El populismo emergió como un fenómeno de masas que desafiaba al sistema político. Por un lado, ha sido comprehendido dentro de los procesos de ampliación democrática y, por otro, sindicado como su enemigo, como un fenómeno radicalizado de la democracia y que la debilita, porque desestabiliza sus instituciones.
El populismo ha sido un fenómeno menospreciado y, en consecuencia, juzgado antes que comprendido. El desdén hacia los movimientos populares que convocan multitudes guiadas por un líder carismático, desafiando a las elites gobernantes y a los partidos políticos tradicionales, comenzó a manifestarse hace ya más de un siglo como un temor frente al desconocido poder de las masas. El comportamiento colectivo representaba no sólo una figura fantasmal de las revoluciones, sino que el desborde popular y el desorden social eran una nueva amenaza en el contexto del sufragio universal que, entre fines del siglo XIX y principios del XX, selló formalmente el ingreso de las multitudes a la política. Para los Estados nacionales, este hito político auguraba un proceso de profundización democrática en la medida en que el pueblo se constituía efectivamente en la base social del poder. Pero también impuso a los sistemas políticos una responsabilidad frente a la muchedumbre que tomó un nuevo cuerpo en las multitudinarias protestas obreras por mejores condiciones laborales y de bienestar. Las dos guerras mundiales enmarcaron un periodo de ampliación democrática en términos de la creciente incorporación al Estado por parte de sectores sociales cada vez más amplios; y, al mismo tiempo, fueron décadas de frustración política y decepción ciudadana en un contexto de crisis política, social y económica.
En la era de la sociedad de masas, la relación entre el principio democrático de la soberanía y el pueblo ha sido problemática. También ha sido el periodo del ascenso de las dictaduras. El populismo emergió como un fenómeno de masas que desafiaba al sistema político entrelazado a los procesos de reforma del Estado como uno de bienestar social, de creciente centralización del poder, de industrialización como forma de nacionalismo económico, que invocaron un poder fuerte y la ampliación de las atribuciones del gobierno.
Por un lado, el fenómeno del populismo ha sido comprehendido dentro de los procesos de ampliación democrática; por otro, también es sindicado como su enemigo, como un fenómeno radicalizado de la democracia y que la debilita, porque desestabiliza sus instituciones. Ambas aproximaciones no son contradictorias, sino que corresponden a dimensiones distintas que el debate público tiende a confundir. La primera y más ignorada, demuestra que sería un error ver al populismo como un fenómeno coherente y continuo asociado a un gran relato para engañar a las masas. Más bien, históricamente, los referentes del populismo han sido movimientos políticos de masas que han precedido eventos democratizadores. Es decir, estos populismos, entendidos como aspiraciones populares a una mayor inclusión política y reformas sociales, han ampliado tanto los términos políticos como, posteriormente, los sociales de la democracia, impulsando significativas transformaciones estatales en otra dirección a la liberal decimonónica. La segunda, de índole presentista, reduce el fenómeno a la relación entre un grupo y su caudillo, quien toma la voz del pueblo, compensando unas carencias políticas originales como la pobreza, la ignorancia, la marginalidad, a cambio de la promesa por una reforma radical.
Mediante la construcción de un pueblo desvalido como agente histórico,[1] el populismo ha devenido en un fenómeno colectivo de identificación por oposición a un sistema excluyente. En esta dinámica política, el populista extrema las pertenencias grupales ofreciendo una narrativa dialéctica que es fácilmente internalizada por el grupo que quiere conquistar, enfatizando un nosotros que es el pueblo virtuoso.[2] Este populismo síntoma carece de unos contenidos específicos y es definido por su carácter extra institucional, emergiendo en circunstancias críticas para privilegiar políticas efectistas e inmediatas. Este llamado síndrome populista afectaría principalmente a los países de América Latina.
