre distinguen moralmente entre quienes propiamente pertenecen y aquellos que no (incluso si ese criterio moral es últimamente nada más que una forma de política identitaria)».[4] Hay buenos y malos y por eso se usa fácilmente el discurso moral para desconocer a quienes no comparten los planteamientos. Así, por ejemplo, Hillary era deshonesta, los medios difunden fake news y quienes disienten son parte de la elite corrupta o responden a ella. Por eso, que «el problema real con el populismo es que su negación de la diversidad significa, en la práctica, negar el estatus de algunos ciudadanos como libres e iguales» …[5] [Los] populistas inmediatamente personalizan y moralizan el conflicto político: los otros, insisten, son simplemente “corruptos” y “deshonestos”».[6] Ahora bien, este enfrentamiento moral que intenta establecer el populismo parece tener un carácter más generalizado en el debate político contemporáneo. En un reciente artículo Robert Sapolsky, profesor de biología y neurología de la Universidad de Stanford, nos recuerda la capacidad que tiene nuestro cerebro para distinguir, en apenas una fracción de segundo, entre los integrantes de nuestro grupo y los externos y cómo nos incentiva a ser amables con los primeros y hostiles con los segundos. Esos sesgos serían automáticos e inconscientes y emergerían a muy tempranas edades. Con todo, tendríamos capacidad de controlar estos instintos, aunque ello no significa que las bases psicológicas para el tribalismo desaparezcan.[7]

 

La propensión de la mente humana para un pensamiento que distinga entre ellos y nosotros estaría fuertemente arraigada. Es más «en cada oportunidad los seres humanos realizarían juicios moralmente cargados y automáticos respecto de grupos sociales».[8] Esto lleva a que nuestros compromisos fundamentales digan relación con aspectos familiares y que otros grupos probablemente sean vistos, al menos inicialmente, con escepticismo, temor u hostilidad. Por cierto, esto no significa que los seres humanos no puedan moderar hacia otros, pero «hacerlo es usualmente un paso correctivo secundario».[9] Ahora estas clasificaciones que distinguen entre ellos y nosotros son arbitrarias y aparentemente muy fluidas. Así, el discurso de ellos y nosotros no estaría atado necesariamente a características humanas permanentes como sería la etnia o el origen de una persona. Por cierto, este hecho también hace que el contexto social pueda ser relevante y que las divisiones entre ellos y nosotros sean, en algún grado, manipulables. Sapolsky ve en la apelación al nacionalismo evidencia de ese fenómeno, porque es una forma lúcida de acudir a ese tribalismo que está en nuestra psicología. Pero en la sociedad moderna que habitamos y que crea comunidades de distinta naturaleza es posible imaginar que ese tribalismo emerge de maneras inesperadas que no necesariamente son el resultado de una manipulación sino la agrupación espontánea de las distintas tribus que se pueden imaginar que forman parte de ella. La dinámica que se observa en las redes sociales es un buen ejemplo de ello, pero ciertamente las trasciende. Así, la convivencia se torna más compleja y las posibilidades de que el discurso de ellos y nosotros pueda controlarse se debilitan y emergen con más frecuencia, seguramente como fenómenos esporádicos más que permanentes si es que Sapolsky está en lo cierto. Pero, claro, en algunas circunstancias ellos pueden adquirir una fuerza e incluso una violencia inusitada. Las emociones y las categorizaciones morales que las acompañan exacerbarían los conflictos. Algo de ello parece estar acompañando la realidad de los campus universitarios con serios riesgos para la libertad de expresión. Por cierto, hay un contexto más amplio que la sección siguiente intenta describir.

 

Evolución reciente de la política: la importancia de las identidades

 

El populismo ha estado siempre presente en el desarrollo político de las naciones. Por eso, su presencia en la escena política no es sorprendente. Sí lo es, en cambio, el éxito relativo que ha tenido en diversas naciones, incluidas algunas muy desarrolladas, que son celebradas por su desarrollo institucional y cultural. Este éxito ha estado acompañado de una apelación al nacionalismo que, en términos generales, es propio de la globalización que estamos experimentando y, en particular, de los fenómenos migratorios que se observan en muchos países y que, no hay que ocultarlo, han incomodado a diversos grupos sociales que habitan esas naciones. Pero ésta es una dimensión particular de la evolución política de las últimas dos décadas. Diversas naciones, en otras épocas, han recibido corrientes migratorias significativas que no parecen haber causado los actuales efectos políticos. A su vez, la globalización, más que un proceso disruptivo e inesperado, es uno de carácter continuo que lleva varias décadas sino siglos en construcción. Por cierto, el desarrollo tecnológico la ha hecho cada vez más presente, pero no por eso sorpresiva. En ese sentido, hay otros fenómenos sociales, económicos y políticos que ayudan a entender esta realidad. Uno fundamental parece ser la emergencia de una política de identidades que ha cobrado mucha fuerza.

