Las diferencias de ingresos y de expectativas laborales entre hombres y mujeres no se explican según una sola variable. Es más: son muchos los factores -culturales, psicológicos- que concurren al momento de que se produzca, en el núcleo de la vida económica de las sociedades, una desigualdad tan evidente. En el siguiente texto se revisan en detalle las condicionantes de esta realidad.
Los salarios de las mujeres son inferiores a los de los hombres en el mundo entero. En algunos países más, en otros menos. La brecha de género existe en todas partes, independientemente incluso de cómo la midamos: salarios promedio, promedio por hora, promedio «controlando» por experiencia. En el mundo entero la proporción de mujeres directoras de empresas, sobre todo de las grandes, las abiertas a las bolsas, es muy inferior a la proporción de mujeres que participan en el mercado laboral. Lo mismo ocurre con la participación de mujeres en cargos gerenciales. En algunos países las brechas son menores, en otras son mayores.[1] Sin embargo, todavía no me encuentro con algún buen ejemplo en el que no haya brecha.
Se ha intentado, durante décadas, explicar este fenómeno. No ha sido fácil porque las razones son múltiples. Y como la causa no es una sola, tampoco lo es la solución. Pero podemos separar las explicaciones de la brecha de género en dos grandes grupos: aquellas que aducen que la responsabilidad de la brecha radica en las mismas mujeres y sus elecciones o preferencias, y aquellas que se refieren a condiciones institucionales, culturales y sesgos que pondrían en desventaja incluso a aquellas mujeres que hubiesen querido (y eligieron) tener trayectorias laborales similares a las de sus pares masculinos.
La evidencia recolectada hasta el momento indica que ambos grupos de explicaciones tendría peso en la explicación del fenómeno global de la brecha de género. Sin embargo, las recomendaciones de política que emergen de una u otra son bastante diferentes. Es por ello que vale la pena tratarlas por separado. Las siguientes dos secciones se refieren a las dos corrientes de análisis que acabo de mencionar.
La brecha se debe a las elecciones (libres) de las mujeres
Diversos estudios indican que las mujeres tendrían, en relación al riesgo, mayor aversión que los hombres. Esta sería una razón importante que explica el hecho, ampliamente constatado, de que ellas elijan ocupaciones más seguras y tomen opciones laborales menos aventuradas. Bien sabemos los economistas que los riesgos se premian, por lo que es comprensible que ellos, los hombres, más osados que ellas, reciban también un mayor retorno. También se supone que las mujeres son en promedio menos competitivas, y que tienen preferencias sociales diferentes a las de sus pares hombres.
Sabemos que hombres y mujeres ocupan lugares diferentes en un mercado laboral segregado. Las mujeres tienden a auto segregarse en actividades como la pedagogía o la enfermería, mientras los hombres eligen desproporcionadamente actividades con mayores remuneraciones promedio.
Asimismo, incluso las mujeres que acceden a áreas de actividad mejor remuneradas, escogen trayectorias laborales más estables y cómodas, sacrificando oportunidades de promoción y quedándose rezagadas en la carrera profesional respecto de sus pares hombres. En cierto modo, la evidencia indica que las mujeres elegirían voluntariamente trayectorias laborales de menor retorno. Y la causa de esto podría radicar los atributos que acabamos de mencionar: su mayor aversión al riesgo, menor nivel de competitividad y menores deseos de negociar, además de sus preferencias sociales distintas.[2]
En vistas de todo lo anterior, si quisiésemos proponer alguna medida para cerrar esas brechas de ingreso, tendríamos que proponer un método que apuntara a lograr que las mujeres comiencen a elegir lo que hoy no eligen. O a querer lo que hoy no quieren ni ven como deseable o atractivo. Solo de esa manera podremos lograr que ellas opten por trayectorias laborales diferentes y mejor remuneradas.
Surge, entonces, la pregunta de si es correcto lo que estamos proponiendo. ¿Es correcto discutir de qué manera arreglamos a las mujeres (de alguna manera, para que se parezcan más a los hombres al menos en lo que se refiere a sus elecciones)? La respuesta no es fácil. Pero en la búsqueda y análisis, es muy útil buscar una comprensión más profunda de los orígenes de las diferencias entre los sexos recién discutidas. ¿Las mujeres son como son (y prefieren lo que prefieren) porque la sociedad y la educación les asigna una identidad, o porque la naturaleza se las imprime en lo más profundo? Quizá la clave esté en las hormonas sexuales, en la estructura de su corteza cerebral o en la cultura en la que están inmersas. Las implicancias de política de una u otra opción son bastante diferentes.