El fenómeno del populismo y su conceptualización original expresan con nitidez la naturaleza de dicho problema. La noción liberal decimonónica de soberanía popular no podía comprehender a la masa, porque esta era una entidad colectiva des-individualizable. En dicho encuadre conceptual, los procesos de ampliación democrática develaron la distancia existente entre la noción abstracta de pueblo como comunidad política y su realidad social. La fórmula numérica «un individuo = un voto» develó sus fisuras, porque la masa no era la agregación de los individuos que la componían. Ella sí era un agregado social, pero de otra equivalencia irreductible al número.[3] Una de valor cualitativo y no cuantitativo. La expansión social del voto significó también gestionar una multitud que apareció como una masa ingobernable y solo reprimible, ya sea convenciéndola o forzándola. Este nuevo protagonismo popular provocó también un giro en el sentido de gobernar dentro del sistema político.[4]
«La noción liberal decimonónica de soberanía popular no podía comprehender a la masa, porque esta era una entidad colectiva des-individualizable. En dicho encuadre conceptual, los procesos de ampliación democrática develaron la distancia existente entre la noción abstracta de pueblo como comunidad política y su realidad social. La fórmula numérica “un individuo = un voto” develó sus fisuras, porque la masa no era la agregación de los individuos que la componían».
La noción de pueblo como comunidad política, como aquel espacio donde se constituye el poder, es la idea subyacente al concepto de populismo y, a la vez, es la fuente de su desprestigio. Entender al populismo como un fenómeno de masas que invoca al pueblo para romper el orden político establecido enfrenta a éstas contra éste, reduciendo la interpretación del populismo a una desviación democrática. En el encuadre liberal, la masa parecía ser de una naturaleza distinta a la de los grupos de individuos. Esta no era sólo distinguible del pueblo, sino además opuesta a la idea de público como una reunión de individuos que comparten unos intereses comunes y que discuten unas estrategias para conseguirlos, organizándose en mayor o menor medida para lograr sus fines. La masa también era distinta a ese público sinónimo de opinión pública, es decir, del público deliberante.
Por el contrario, la masa era delirante. La raíz ilustrada de la política moderna interpretó al comportamiento colectivo de las multitudes como impulsivo, carente de racionalidad, en contraposición al individuo autónomo capaz de tomar decisiones libres. A diferencia del pueblo, las masas no buscaban la verdad que emergía de la discusión razonada, sino que atendían a lo que deseaban escuchar. La masa exacerbaba al pueblo, desvirtuándolo para convertirlo en un monstruo enajenado. Algunos influyentes pensadores de fines del siglo XIX la describieron como un colectivo más o menos congregado, aunque sui generis, que en ocasiones era «una bestia sin nombre» (Tarde, 1901),[5] «un animal salvaje» (Taine, 1899; Sighele, 1892),[6] que actuaba con una fuerza incontrolable llegando incluso a destruirse a sí misma.
«La raíz ilustrada de la política moderna interpretó al comportamiento colectivo de las multitudes como impulsivo, carente de racionalidad, en contraposición al individuo autónomo capaz de tomar decisiones libres. A diferencia del pueblo, las masas no buscaban la verdad que emergía de la discusión razonada, sino que atendían a lo que deseaban escuchar. La masa exacerbaba al pueblo, desvirtuándolo para convertirlo en un monstruo enajenado».
Proceso de involución
Estas posiciones irracionalistas fueron acompañadas de los estudios pioneros en psicología social que observaron estos movimientos de masas para indagar en lo que sería una mente colectiva. Sus interpretaciones debatieron entre una mentalidad social de individuos y una supra-mentalidad que podría envolver a todo un grupo de gente. ¿Cómo explicar los comportamientos de una multitud que distorsionaban profundamente la ficción democrática del pueblo soberano? En la respuesta, el populismo como una movilización política masiva era un fenómeno de enajenación colectiva en el cual las funciones intelectuales del pueblo quedaban inhibidas por la intensificación afectiva. En las masas operaba un descenso de la conciencia, una falta de racionalidad que afloraba como descontrol, al mismo tiempo que las hacía maleables a la voluntad de un líder.