 

El análisis de Francis Fukuyama al respecto resulta interesante.[10] Pero antes de entrar en este, es bueno recordar que esta preocupación por rescatar las identidades de distintos grupos sociales es, en gran medida, lo que cabría esperar como consecuencia de la evolución de las democracias liberales y su interés en reconocer a todos sus ciudadanos como iguales en derechos y dignidad. La democracia se ha consolidado articulando la expansión en el reconocimiento de distintos grupos. Este alcanza una plenitud si todas las instituciones creadas por el ser humano para articular y mejorar la vida en común se abren al reconocimiento de esos grupos. Esa apertura no siempre es completa. El reconocimiento al derecho de sufragio, por ejemplo, ha sido históricamente más fácil de ampliar que el acceso a la educación y este más fácil que el matrimonio para personas del mismo sexo. Por cierto, estos son algunos de los planos en los que puede producirse el reconocimiento, pero hay muchos otros que se pueden imaginar.

 

La demanda por reconocimiento a veces adquiriría un tono agresivo, motivada por la idea moral de que los caracteres internos auténticos que tenemos no son suficientemente reconocidos, la sociedad en la que vivimos los reprime. Así, si el reconocimiento no es satisfecho, la actitud que corresponde es una de denuncia y que, posiblemente recurriendo a Sapolsky, exacerba el discurso de ellos y nosotros. Es muy posible que en la democracia liberal este riesgo de «enfrentamiento» crezca, toda vez que ésta no funciona perfectamente y es inevitable que muchos grupos sean tratados, más allá del propósito declarado por ella, con un respeto que se estima desigual. Pero si, además, estos alineamientos entre ellos y nosotros son efectivamente muy fluidos las experiencias vividas en una sociedad compleja como la actual pueden producir grupos cada vez más atomizados. Tiene sentido, entonces, cuando Fukuyama plantea que «cada persona y cada grupo experimenta la falta de respeto de diferentes maneras, y cada uno busca su propia dignidad. Así la política de identidades engendra su propia dinámica, a través de la cual la sociedad se divide en grupos cada vez más pequeños en virtud de su particular “experiencia vivida” de victimización».[11] En opinión de Fukuyama, esta visibilidad de algunos grupos conduce casi inevitablemente a una disminución en el estatus de los grupos que son desplazados generando una política de resentimiento y de reacción negativa. Cabría agregar que aquellos que reciben un reconocimiento quieren defenderlo y consolidarlo, por lo que pueden hacer todo lo que esté a su alcance para que esa situación se mantenga. En este escenario se reduciría la posibilidad de deliberación y acción colectiva. Habría que, de alguna manera, intentar neutralizar esta dinámica apelando a que las personas pueden compartir valores y aspiraciones que trascienden sus grupos más afines.

 

Fukuyama cree que ello es posible y a través de esta vía se lograrían mantener democracias más funcionales. Sin embargo, los caminos que propone no son totalmente convincentes. Además, como él mismo plantea «la política de identidades contemporánea está motivada por la búsqueda intensa de igual reconocimiento por parte de grupos que han sido marginalizados por las sociedades en las que habitan. Pero ese deseo por igual reconocimiento puede traducirse fácilmente en una demanda por reconocimiento de la superioridad del grupo. Esta es un parte relevante de la historia de los nacionalismos y las identidades nacionales como también de ciertas formas de política religiosa extremista».[12] Pero claro, también esta realidad puede producirse en otros contextos y con otras sensibilidades. Si ello es así, las soluciones no son evidentes. Por eso, ve en «el crecimiento de la política de identidades en las democracias liberales modernas una de las principales amenazas que éstas enfrentan, y a menos que podamos reconstruir una comprensión más universal de la dignidad humana, nos vamos a condenar a un conflicto continuo».[13]

 