Al parecer, la respuesta yace en la cultura. Uri Gneezy, en un interesante estudio[3] publicado en 2009 en que compara dos tribus, los Maasai en Tanzania y los Khasi en India, la primera con cultura matriarcal y otra con cultura patriarcal, muestra cómo las mujeres son menos competitivas que los hombres en el segundo caso, pero superan a los hombres en el primero. La cultura occidental es más similar a la de los Khasi, con una amplia brecha de género a favor de los hombres en competitividad. Un estudio reciente para Estados Unidos, encuentra que en el grupo de personas que pertenecen al cuartil más competitivo, solo una de cada cinco son mujeres, y en el decil más competitivo solo hay hombres.
Como el origen de las diferencias estaría, al parecer, en la cultura, cualquier solución a ella pasa por un esfuerzo activo de educación de nuestras hijas e hijos, y en un esfuerzo para animar a las mujeres para que, como sugiere Sheryl Sandberg en su best seller Vayamos adelante,[4] tomemos más riesgo, nos involucremos en la competencia, y así desafiemos esos condicionantes que limitan nuestras trayectorias laborales y nos impiden brillar.
Pero el cambio cultural también pasa por equiparar a mujeres y hombres en cuanto a responsabilidades domésticas. En muchas ocasiones las mujeres optan por trayectorias laborales «más cómodas» no porque las «prefieren» sino simplemente porque no tienen alternativa. En simple, sus circunstancias les impiden otra cosa: alguien debe llegar a casa a cuidar a los niños, alguien debe hacerse cargo de las labores del hogar. Podemos decir que en esos casos la diferencia en las elecciones femeninas y masculinas no radica en las preferencias sino en las posibilidades. En nuestra cultura las mujeres enfrentan un conjunto de elección más pequeño que los hombres. Aun cuando podamos argumentar que dentro de sus posibilidades las mujeres eligen «libremente», el hecho de que su conjunto de posibilidades esté limitado puede considerarse también una restricción a su libertad.
En suma, las brechas que observamos en el salario y trayectoria laboral de hombres y mujeres se deben en parte a las diferentes elecciones que ellos y ellas realizan. Estas diferentes elecciones tendrían como origen diferencias de género en las preferencias, aversión al riesgo, competitividad y deseos de negociar, y también en diferencias en las alternativas de elección disponibles para ellas y ellos. Y la explicación de todo lo anterior se hallaría radicada más en la cultura que en diferencias biológicas entre sexos.
Reformas que propicien la igualación del espacio de elección de hombres y mujeres, junto a iniciativas que alienten a las mujeres a competir y tomar riesgos, podrían ayudar a estrechar las brechas que hoy observamos en los salarios y las diferencias en la representación de ellas y ellos en altos cargos. O incluso podrían hacerlas desaparecer, en la medida que estas brechas surjan mayoritariamente por las causas anteriormente descritas.[5]
«Reformas que propicien la igualación del espacio de elección de hombres y mujeres, junto a iniciativas que alienten a las mujeres a competir y tomar riesgos, podrían ayudar a estrechar las brechas que hoy observamos en los salarios y las diferencias en la representación de ellas y ellos en altos cargos».
Pero no siempre es así. En ocasiones, como veremos en la siguiente sección, aparecen otros mecanismos psicológicos que, en determinados contextos sociales e institucionales, han demostrado tener efecto determinante en las brechas y trayectorias laborales femeninas. Estos mecanismos configuran restricciones al avance femenino en el ámbito laboral, y no surgen del ejercicio de la elección libre de las mujeres.
La brecha se construye en base a estereotipos y sesgos, conscientes o inconscientes, ejercidos por personas e instituciones.
Existen otros fenómenos, complementarios a los descritos recién y que dan origen a un trato diferente a hombres y mujeres en los lugares de trabajo. Me refiero a la existencia de estereotipos y sesgos, conscientes o inconscientes, que conducen al tratamiento asimétrico (y a veces derechamente discriminatorio) de mujeres y hombres en el lugar de trabajo. Estos han sido ampliamente estudiados por la economía conductual y son una realidad que debemos conocer, para poder enfrentarla día a día.
