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Hace casi dos años, en agosto de 2017, escribí un artículo que titulé «Antifeminismo», provocado por un caso que a mi entender rebalsó el vaso de la causa. Una candidata a diputada del Frente Amplio le enrostró a su contendor haberla maltratado, lo que era «más» grave dada su condición de mujer. Las columnistas, en esos días, declaraban descubrir a la mujer oprimida a lo largo de los tiempos, víctima potencial ya harta de los abusos y la desigualdad «patriarcal». Habían descubierto el sentido de la historia al ponerse en la óptica o el prisma feminista: todo hombre es un posible violador, «el macho mata», siempre en su vida habían tenido que demostrar que eran más que «poto y tetas», habían sido negadas, etcétera. No, no era mi caso; puede estar lleno de imbéciles, pero el mundo es más que eso.
Dije que sólo con ver a la presidenta Bachelet, a la que cortaban en pedacitos a diario, esa queja (por conferencia de prensa, rodeada de hombres) me parecía impresentable. Ahí quizá aparece el primer malentendido, al final relevante: como no me referí al contendor, quizá se habrá supuesto que defendía al «agresor». No era el tema. Dije que las mujeres somos mucho más que víctimas (no había leído a Camille Paglia); que estaba harta de ese feminismo paco, que pensaba más bien en un nuevo humanismo. Terminaba con una cita de Natalia Ginzburg: a los 61, en 1977, se sentía vieja y perdida ante las exigencias del feminismo. Lee a Adrienne Rich hablar sobre la supremacía femenina por venir: mujeres nuevas, fuertes, libres y llenas de coraje, finalmente dotadas de prodigar los dones de sus propias energías vitales. «No vemos hombres, no aparece ninguna imagen nueva del hombre. O mejor dicho, vemos vagar hombres como formas pálidas, carentes de todo atractivo, prestigio o misterio: formas apagadas, espectros y sombras, anuentes, inconsistentes o inútiles».
A fines de octubre de ese año llegó la ola #MeToo y, por destemplada, cuestioné una acusación a un autor que recién, como editora, había publicado. Una amiga suya dijo a través de Facebook que hacía dos años él la había violado mientras ella dormía tras una jornada de fiesta. Apeló directamente a su fama como poeta y a la responsabilidad de sus editores: cómo podían publicarlo ahora. Salté: dije que la acusación y el linchamiento inmediato eran injustos, pues involucraban algo gravísimo, violación, lo que me parecía debía denunciarse ante la justicia.
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«El feminismo no es una ideología, no es una oposición ni una amalgama. No es ni siquiera una idea. Es la forma en que las mujeres vivimos».
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Rápido corroboraron: sí, es violento, es un violador, un monstruo. Pero no lo era, aunque se tratara de un borracho con mala copa, un tipo insoportable y con problemas. No es lo mismo pasarse en una noche alcohólica que ser un psicópata perverso al acecho de mujeres dormidas. Dije que lo trataban «de violador de tiempo completo», un Harvey Weinstein (el productor de cine que extorsionó a las actrices de Hollywood): la frase terminó como título de un fanzine que registró, tres meses después, comentarios de Facebook de los supuestos «defensores de violadores», traidores, etcétera, todos los que habían relativizado la acusación, que no la habían apoyado con la decisión de la fe. El hombre es el lobo del hombre.
Por supuesto no hubo asomo de perdón, ni derecho a réplica. No pude creer tal nivel de violencia, tal como la otra parte no podía más que pensar que yo era la peor perra, sin compasión ni solidaridad con la víctima.
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Escepticismo total
No sabía que en la red social no se podía dudar (luego supe lo contrario, por ejemplo, en Suecia: se cuidaban mucho de acusar por redes). El autor fue rápidamente descatalogado y alejado del «mundo editorial».
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«Ahora, con estas redes infames, con la posverdad y los réditos de Steve Bannon, la violencia está tanto más diseminada, lo cierto y lo falso enmarañados, todos pueden ser criminal, víctima, abogado, juez, verdugo».
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No lo bajé, defendí la presunción de inocencia. Me trataron lo menos de «egoísta de mierda»; el antifeminismo de la columna se volvió «profundo machismo». Una periodista puso mi nombre en una lista de «regalonas del patriarcado», para luego suponer que yo pensaría cosas como «mi amigo no puede ser abusador», «mi trabajo es más importante que el sufrimiento de otra mujer», «si caen los hombres que sustentan mi estatus, también caigo yo». No entiendo qué tenía en la cabeza. Sé de feministas que comentaron que «he llegado donde estoy» (un lugar de privilegio que me da risa: trabajo en cuatro partes, como decía mi mamá en los 80) por los hombres que me he tirado (tengo algunos expololos «conocidos»).