Precisamente el desafío sería construir proyectos políticos que, de alguna manera, pudieran sumar más que dividir. Indudablemente que esto no significa desconocer la importancia de «incorporar» a esos grupos en plenitud a la vida democrática reconociendo que tienen una igual dignidad que no solo se puede expresar en el discurso sino en acciones concretas que hagan realidad esa aspiración. Con todo, la vida democrática no se puede tratar solo de esto. Si el foco está solo ahí el riesgo de que se despierten las predisposiciones psicológicas al llamado de la tribu se amplifican. Fukuyama responsabiliza especialmente a los sectores progresistas de esta tendencia. «El problema con la izquierda contemporánea son las formas particulares de identidad que ha decidido celebrar. Antes que construir solidaridad en torno a grandes colectividades … se ha enfocado en grupos pequeños que están siendo marginalizados de maneras muy específicas. Esto es parte de una historia más grande … en la cual el principio de reconocimiento igualitario y universal ha mutado en el reconocimiento especial de grupos particulares». [14] En este enfoque la persona pierde relevancia y sus libertades y derechos específicos se pueden subordinar al interés de los grupos. Esta tendencia ciertamente no es bienvenida. La libertad de expresión, por ejemplo, es candidata a ser limitada. Hay en ella siempre el riesgo de incomodidad para otros y se puede creer que la reivindicación de esos grupos marginalizados exige quizás prudencia en la expresión. Es un error, pero algo de eso se está viviendo, como veremos en la siguiente sección, en la universidad estadounidense y en otras instituciones de países desarrollados. Estos fenómenos, como muchos otros, rápidamente se globalizan y, por tanto, no sería extraño que los viéramos más temprano que tarde en nuestros campus universitarios. Algo de ello hemos visto, aunque muy focalizado en líderes políticos. El fenómeno es más general en otras latitudes. Sería un error ponerle límites a la libertad de expresión para ampliar nuestra comprensión actual de las identidades. Ello debilita el discurso racional propio de los procesos deliberativos que acompañan a las democracias. No tiene sentido controlar todo aquello que pueda perturbarlas.

 

El error de la izquierda en concentrarse en las demandas identitarias es explorado desde dentro por autores como Mark Lilla.[15] Este, golpeado por la elección de Donald Trump, intenta una explicación del mal desempeño relativo de los demócratas. [16] Y cree que este estuvo influido por la poca capacidad del Partido Demócrata para construir un discurso que convocara a todos los ciudadanos estadounidenses: «Los liberales perdieron el hábito de tomar la temperatura de la opinión pública, construir consensos y avanzar gradualmente».[17] La sensación de Lilla, entonces, es que los demócratas habrían dejado de resaltar un proyecto común, históricamente la fuente de su éxito político: «se habrían perdido en la maraña de la política de identidad y desarrollaron una retórica de la diferencia divisiva y resentida para abrazarla».[18] El problema para Lilla no es que estas identidades afloren. «El foco de atención no estaba ahora en la relación entre nuestra identificación con los Estados Unidos como ciudadanos democráticos y nuestra identificación con diferentes grupos sociales. La ciudadanía había desaparecido del panorama. Y las personas comenzaron a hablar de sus identidades personal en términos de su pequeño ser interno…La única pregunta relevante pasó a ser una profundamente personal: qué es lo que mi país me debe en virtud de mi identidad».[19]

 

Por distintas razones, que por espacio no podemos abordar, la nueva izquierda, muy activa en los 60 y 70 en el espacio público, toma la decisión, en opinión de Lilla, de retirarse a las universidades. Y esa generación le habría transmitido a los estudiantes, que una vez egresados han sido una fuente de influencia en el devenir actual Partido Demócrata, una particular concepción de la política. No necesariamente buscada, pero de efectos relevantes en el devenir de la izquierda norteamericana: «si quieres ser una persona política deberías comenzar, no por afiliarte a un partido, sino por buscar un movimiento que tiene un particular sentido para ti».[20] A la luz de estos desarrollos, «el estudio de identidades parecía ahora la tarea académica/política más urgente […] incentivando también una fascinación obsesiva con los márgenes de la sociedad, tanto así que los estudiantes han terminado con una imagen distorsionada de la historia y de su país en el presente…».[21] En este contexto, a una estudiante «podría enseñársele que entenderse a sí misma depende de explorar los diferentes aspectos de su identidad … Una identidad que aprende ha sido moldeada en gran medida por fuerzas políticas y sociales diversas… de lo que posiblemente concluirá que el objetivo de la educación no es insertarse de manera gradual en un mundo más amplio … sino que interactuar con el mundo y, en particular, la política con el objetivo limitado de entender y confirmar lo que ella ya es».[22] El espacio para construir agendas ampliamente compartidas se va cerrando. El riesgo evidente es que la política se vuelva eminentemente tribal. En este contexto, no solo emergen visiones distintas respecto de los asuntos que interesan a una comunidad, sino que ausencia de diálogo, porque emergen coaliciones que se perciben en distintas categorías morales sin iguales derechos de expresar puntos de vista. El propio Lilla arguye que «[m]ientras más obsesionados se vuelven los liberales [en el sentido estadounidense] con las identidades personales, menos dispuestos están a involucrarse en un debate político razonado».[23]