A diferencia de la sección anterior, los componentes de la brecha que surgen de estereotipos y sesgos y no del ejercicio de la libre elección requieren de una reacción distinta por parte de los involucrados. El desafío en este caso ya no pasa por trabajar con las preferencias femeninas y sus restricciones exógenas o autoimpuestas, sino por reparar las instituciones, especialmente sus políticas de selección y de promoción. En esto, el ejercicio de concientización sobre los propios sesgos es primordial. Solo si estamos conscientes de ellos tomaremos decisiones en la línea de minimizarlos.
Un buen punto de partida para comprender estos sesgos es el clásico ejemplo de las orquestas. Entre 1970 y 2000 la participación relativa de mujeres en las orquestas más aclamadas de Estados Unidos se multiplicó por 7 (desde aproximadamente un 5 por ciento hasta aproximadamente un 35 por ciento). Claudia Goldin y Cecilia Rouse, economistas de Harvard, en un estudio que ya es clásico[6] mostraron que este incremento no sucedió por casualidad. Más bien fue producto de la introducción de audiciones ciegas, donde los músicos eran escuchados tocar detrás de un biombo. La Boston Symphony Orchestra fue la primera en pedir a los músicos que audicionaran de esa manera, y en los años 70 y 80 la mayoría de las otras orquestas importantes de Estados Unidos siguieron su ejemplo. Cuando lo hicieron, por lo general en rondas preliminares, aumentó la probabilidad de que una mujer fuese preseleccionada en un 50 por ciento, creciendo sustancialmente la proporción de mujeres contratadas.
Es muy probable que los propios evaluadores a cargo de la selección de los músicos se hayan sorprendido con estos resultados. Muchas veces creemos estar tomando decisiones de manera objetiva y justa (en el ejemplo anterior, en base solamente a la calidad de la música que escuchamos), pero sin darnos cuenta estamos incluyendo en la decisión prejuicios y sesgos de los que no somos conscientes. La psicología y la economía conductual se han encargado de estudiar fenómenos como el anterior y se han encontrado con una inmensidad de evidencia que apunta a que los seres humanos tendemos a tomar decisiones sesgadas. Y para lograr la objetividad, debemos engañarnos a nosotros mismos y forzar situaciones en las que los sesgos son inaplicables (como las audiciones ciegas) porque los errores que cometemos, derivados de nuestros sesgos implícitos, reducen el bienestar de todos (y la calidad de la música de las orquestas). Existe evidencia contundente de que algunas decisiones de promoción o incrementos salariales tienen su origen en estos estereotipos o sesgos, muchas veces inconscientes.[7]
«Entre 1970 y 2000 la participación relativa de mujeres en las orquestas más aclamadas de Estados Unidos se multiplicó por siete. Claudia Goldin y Cecilia Rouse mostraron que este incremento no sucedió por casualidad. Más bien fue producto de la introducción de audiciones ciegas, donde los músicos eran escuchados tocar detrás de un biombo».
Cualquier sesgo en las evaluaciones de desempeño, por muy pequeño que sea, puede traducirse en enormes disparidades en la representación del grupo perjudicado en los niveles más altos de la jerarquía corporativa. Por ejemplo, un ejercicio computacional que simuló un microsesgo a favor de los hombres en los puntajes de evaluación de desempeño (explicativo de solo el 1 por ciento de la varianza en los puntajes) condujo a que el 65 por ciento de las posiciones en la parte superior de una pirámide corporativa fuesen ocupados por hombres. Sin el microsesgo, hombres y mujeres habrían ocupado el 50 por ciento de los puestos.[8]
Hay que partir por comprender que nadie es inmune a los sesgos. Considere el siguiente acertijo popular:
Un padre y su hijo viajan en auto y tienen un accidente grave. El padre muere y al hijo se lo llevan al hospital porque necesita una compleja operación de emergencia. Llaman a una eminencia médica. Cuando entra en el quirófano, la eminencia dice: «No puedo operarlo, es mi hijo».