El radical desprecio del sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931) por las masas abrevia describir el significado político negativo que arrastró el término populismo. El individuo se disolvía en la masa, suspendiendo su juicio, volviéndose un ser anónimo guiado por los impulsos inconscientes que la masa despertaba en él. En contextos masivos, el comportamiento colectivo era de orden primitivo y los individuos eran dominados por una especie de inconsciente colectivo que se apoderaba de la gente a modo de «contagio», provocando conductas salvajes, violentas, aunque también heroicas. En suma, «el hombre desciende varios peldaños en la escala de la civilización. Aislado era quizás un individuo cultivado, en la masa es un instintivo y, en consecuencia, un bárbaro».[7] Este descenso evolutivo explicaba que las masas fueran impulsivas, irritables, irracionales, comparables ⸻y el ejemplo fue muy frecuente⸻ con la naturaleza femenina. Y también con la de ciertas razas, pues «las más femeninas de todas son las masas latinas».[8] Desde esta perspectiva, la voluntad popular manifestada racionalmente en el voto se oponía a la emoción de una multitud. Las tradicionales prácticas electorales para ganar adeptos en la competencia política debieron experimentar un cambio de estilo, por cierto, pero sobre todo de contenido.
Su libro Psicología de las masas fue un éxito de amplia divulgación durante el periodo en que las masas aparecieron como una reina que había que conducir a favor de los cambios políticos, persuadiéndola, seduciéndola con el lenguaje y los gestos de la pasión, no de la razón. En esta conquista, el populismo se convirtió en una técnica política para manejar a las masas. Quien supiera ilusionarlas sería fácilmente su amo y quien las decepcionara su víctima. La fuerza del discurso populista provenía de una voluntad individual capaz de reunir en torno a su persona a una multitud carente de voluntad propia y necesitada de guía. Para llegar al pueblo, Hitler entendió que había que desarrollar el arte de la propaganda que captaba las ideas emocionales de las masas para encontrar «a través de la forma psicológicamente correcta, el camino a la atención y de allí al corazón de esas masas».[9]
El pueblo entre las masas
Estas ideas sobre las multitudes desvirtuaron el significado político de las revoluciones, protestas y movilizaciones de reforma, alimentando posteriores interpretaciones despectivas del fenómeno. Hoy, la palabra populismo es versátil y la familiaridad del término para describir la política contemporánea se debe a esta plasticidad. Es un lugar común para aludir a una diversidad de movimientos populares, de caracteres nacionalistas y vinculados al autoritarismo, de tendencias derechistas o izquierdistas, que en distintos contextos nacionales enfrentan al sistema político buscando su ruptura para así proponer un nuevo orden constituyente. La palabra populismo ha sido utilizada para adjetivar ciertas estrategias políticas dirigidas a obtener una clientela electoral e incluso para caracterizar un tipo de Estado, o también se ha utilizado como sinónimo de movimientos sociales, particularmente latinoamericanos, degenerados respecto de lo que debiera ser la competencia política democrática. Se ha insistido también en que los gobiernos populistas debilitan al Estado, desequilibrando a los poderes públicos y personalizando el poder en quien es el amo de la masa.
La etimología de populismo refiere a éste como una tendencia popular, desprendiendo al término de unos contenidos específicos. Sería la doctrina del pueblo, es decir, aquella predisposición que es captada de un cierto modo genuino, auténtico, casi intuitivo, por quien estima representar la voluntad del pueblo y deviene así en su líder natural. El expresidente de Venezuela Hugo Chávez abrevió de modo casi poético esa definición: «Yo exijo lealtad absoluta a mi liderazgo, porque yo no soy yo, no soy un individuo, yo soy un pueblo, y al pueblo se le respeta».[10] Y, como tendencia, ha habido estudios culturalistas que indagan el carácter propenso al populismo de ciertos pueblos en los cuales éste ha tenido la habilidad de revivir cada cierto tiempo.