 

Por cierto, más allá de si Lilla tiene razón respecto de los orígenes de esta tendencia en las universidades su instalación seguramente trasciende fronteras ideológicas. Si me identidad determina todo, qué oportunidades reales hay para el diálogo en el que se fundan las comunidades políticas y, por cierto, las universidades. ¿Qué lugar tiene la persuasión en esta forma de ver el mundo? Hay materias vedadas más que argumentos. «Solo aquellos con una identidad aprobada tienen, al igual que los chamanes, el permiso para expresarse sobre algunas materias».[24] Es difícil no ver una exageración en los argumentos de Lilla. Las explicaciones deben ser más complejas, pero hay un punto en su mirada que debe considerarse. Hay efectivamente en la preocupación por las minorías y la política de identidades que la acompaña «un distanciamiento del contacto con gran parte del país y muchas personas cuyas visiones no son exactamente las nuestras en cada asunto específico… que no significa que exista una “mayoría silenciosa” escondida u homogénea cuyas visiones sean más virtuosas o importantes que las de otros…sino que al estar tan enfocados en sí mismos y a los grupos que pertenecen, los liberales identitarios adquieren un desdén adicional por la política democrática ordinaria, porque significa interactuar y persuadir a personas distintas. En lugar de ello comienzan a dar sermones a las masas incultas [unwashed en inglés] desde un púlpito elevado».[25]

 

 

En esta aproximación, en lugar de congregar, se separa a la población; los «nuestros» y los «ellos» se instalan en el debate, la posibilidad de tender puentes se debilita, los argumentos no se contrastan y la polarización se exacerba y se queda. Por cierto, en las universidades esto se puede exacerbar. Los jóvenes menos experimentados suelen darle un carácter moral a los asuntos que los inquietan. Hay mayores posibilidades de fanatismo y, por consiguiente, de darle un espacio al debate razonado de distintos argumentos. Solo algunos argumentos son aceptables y otros no tendrían el piso moral para ser acogidos en la plaza pública. De ahí a condenar a quienes han expresado en alguna etapa de sus vidas esos argumentos hay un paso casi automático.

 

Universidades y libertad de expresión

 

Harvey Mansfield, un destacado Profesor Emérito del Departamento de Gobierno de Harvard, fue invitado recientemente (febrero de 2019) y luego «desinvitado» por la Universidad de Concordia en Canadá para que dictara una clase magistral en la graduación de su College de Artes Liberales. Este, como muchos Colleges de estas características, forman a sus estudiantes a partir de la tradición de los Great Books y el pensamiento occidental que estos libros recogen. El Profesor Mansfield es uno de los filósofos políticos más reconocidos en este ámbito. Ha sido autor de reconocidos estudios sobre Aristóteles, Edmund Burke, Nicolás Macchiavello, Alexis de Tocqueville, Thomas Hobbes, entre otros. Parecía el conferencista ideal.

 

Sin embargo, su pensamiento conservador lo había hecho emitir, en unas pocas ocasiones, juicios muy discutibles y sin sustento de que los gays, por la imposibilidad de tener hijos, serían socialmente menos responsables. También escribió un libro Manliness donde defendía una visión moderadamente conservadora de los roles de género lamentando el poco valor que se le atribuía a la masculinidad en la sociedad actual. El libro era una defensa modesta de ella, pero con muchas dudas, toda vez que su presencia podía ser positiva o negativa. Con todo, había también algunos planteamientos bien discutibles e incluso diversos sesgos y autoras incorrectamente presentadas.[26] Más allá de los argumentos equivocados que puede tener Mansfield es difícil entender por qué debe suspendérsele la invitación en una actividad donde nadie puede negar que es una autoridad reconocida. Es difícil creer que su sola presencia podía ser motivo de ofensa.