¿Cómo se explica esto? Nuestra respuesta intuitiva, al escuchar la historia, es de confusión. Después de pensarlo un rato, nos damos cuenta de que, por supuesto, la eminencia es la madre del niño. Y la confusión no es rara, ni difícil de comprender. En Chile, menos del 40 por ciento de los médicos son mujeres,[9] y hace algunas décadas el desbalance era mayor. Entonces, no es sorprendente que cuando pensamos en «eminencia médica» pensemos en «hombre». Asimismo, cuando pensamos en «docente de educación básica» aparece en nuestro imaginario una mujer. Los economistas nos referimos a este fenómeno como discriminación estadística. Las personas basan su evaluación de una persona individual en promedios grupales. Lo hacen de forma intuitiva, como en el ejemplo anterior. También lo hacen para ayudarse en situaciones en las que no tenemos información completa sobre las características relevantes de un individuo.
Los estereotipos sirven como como reglas generales (heurísticas), pero generalmente inexactas, que nos permiten procesar la información más fácilmente. No podemos evitar poner a las personas (y otras observaciones) en categorías, está en nuestra naturaleza. De hecho, rara vez lo hacemos de manera consciente. Así, cuando vemos el sexo de una persona, los sesgos de género se activan automáticamente, lo que lleva a una discriminación involuntaria e implícita.
Los seres humanos estamos, todo el tiempo, usando las características del grupo cuando juzgamos a individuos. Estos juicios tienen consecuencias reales, al igual que las que resultan de sesgos inconscientes. Por ejemplo, el mercado laboral penaliza a las mujeres, pero recompensa a los hombres por tener hijos. Parte de esto se debe a la discriminación estadística. Estadísticamente se espera que los padres incrementen su esfuerzo al tener una familia que proveer, mientras que es bien sabido que las madres, en promedio, disminuyen su esfuerzo y a veces incluso optan por abandonar el mercado laboral al tener hijos que cuidar. Su valoración es precisa, en promedio, pero injusta con quienes se desvían de éste.
Los estereotipos nos sirven para disminuir la carga cognitiva que nos significan las evaluaciones complejas, por ejemplo, sobre la confiabilidad de alguien. Pero a veces no siguen la estadística, sino que conforman, simplemente, un sesgo. Muchos estereotipos no se ajustan demasiado a la realidad. Incluso aquellos que en un principio lo hacían, pueden ir perdiendo precisión en el tiempo. Por ejemplo, la mayoría de las personas todavía cree que las mujeres son peores en matemáticas que los hombres. Sin embargo, la evidencia es bastante mezclada y varía según el país y la población. De hecho, en los últimos años, la brecha de género en matemáticas se ha revertido en varios países,[10] y en el resto se ha reducido significativamente. Sin embargo, la reversión de los estereotipos no ha sido así de rápida.
Lamentablemente, desaprender estereotipos es básicamente imposible. Una vez que se ha realizado una evaluación inicial basada en categorías, toda nueva información se interpreta de manera sesgada, favoreciendo la coherencia con la impresión inicial. Este proceso, conocido como sesgo de confirmación es una de las muchas trampas que nuestro sistema cognitivo nos impone, dificultando la evaluación objetiva de la realidad.[11]
Los sesgos inconscientes están en todas partes y nos afectan todo el tiempo. A esto se suma nuestra tendencia a aplicar reglas generales (heurística) en presencia de incertidumbre o información incompleta. Como producto de esto, nuestras decisiones son inexactas, a veces sesgadas, y conducen con frecuencia a la selección y promoción de las personas equivocadas en el ámbito laboral. Estos procesos de selección defectuosos tienen consecuencias económicas. Es muy posible que las orquestas mencionadas al principio de esta sección se hayan beneficiado con la introducción de audiciones a ciegas, permitiendo a los evaluadores elegir a los mejores intérpretes y formar el mejor equipo. Que se haya incrementado también la proporción de mujeres es un efecto secundario. Comprender esto es muy importante: la consecuencia primordial de cualquier política que busque evitar la activación de los sesgos recién mencionados es una mejora de productividad. El posible efecto secundario es el de un mayor equilibrio de géneros. El cierre de brecha, en este contexto, ya no aparece como consecuencia de una política que buscó hacerse cargo de un imperativo moral, sino como el desenlace natural de una política que permitió optimizar los procesos de selección y promoción.[12]
Conclusión
Los avances que ha habido en el último tiempo en la comprensión de la brecha de género en salarios y representación en las altas jerarquías institucionales nos muestran que este fenómeno es multidimensional. Cualquier empresa o Estado que busque alguna manera de cambiar esta realidad, debe atender a la evidencia y hacerse cargo de las diversas dimensiones del problema. Por un lado, debemos entender que, dadas las condiciones sociales y culturales actuales, las mujeres están eligiendo trayectorias que son menos retribuidas. Se puede discutir la necesidad de cerrar una brecha fruto de la elección libre en un contexto de igualdad de oportunidades. No está claro, sin embargo, que las mujeres tengan acceso a las mismas alternativas y oportunidades que los hombres, sobre todo en sociedades en las que se las carga desproporcionadamente con la responsabilidad de mantener los hogares y cuidar y dar soporte emocional a niños y adultos mayores.