Los populismos latinoamericanos serían el freno al desenvolvimiento de prácticas democráticas, al desarrollo de instituciones representativas, incluso esta tendencia, predominante entre los países de la región, habría trabado los procesos de modernización económica y social a lo largo del siglo XX. Ellos reproducirían unas históricas relaciones sociales jerarquizadas, conservadoras, agrarias y paternalistas, propensas al gobierno de un hombre fuerte. El pueblo ensalzado del populismo sigue a un líder carismático, como el caudillo, apoyado por partidos o alianzas políticas circunstanciales, unidos por una relación del tipo patrón-subordinado dentro de una red clientelar. Justa o injusta, esta caracterización populista de las trayectorias políticas latinoamericanas tiene su raíz en ciertas interpretaciones hegemónicas que miraron al fenómeno en contraste con los mecanismos políticos formales desplegados por los países europeos o de Norteamérica. Este desvío que habrían sufrido las democracias latinoamericanas explicaría la dificultosa constitución de un campo político moderno en éstas.[11]
Desde esta perspectiva eurocéntrica, los populismos son vistos como desestabilizadores del sistema político, como movimientos perpetuadores de crisis sociales y económicas, como incitadores infatigables de nuevos frentes de ruptura política.
Una aproximación histórica del fenómeno nos permite situarnos en la vereda del frente para entender al populismo no como un diagnóstico, sino como un movimiento colectivo de orígenes nacionalistas y clasistas que, en las décadas de 1930 y 1940, convocó a las masas urbanas agrupadas en torno a un líder que ofrecía soluciones más o menos inmediatas frente al retraso económico, la pobreza, la ruralidad, la dependencia, las desigualdades sociales y la frustración política. Las demandas por reformas al sistema iban acompañadas de propuestas de políticas públicas más bien eclécticas de nacionalización de los recursos económicos, masificación de la educación y socialización de la tierra. Como tal, significó una respuesta a los problemas simultáneos de modernización económica y movilización social, posibilitando enfrentar y canalizar institucionalmente la marginalidad experimentada por gran parte de la población.
Esta perspectiva más comprensiva del fenómeno ha iluminado cuáles fueron los modos de vinculación entre líderes políticos carismáticos y su base social popular, para así explicar los procesos de democratización como mecanismos concretos mediante los cuales las clases populares se han incorporado a la participación política.[12] Si bien este enfoque ha subrayado el subdesarrollo económico y la desigualdad social como las causas del populismo, a la vez devela que pudo ser una fuerza socialmente abarcadora, más flexible que los partidos políticos tradicionales, y que en América Latina pudo ser uno de los movimientos más dinámico de coaliciones multipartidistas, socialmente plurales y que buscaron tanto el desarrollo industrial como las reformas sociales.[13]
Nuevamente, Chile pareciera ser la excepción entre los populismos latinoamericanos. Nuestra trayectoria democrática no habría experimentado este mal político, porque el país demostró bastante fuerza institucional como para que resultara elegido un gobierno frente-populista con el presidente Pedro Aguirre Cerda. Dentro de la alianza política formada por radicales, socialistas, comunistas y demócratas que configuró al Frente Popular entre 1938 y 1952, y que fue liderada hasta 1948 por el Partido Radical, el populismo mostró una capacidad de institucionalización integradora, incorporando al Partido Comunista y a las organizaciones laborales. Significó, por tanto, una base social popular para los gobiernos del periodo, posibilitando ajustes al sistema político establecido y no su destrucción; la apertura de este canal inclusivo se habría debido, en gran parte, a la fuerza política e intelectual proveniente del Partido Socialista. Lo que Chile habría experimentado sería un socialismo con visos populistas a diferencia de los populismos latinoamericanos con trazas socialistas.[14]
En un contexto de creciente militancia y nacionalismo por parte de los trabajadores bajo la coalición populista de centro izquierda, el general y luego presidente Carlos Ibáñez (1937-1952) sería el caudillo populista cuyo discurso nacionalista apeló al pueblo chileno como la representación de la patria.[15] El carácter personalista de su primer mandato realzaba la figura presidencial por sobre un desgastado Congreso Nacional. Las promesas populistas tuvieron cabida institucional, aunque no por eso fueron cumplidas, incorporando a la mayoría de los trabajadores politizados en un contexto de recesión económica e inflación endémica en que la economía chilena había perdido su capacidad de absorber al mundo laboral. Las bases sociales de estos gobiernos fueron los obreros liderados por los trabajadores de la minería, cuyo activismo elaboró una narrativa nacional populista que encumbró al roto chileno como exponente de identidad nacional, ensalzando la virilidad mestiza de la raza chilena.[16]
Al discurso populista del pueblo-patria le contestó otro de expresión desarrollista que percibió al populismo como obstáculo para la modernización social y económica, como un limitado repertorio socialista que debía ser enfrentado pues había demostrado los límites de cierto tipo de industrialización y del paternalismo burocrático. La movilización de masas aunque fuera políticamente necesaria, también arriesgaba un aumento de las demandas, de las exigencias socialistas por una porción del poder político, y amenazaba con exceder la capacidad de control y posibilidad de cumplir promesas.