 

Erika Christakis, una destacada experta en educación inicial, profesora adjunta de la Universidad de Yale hasta 2016, escribió a los estudiantes de Sillman College, donde ejercía con su marido, un destacado médico y sociólogo también profesor de Yale el cargo de co-master, un mail donde los invitaba a reflexionar sobre si debían tomar en serio las recomendaciones que las autoridades de la universidad establecían para los disfraces de la jornada de Halloween de 2015. Ella escribía desde una perspectiva de psicología del desarrollo y los invitaba a tomar una decisión razonada y deliberar con sus compañeros si algún reparo emergía como consecuencia del disfraz elegido. The Atlantic, una respetada revista estadounidense, sostuvo que el mail enviado por ella era un modelo de compromiso cívico, bien pensado y relevante. Sin embargo, generó una enorme ola de cuestionamientos y cartas firmadas por profesores y estudiantes para que la pareja fuera removida de sus cargos de co-masters. Se acusaba a la autora y a su marido de ser racistas o al menos ser insensibles a la discriminación que han sufrido y sufren diversos grupos minoritarios. Las protestas contra ellos se volvieron agresivas. Las personas que los criticaron, particularmente los estudiantes y también algunos profesores, plantearon que el matrimonio no tenía derecho a la libertad de expresión, porque sus argumentos creaban un espacio para que la violencia ocurriese en el campus. Ambos terminaron renunciando al cargo de co-masters y ella dejó la Universidad. El mail, más allá de la evaluación de The Atlantic, efectivamente tenía ejemplos que revelaban una ingenuidad o falta de sensibilidad respecto de la ofensa que, para grupos históricamente marginalizados, podían significar algunos disfraces. Pero no había mala fe en su escrito. Ejercían una opinión que, más allá de un error puntual involuntario, no era ofensiva y menos violenta. Acallarlos, en cambio, constituyó un acto sencillamente de intolerancia.
Charles Murray, controvertido coautor de The Bell Curve, fue impedido, de una manera violenta, de dar una conferencia en Middlebury College en marzo de 2017, toda vez que sus posiciones conservadoras y ese libro en particular ofendían a estudiantes que habían tenido una historia de exclusión en instituciones como la que ofrecía esta conferencia. El libro cometió ciertamente importantes errores en la interpretación de la información que recolectó. En particular, una de las tesis que apuntaba a que las diferencias efectivas en mediciones de inteligencia entre blancos y afroamericanos no podía sostenerse empíricamente. En general, la información disponible en ese entonces, así como la actual, no permite saber las causas de estas brechas.[27] Ahora, la exposición no era sobre este asunto sino sobre los desarrollos sociales ocurridos desde su libro Coming Apart que, en general, fue bien recibido por la academia y considerado entre los 100 libros más notables del año 2012 por el New York Times. No cabe duda, que era una materia interesante para estudiantes universitarios y que podía generar una interesante deliberación. Sin embargo, el carácter eventualmente ofensivo de su anterior libro y las sensibilidades que podía generar hacían de Murray un autor incómodo.

 

Estas historias que, por cierto, no liberan de cuestionamiento a sus protagonistas, ilustran la amenaza a la libertad de expresión que está asomando en las universidades de países desarrollados. No había nada en estas actividades que realmente pudiese lastimar a un estudiante de una universidad selectiva. No hay discurso de odio en estos hechos y ninguna difamación a persona alguna. Todas involucran opiniones que son perfectamente debatibles en la esfera universitaria. Es más, posiblemente esa deliberación es muy bienvenida, porque hay muchos espacios para el aprendizaje y revisar los propios argumentos. Con todo, muchos se preguntan si las universidades deben ser un lugar donde todas las ideas pueden expresarse. La libertad de expresión, incluso aquella controvertida, es central para la formación y el aprendizaje. Por supuesto, en los laboratorios de física no toda idea es aceptable, pero ahí no está en cuestión la libertad de expresión sino la forma válida de hacer ciencia.

 

Con todo, la idea de que las universidades deben ser un lugar abierto a la libertad de expresión, en particular porque en ellas prima una investigación abierta y una curiosidad natural que es indispensable para desarrollar su labor no siempre es considerado un buen argumento. Jeremy Waldron revisando un conjunto de libros que abordan la situación de la libertad de expresión en los campus estadounidenses se pregunta «¿Es la investigación libre de los matemáticos, los filósofos o los físicos realmente en riesgo por la forma en que un grupo de estudiantes responde a una invitación de Ann Coulter o Milo Yiannopoulos? La gran mayoría de los asuntos de libertad de expresión no tienen nada que ver con las clases, las investigaciones o seminarios en los que la libertad académica está envuelta».[28] Muchas de las actividades que generan controversia están relacionados con la política de los estudiantes de la universidad y se entiende poco, argumenta Waldron, la conexión entre ellas y la investigación que se realiza en escuelas y departamentos de una universidad. Claro que este planteamiento es algo mañoso. Estas actividades no están dirigidas a esos investigadores. En general, son parte de la vida universitaria y buscan enfrentar a los estudiantes a distintos puntos de vista que, podemos concordar, no siempre son particularmente iluminadores.