Por otro lado, la psicología y la economía conductual han identificado otros mecanismos que explicarían un trato desmejorado a mujeres en el ámbito laboral: los sesgos y estereotipos. Para anular estos elementos inevitables de nuestra cognición, debemos abordarlos con ingenio, ya que en muchas ocasiones funcionan de manera inconsciente. Ya es un buen punto de partida, sin embargo, el reconocer que estos existen y nos juegan malas pasadas. De hecho, desafiar nuestra naturaleza sesgada debiera ser un objetivo prioritario para cualquier gerente o director de empresas que busca maximizar la productividad de su empresa.
[1] En el «Ranking de Mujeres en la Alta Dirección» (http://www.comunidadmujer.cl/estudios/ranking-mujeres-alta-direccion/) aparece el dato para Chile de 2018, y la comparación internacional. De acuerdo a éste Chile estaría atrasado en materia de diversidad de género en la alta dirección y gerencia. Mientras a fines de 2017, a nivel mundial, el 17,3% de los puestos en directorios fueron ocupados por mujeres, en países desarrollados la proporción sube a 20,4% (25% en Europa, 20% en Estados Unidos) y en emergentes cae a un 10%. En Chile la cifra en 2018 fue del 8,2%. Además, en nuestro país solo el 4% de las empresas tiene un CEO mujer.
[2] Un buen resumen de esta literatura se encuentra en Shurchkov, O., & Eckel, C. (2018). «Gender Differences in Behavioral Traits and Labor Market Outcomes». En (Ed.), The Oxford Handbook of Women and the Economy: Oxford University Press.
[3] Gneezy, U., Leonard, K.L. y List, J.A. (2009). «Gender Differences in Competition: Evidence from a Matrilineal and a Patriarchal Society”. Econometrica, 77(5), 1637-1664.
[4] Sandberg, S. (2013). Lean in: Women, work, and the will to lead. New York: Alfred A. Knopf.
[5] Ver por ejemplo el estudio reciente (noviembre 2018) sobre choferes de buses en Massachussets de Valentin Bolotnyy y Natalia Emanuel. Disponible en https://scholar.harvard.edu/files/bolotnyy/files/be_gendergap.pdf
[6] Goldin, C. y Rouse, C. (2000). «Orchestrating Impartiality: The Impact of “Blind” Auditions on Female Musicians». American Economic Review, 90 (4): 715-741.
[7] Iris Bohnet, en su libro del año 2016, What Works. Gender Equality by Design, profundiza en estos temas y realiza análisis muy iluminadores.
[8] Martell, R. F., Lane, D. M., & Emrich, C. (1996). «Male-female differences: A computer simulation». American Psychologist, 51(2), 157-158
[9] http://www.oecd.org/gender/data/women-make-up-most-of-the-health-sector-workers-but-they-are-under-represented-in-high-skilled-jobs.htm
[10] Ver por ejemplo OECD, PISA 2015 Figure I.5.10 en https://doi.org/10.1787/9789264266490-graph70-en
[11] En el libro Thinking Fast and Slow, del 2011, el premio Nobel de economía Daniel Khaneman se extiende sobre este y muchos otros aspectos de nuestra cognición.
[12] Iris Bohnet, en su libro del año 2016, What Works. Gender Equality by Design, analiza en profundidad los sesgos de género y entrega diversas propuestas para resolverlos.