Nací dos semanas después del golpe y para mí los 80 no son una serie sino una larga película de escombros tristes y macabros. Fui joven en los 90, ahora denostados por facilistas, jaleros e irresponsables. Nunca pensé que iba a tener nostalgia del año 94, 96, cuando las cosas se comentaban en el patio de la U o por teléfono. El malo era el Mamo y el suceso la fuga de la cárcel de los frentistas.
La violencia estructural era tanto más evidente, la posibilidad de justicia por primera vez; muchos habían trabajado para que así fuera, con cuidado y con arrojo: se hizo «en la medida de lo posible», que no queríamos, pero Pinochet era jefe del Ejército (la imagen más siniestra y desoladora, cuando asumió como senador). Veíamos en la tele Gato por liebre y El factor humano, que ridiculizaban los discursos cuando las palabras no se llamaban relatos. Ahora, con estas redes infames, con la posverdad y los réditos de Steve Bannon, la violencia está tanto más diseminada, lo cierto y lo falso enmarañados, todos pueden ser criminal, víctima, abogado, juez, verdugo. Pinochet es tranquilamente reivindicado, etcétera. No, no quiero más enemigos.
En los 90 teníamos pocas posibilidades de expresión y nos parecían muy serias porque daban libertad de pauta. Si escribías una crónica investigabas lo más posible -sin Google-, podías abordar cualquier teoría o idea sin asumirla, éramos libres porque nos habían impuesto una sola cosa y no queríamos ninguna. El escepticismo ante cualquier poder era total, cualquier ideología, cualquier institución, aunque queríamos instituciones republicanas (hasta hoy), no más leyes falsas ni espurias. La desobediencia civil era la violencia, legítima a veces, pero queríamos un nuevo civismo, no seguir en esa lucha, en la muerte, en ese desmedro. No más enemigos.
He visto que en el nuevo feminismo, la toma universitaria declara en su pancarta «o están con nosotras o contra nosotras». Dos alumnas acusan «la mirada» de un profesor. Se asume al hombre enemigo, o sospechoso, a menos que sea «nuevo». Sepan que el «abuso» siempre se ha fustigado, las mujeres lo han hecho y seguiremos haciéndolo. Pero la justicia no depende de protocolos y reglas: es un acuerdo político sólido que llega a las últimas consecuencias. En Las suplicantes de Eurípides: dónde están los cuerpos. No toman la venganza en sus manos sino que exigen lo que es suyo, pues no es aceptable que les quiten los cuerpos de sus muertos. Son las mujeres, las madres, la Gladys Marín.
Me dicen que pasará este radicalismo agresivo y específico, que lo importante es sumar, la gran revolución femenina. Pienso que las mujeres hace mucho son sujetos históricos y que el feminismo es evidente hace más de un siglo. Las mujeres tenemos tantos derechos por eso y destacamos en todos los campos culturales, del conocimiento, del poder, ya sin las sujeciones tan terribles de antes (aunque nos siguen matando y ganamos menos: seguimos). Ya no es la Marianne de la revolución francesa -las estudiantes en tetas con la capucha tejida de lana de las Pussy Riot-, una masa uniformada en una imagen, sino mujeres singulares, que pelean cada día.
A Rafael Gumucio, polemista destemplado, lo condenaron por decir que las estudiantes no conocen el verdadero sufrimiento femenino: ser madre pobre. Hablen primero con ellas. Bueno, son sus abuelas. Pero tiene razón: el primer problema. Las muertas, los terribles crímenes. Sigamos a todo nivel por un cambio cultural, pero no persigamos a un lobo para saciar la venganza privada. Una regla no cambia una cultura, el castigo no extingue el error. Los hombres tienen fuerza, sí, hay que vivir con ellos. Y ellos, como sabemos, son también exigidos y maltratados. Los niños, los gays, los trans, los incapaces, los pobres, los locos.
El feminismo no es una ideología, no es una oposición ni una amalgama, es la forma en que las mujeres vivimos. No es ni siquiera una idea. Cioran (de FB): «En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas».
Leo sobre la paranoia y la melancolía, dos formas opuestas de la psicosis: en la paranoia la amenaza está afuera, mientras en la melancolía la culpa está adentro. Vivimos tiempos paranoicos, con muchos enemigos. Tiendo a la melancolía: el mayor delito es haber nacido, pierdan toda esperanza, luego el sol brilla, nos encontramos, hablamos, por un momento no hay enemigos, mirándonos a los ojos.
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«Nací dos semanas después del golpe y para mí los 80 no son una serie sino una larga película de escombros tristes y macabros. Fui joven en los 90, ahora denostados por facilistas, jaleros e irresponsables. Nunca pensé que iba a tener nostalgia del año 94, 96, cuando las cosas se comentaban en el patio de la U o por teléfono. El malo era el Mamo y el suceso la fuga de la cárcel de los frentistas».
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Marcela Fuentealba