 

La formación de estudiantes se enriquece a partir de puntos de vista diferentes. Es esa la característica que se quiere destacar cuando se plantea la necesidad de que no se puede censurar la expresión de ideas. Por cierto, la discusión principal no es sobre Coulter o Yiannopoulos, sino sobre las situaciones como las descritas al comienzo de esta sección. La aceptación de estos personajes es un asunto más bien de prudencia, porque descartar a unos y permitir a otros obliga a trazar una línea difícil de dibujar. Más razonable es el planteamiento del Comité sobre Libertad de Expresión de la Universidad de Chicago que sostiene que «no es el papel adecuado de la Universidad intentar proteger a los individuos de ideas y opiniones que no son bienvenidas, que son desagradables e incluso profundamente ofensivas … preocupaciones por el civismo y respeto mutuo nunca pueden ser utilizadas como una justificación para clausurar el debate de ideas …». Agrega el Comité que esto no significa que «los individuos puedan decir cualquier cosa que deseen en todo lugar. La Universidad puede restringir la expresión que viola la ley, que falsamente difama a un individuo específico, que constituye una amenaza o acoso genuino, que invade de modo injustificado la privacidad o intereses confidenciales o que es incompatible con el funcionamiento de la Universidad».

 

Aquí hay una división que parece sensata y poco controvertida. Con todo, ella, a veces, es aceptada con reparos. Así, se argumenta que «tenemos que advertir que la protección de la libertad de expresión puede ser usada como una cubierta para intimidar a aquellos con menor poder».[29] En la misma dirección se apunta a que «la decisión respecto de lo que realmente produce daño es política».[30] Pero la política no parece ser una buena guía para discernir qué opiniones y expresiones tienen cabida en un campus universitario. Se podría insistir que «mucho de lo que se dice de la educación superior en años recientes apunta a cómo los campus reaccionan cuando conferencistas de alto perfil los visitan. Estas reacciones (muchas predecibles) tienen poco que ver con los proyectos educativos que se están desarrollando. Cuando los provocadores flirtean con (o directamente abrazan) un discurso de odio, no deberíamos sorprendernos si sus discursos tienen éxito».[31] El problema con esta afirmación es que a menudo las personas a las que se cuestionan están lejos de representar discursos de odio. No es ciertamente el caso de Charles Murray, por ejemplo, más allá de su trayectoria y sus publicaciones. Por eso, creo que Roth se equivoca cuando plantea que «el enfoque de libre mercado en la expresión no es la solución. Si ciertas expresiones son amplificadas en contextos históricamente perjudiciales para grupos particulares por una historia de racismo y sexismo, ocurre un daño real … la tarea de las universidades no es producir rabia y desdén sino promover la investigación junto con pensamiento crítico y creativo sobre diversas ideas».[32] El problema con esta aproximación es que las instituciones y sus administradores comienzan a definir quién tiene el certificado de ser o no ser un provocador. Es un camino resbaloso que es difícil saber hacia dónde lleva. El propio Roth se da cuenta de ello y conmina a los líderes universitarios a ser proactivos en crear una diversidad intelectual en los campus universitarios, pero aparentemente, atendido el llamado que se hace, esto no ha ocurrido. ¿Por qué habría de suceder en el futuro? La única manera es defendiendo la libertad de expresión.

 

Esta sensibilidad hacia las opiniones, por muy ofensivas que sean, tiene diversas explicaciones. Greg Lukianoff y Jonathan Haidt creen que desde 2013 emergió en las universidades estadounidenses una cultura de «seguridad».[33] El libro intenta darle un sentido a este fenómeno sosteniendo que esta tendencia se sostiene finalmente en tres grandes mentiras. La idea de que los niños y jóvenes son frágiles, la afirmación de que uno tiene que seguir sus intuiciones y que los debates sobre algunos asuntos responden finalmente a diferencias en la calidad moral de los participantes (buenos versus malos). Algunos problemas que genera en nuestras vidas una visión influida por esas tres grandes mentiras es que podemos enfrentar con una distorsión cognitiva muchas de las situaciones que nos toca enfrentar en nuestras vidas. Éstas están llenas de eventos completamente inesperados.  Si tenemos una exposición previa limitada a este tipo de eventos es probable que nos resulte difícil navegar por ellos. Enfrentarlos no sería una tarea particularmente compleja, porque nuestro cerebro y sus procesos cognitivos están capacitados para lidiar con ellos. Pero si no «practican» esa posibilidad se reduciría. En ausencia de esos estímulos nuestro cerebro puede volverse rígido, débil e ineficiente, porque no está desafiado a responder vigorosamente. Se requiere, por tanto, un espacio en nuestro desarrollo temprano que nos permita enfrentar riesgos y estar estresados, en lugar de limitar al mínimo su exposición a ellos. Si ello no ocurre podemos leer de formas distorsionadas un conjunto de interacciones sociales de manera inadecuada, en particular percibir que ideas a las que no nos hemos enfrentado o que no reflejan lo que somos son un acto de agresión hacia nosotros.