En el camino, la interpretación del fenómeno recogió su dimensión moral de redención social. Sin importar cuál sería su contenido valórico, genéricamente descrito como los valores y las virtudes de la gente común y corriente, esta reciente concepción populista del populismo establece una relación totalizante entre política y moral. El populismo se opondría a las ideologías y, de este modo, la sabiduría popular trascendería a las ideas políticas; aunque la historiografía política ha constatado que estos movimientos poseyeron un núcleo ideológico ecléctico que combinó liberalismo, anarquismo, socialismo e incluso corporativismo. El populismo también desvirtuaría a la política, porque su necesidad de extremar la pertenencia grupal mediante ofrecimientos de reformas inmediatas obstruiría la formulación de políticas fundadas en el conocimiento técnico, en los datos duros y de largo plazo.
No obstante, ciertas estrategias tildadas de populistas han sido esfuerzos por incorporar a las masas a la toma de decisiones, a los beneficios económicos y al bienestar social. La consecuencia de esta moralización de la política ha sido no sólo la inconsecuencia política achacada a los líderes populistas, sino que además su uso ideológico ha impedido asir la dimensión política de los problemas. Se echa de menos conocer cuáles han sido los contenidos específicos de los diversos populismos y, así, matizar la persistente crítica que se le achaca de obstaculizar el desenvolvimiento de unos procesos democrático
[1] Laclau, E. (2005). La razón populista. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
[2] Tajfel, H. (1982). Social Identity and Intergroup Relations, Cambridge, Cambridge University Press.
[3] Rosanvallon, P. (2004). El pueblo inalcanzable, México D.F, Instituto Mora.
[4] Rosanvallon, P. (2015). El buen gobierno, Buenos Aires, Manantial.
[5] Tarde, G. (1986) [1901]. La opinión y la multitud. Madrid, Taurus.
[6] Sighele, S. (1982). La muchedumbre delincuente. Ensayo de psicología colectiva, Madrid, La España Moderna; y Taine, H. (1899). Les Origines de la France Contemporaine: La Révolution, la Conquête Jacobine, Paris, Hachette.
[7] Le Bon, G. (1983) [1895]. La psicología de las masas. Madrid, Morata. Páginas 32-33.
[8] Ibíd. Página 37.
[9] Hitler, A. (1941) [1925]. Mi lucha. Traducción de Agustín Aragón Leiva, México, Publicaciones Herrerías. Página 164.
[10] Discurso pronunciado el 23 de enero del 2010 https://www.youtube.com/watch?v=p8TU9z01o3g
[11] Cortés, A. y Pelfini, A. (2017). «El populismo en Chile: ¿tan lejos o tan cerca?». Izquierdas 32. Páginas 58-78.
[12] Yelin, E. (2014). «Desigualdades de clase, género y etnicidad/raza: realidades históricas, aproximaciones analíticas». Revista Ensambles Año 1, N° 1. Páginas 11-36.
[13] Drake, P. (1992). Socialismo y populismo. Chile 1936-1973. Valparaíso, Serie «Monografías Históricas» 6-1992, Universidad Católica de Valparaíso.
[14] Ibíd.
[15] Fernández, J. (2007). El ibañismo (1937-1952): Un caso de populismo en la política chilena. Santiago, Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile.
[16] Kublock, T.M. (1998). Contested Communities: Class, Gender, and Politics in Chile’s El Teniente Copper Mine, 1904-1951, Durham y Londres, Duke University Press.