 

La extrema sensibilidad con la que reaccionarían los estudiantes a argumentos que nos incomodan tendrían en este fenómeno una explicación. En particular, la agresividad sería un mecanismo de defensa ante estas situaciones. Fukuyama parece avalar esta mirada. Sobre esto, recuerda el cuestionamiento que sufrió en 1988 el curso de Cultura Occidental que, en la mejor tradición de Artes Liberales, se impartía para todos los estudiantes que asistían a la Universidad de Stanford. La protesta fue liderada por el entonces precandidato presidencial Jesse Jackson y se pedía el término del curso, básicamente por su concentración en autores que eran hombres blancos. Un debate legítimo, pero que descansó en argumentos de salud mental. Así, por ejemplo, el Presidente de la Asociación de Estudiantes Afroamericanos argumentó en ese entonces que al concentrarse el curso en ciertas ideas «se está aplastando la psiquis de aquellos a quienes Locke, Hume y Platón no les dicen nada … daña a las personas mental y emocionalmente de maneras que no son reconocidas».[34] Empíricamente, sin embargo, es difícil distinguir entre estas hipótesis y aquellas que privilegian la protección de identidades específicas y que ven en su reconocimiento una prioridad que no puede ponerse en riesgo. Ambas explicaciones pueden entrecruzarse. Isaiah Berlin en un ensayo sobre «La Vida Intelectual de la Universidad Estadounidense» escrita hace 70 años (en 1949) hace notar una suerte de culpa moral del académico estadounidense (y ésta puede estar presente en otras latitudes) respecto de su actividad, haciéndole dudar del valor que ella tiene. Habiendo tantos problemas en el mundo, cómo puede desarrollar su actividad sin culpa. Se corre el riesgo, entonces, que ella comience a quedar subordinada a otros objetivos. Puede haber renuncia, entonces, a una verdadera vida académica. Así, por ejemplo, se podría tolerar la renuncia a la libertad de expresión para alcanzar otro objetivo, pero ello instala un germen muy destructor de la vida universitaria. En particular, puede apagar la curiosidad desinteresada, fundamental para la generación de conocimiento y comprensión de los fenómenos sociales.

 

A modo de conclusión

 

La vida pública es una constante conversación que no tiene un fin, en particular. Se desacredita a individuos complejos, si se visualiza a las personas según categorías simplificadoras y se los asigna a una tribu, en particular. El populismo, en alguna medida, se aprovecha de la simplificación que suele hacerse de los miembros de una comunidad política. Pero esas categorías simplificadoras trascienden ese contexto. La política por identidades, que puede traducirse en una predilección por los derechos de algunos o la preferencia del grupo por sobre el individuo comete a veces el mismo error. Por cierto, la reflexión que está detrás de dicha política es más compleja que la que se desprende del populismo. Además, incorpora una mirada que la democracia liberal agradece como es la ampliación del reconocimiento y la igualdad en dignidad de grupos que, por diversas razones, no han sido suficientemente incluidos en la comunidad. Es en las universidades donde se ha notado con más fuerza el peso de esta política de identidades. Pero de una manera que no siempre ha sido provechosa para la vida en común. En ocasiones se ha coartado la libertad de opinión con un supuesto afán de evitar el daño a grupos marginalizados. Pero ello descansa sobre la idea de que ese daño puede ser tan abrumador como una agresión física.

 

Las universidades no se pueden acomodar a esta tendencia. Deben ser capaces de sostener una conversación en torno a ideas, sin importar el carácter de éstas, sin clausurar el debate. Por cierto, detrás de estas ideas hay juicios de valor que no siempre son compartidos y cuesta aceptarlo. El pluralismo, de hecho, es incómodo. Pero como ha sostenido Berlin «me parece un ideal más verdadero […] porque, por lo menos, reconoce el hecho de que los fines son múltiples, no todos ellos conmensurables, y están en perpetua rivalidad unos con otros. Suponer que todos los valores se pueden poner en los diferentes grados de una sola escala, de manera que no haga falta más que mirar a ésta para determinar cuál es superior, me parece que es falsificar el conocimiento que tenemos de que los hombres son agentes libres, y representar las decisiones morales como operaciones que, en principio, pudieran realizar las reglas de cálculo».[35]

 

Intentar controlar la libertad de opinión en las universidades aduciendo que se puede faltar el respeto a determinados grupos supone precisamente elaborar reglas de cálculo para definir qué se puede opinar y qué se debe censurar. Con ello se afecta el pluralismo y la tolerancia. La universidad no puede sobrevivir sin ellos y tampoco la democracia. El conflicto entre ellos y nosotros se exacerba y la posibilidad de apelar a proyectos ampliamente compartidos se esfuma. Recorrer este camino no contribuye a la vida en común y las universidades no pueden renunciar, por la responsabilidad que tienen con las comunidades en las que se insertan, a ser un espacio donde las ideas fluyen con total libertad.

 

 

 

 

 

[1] Sobre esto véase, por ejemplo, Applebaum. A. (2018). «A Warning from Europe: The Worst is Yet to Come». The Atlantic. Octubre.

 

[2] Mudde, C. y Rovira, C. (2017). Populism: A Very Short Introduction. Oxford: Oxford University Press.

 

[3] Berlin, I. (1983). «Existe aún la teoría política». Conceptos y Categorías. México: Fondo de Cultura Económica. Página 248.

[4] Müller, J-W. (2017). What is Populism? Nueva York: Penguin Book. Página 80.

 

[5] Ibíd. Página 82.

 

[6] Ibíd. Página 105.

 

[7] Sapolsky, R. (2019). «This is your Brain on Nationalism. The Biology of Us and Them». Foreign Affairs. Marzo/Abril. Volumen 98. N. 2.

 

[8] Ibíd.

 

[9] Ibíd.

 

[10]Me refiero a Fukuyama, F. (2018). Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment. Nueva York: Farrar, Strauss and Giroux.

 

[11] Ibíd. Página 154 (loc 2293 de 3562).

 

[12] Ibíd. Página 154 28 (loc 410).

 

[13] Ibíd. Prefacio.

 

[14] Ibíd. Página 88. (loc 1305-10 de 3562)

 

[15] Lilla, M. (2017). The Once and Future Liberal: After Identity Politics. Nueva York: Harper Collins.

 

[16] Relativo, porque Hillary Clinton obtuvo casi tres millones de votos más que Donald Trump. Con todo, como la elección estadounidense es indirecta estos resultados poco dicen de la fuerza electoral de cada candidato. En los Estados claves Trump obtuvo una ventaja clara.

 

[17] Lilla, M. (2017). The Once and Future Liberal: After Identity Politics. Nueva York: Harper Collins. Página 37.

 

[18] Ibíd. Página 59.

 

[19] Ibíd. Páginas 66-67.

 

[20] Ibíd. Página 82.

 

[21] Ibíd. Página 83.

 

[22] Ibíd. Página 84.

 

[23] Ibíd. Página 90.

 

[24] Ibíd.

 

[25] Ibíd. Páginas 111-112.

 

[26] Nussbaum, M. (2006). «Man Overboard». The New Republic. 22 de junio

 

[27] Una línea actual de investigación que apunta al entorno, particularmente al nivel de estrés que vivirían los niños en ambientes muy desaventajados ofrece una avenida interesante de exploración. Los altos niveles de cortisol, asociados a experiencias recurrentes de estrés, afectarían negativamente el desarrollo cognitivo de los niños que viven estas situaciones. Al respecto véase, por ejemplo, Piccolo, L.R., y Noble, K.G. (2019). «How can poverty shape children’s brains? Insights from a cognitive neuroscience perspective». Handbook of Infant Mental Health.

 

[28] Waldron, J. (2018). «Brave Spaces». The New York Review of Books. 28 de junio. Coulter y Yiannopoulos son personas de extrema derecha bastante poco interesantes y cuya presencia en campus universitarios ha generado encendidas reacciones.

 

[29] Véase Roth, M.S. (2019). Safe Enough Spaces. New Haven: Yale University Press. Página 32 (loc. 428 de 2155).

 

[30] Ibíd. Página 101 (loc 1360 de 2155).

[31] Ibíd. Página 120. (loc. 1585 de 2155).

 

[32] Ibíd. 122-23 (loc 1614-1620 de 2155).

 

[33] En su libro Haidt, J. y Lukianoff, G. (2018). The Coddling of the American Mind. Nueva York: Penguin Random House.

 

[34] Véase cita en Francis Fukuyama, op. cit., p. 100 (loc 1484 de 3562).

 

[35]Véase Berlin, I. (1988) [1949]. Cuatro Ensayos sobre la Libertad. Madrid: Alianza Editorial. Página 242