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Reír o no reír

Una reconversión necesaria.

Tamy Palma
Periodista Fotografía portada: Juan Pablo Molina Santiago, Chile Á - N.1

Un chiste incorrecto lanzado por un niño aquejado de una enfermedad degenerativa —precisamente una persona a la que la corrección política aspira a proteger— estimula en la autora un largo proceso reflexivo sobre la función social del humor que se mueve en los límites de lo aceptado.

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Callando o riendo con un chiste una persona puede pasar de empática o quedar como un zángano. Yo era del primer grupo, ese que tiene un justiciero moral del humor cuando algo pasa el límite de lo correcto. Así viví hasta que escuché de la boca de Joaquín, un niño de 12 años que padece una enfermedad degenerativa, un chiste que encontré cruel o que al menos no me convocaba.

En alguna oportunidad, tiempo después, leí decir al español Evaristo Acevedo que el humor tiene, a pesar de todo, una sonrisa de indulgencia, de comprensión y hasta de piedad. Y eso no es malo, aunque entenderlo es el primer paso para empezar a reírse sin culpa. Me convenció ese breve texto de que un chiste, por cruel que suene, puede ser de todo mi gusto y puedo disfrutarlo sin culpa.

Todos, y es propio de estos tiempos, estamos presos de la corrección política. Lo percibo cuando un humorista trata de «monga» a una exministra en televisión revolucionando las redes sociales, o cuando el mismo personaje se ríe, en su cara y en televisión abierta, de una modelo porque en una discusión pública le dijo a su contrincante que no conocía la palabra «tregua». «Yo solo hablo español», se excusó ella ante la mirada atónita de miles de espectadores. Y aunque el impasse puede rayar en lo inocente, el humorista fue condenado nuevamente como si cometiera una crueldad.

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Carcajadas hospitalarias

La corrección política que yo misma llevaba dentro la percibí también viendo a regañadientes el stand up donde el comediante estadounidense Anthony Jeselnik relata, aparentemente desde la posición de víctima, cómo una monja de su colegio religioso lo golpeaba con reglas, estuches o cuadernos en la sala de clases tratando —y así remata el chiste— de defenderse de él. Lo primero que hice fue esperar a que las cámaras pincharan a una mujer para ver si se reía o no. Cuando vi que no solo lo aplaudían, sino que lanzaban carcajadas, recién me sentí habilitada para hacer lo mismo.

Me acordé de Joaquín, de su chiste cruel, y pensé en cómo mi cabeza estaba configurada para buscar una excusa para reírme o no hacerlo en beneficio de mi vida social y la imagen correcta que todo ciudadano quiere demostrar. Pero, la verdad, es que me aburrí de falsear.

Para llegar a esa conclusión me puse a prueba. Desde hace cinco años que visito, al principio como estudiante y luego como periodista, una escuela hospitalaria donde hay niños recién trasplantados, con cáncer, fibrosis quística y un sinfín de enfermedades crónicas o terminales que obliga a esos niños a ser alumnos regulares de la escuela del Hospital Calvo Mackenna, un lugar luminoso donde inevitablemente los estudiantes rotan porque se mueren, se internan o se les da el alta.

En el lugar hay niños de entre cinco y dieciocho años que lucen calvos; otros en silla de ruedas; algunos con muletas, porque les amputaron una pierna; y, los que han tenido mejor salud, se ven como si no tuvieran absolutamente nada. Pero es fachada. Lo cierto es que están enfermos, solo que asintomáticos o con un periodo de buena racha que en ninguno de los casos es causal para abandonar el lugar e irse a un colegio «normal», como les dicen los niños. Ellos, los que aparentemente están sanos, son los que invitan a jugar al resto y lideran las actividades con más agilidad.

Joaquín era uno de esos niños con sana fachada que aportaba, desde dentro del círculo de niños enfermos, el humor. En una de mis visitas, una de sus compañeras que padecía fibrosis quística asintomática le dijo a otra con una enfermedad degenerativa que progresivamente la ha ido dejando ciega que viera lo que estaba haciendo. Yo no me reí, porque esto ocurrió poco antes de mi proceso de conversión, pero Joaquín lanzó una carcajada.

Con los años entendí que quienes visitamos el lugar, tenemos el deber de seguir el humor que se vive ahí porque es parte de su realidad. Y eso hay que hacerlo aunque a nosotros que vamos para allá, que en realidad no le está pasando nada grave, nos parezca una imprudencia.

Cuando digo la palabra «humor» no me refiero solo a la idea de tener «buen humor», entendida como la actitud que se manifiesta exteriormente cuando algo es agradable, sino que hablo de humorismo y el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas, como bien define la vapuleada RAE. Distinto es burlarse y caer en un tipo de humor unilateral donde el que recibe el comentario debe defenderse de un ataque.

Una de las primeras veces en que fui a la escuela de pacientes del Calvo Mackenna, seguí con la mirada a Joaquín. Me llamaba la atención su risa, que se oía desde lejos. Estaba junto a otros cinco niños jugando vóleibol en el colorido patio de cemento de la escuela. Uno de ellos, que se encontraba en silla de ruedas, se acomodó con absoluto dominio de su aparato para alcanzar la pelota; los que no podían agitarse se ponían en una posición estratégica e inamovible; y a uno que no tenía brazo una compañera le prestaba el izquierdo suyo cuando la pelota venía hacia él. La idea era simular que tenía dos brazos y así golpear con fuerza el balón.

Yo estaba a un costado, mirándolos embobada, tratando de pasar inadvertida llena de compasión cuando uno de los niños le gritó a otro en silla de ruedas: «Ya, poh, tira la pelota luego». Joaquín, ya riéndose, se sumó al apuro: «No lo pensís tanto, oh, si te sale mal el tiro, a lo más le pegai muy fuerte y lo mandai al hospital».

Todos se rieron a carcajadas y las bromas sobre el tema no pararon.

Yo, en cambio, me acordé del primer capítulo de la temporada 19 de South Park en el que llega un nuevo director a la escuela primaria con el plan de eliminar los chistes ofensivos, incorrectos o que puedan dar pie para hacer bullying a otras personas. Tras un castigo al grupo de trogloditas que protagoniza la serie, por reíse de ellos mismos y otros compañeros, el padre de Kyle Broflovski, uno de los estudiantes, es citado por el director a una reunión. Ahí el progenitor hace un comentario trivial sobre la celebridad transgénero Caitlyn Jenner, tras lo que es echado por transfóbico.

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Una fracción de la realidad

La escena siguiente no es más alentadora: el mismo director, que da cátedra de corrección política, golpea hasta hacer sangrar al pequeño Eric Theodore Cartman, otro de los niños protagonistas, quien lo había enfrentado por su impetuoso ánimo de transgredir la libertad de expresión de otros utilizando la violencia. «Si alguien quiere decir algo malo usaré los puños», fue la frase del mandamás de la escuela primaria de South Park que más vueltas me da hasta hoy.

Debo confesar: del chiste de Joaquín no me reí, solo hice el ademán de estar pasándolo bien. Cómo iba a reírme, pensé, de un chiste rápido de un pequeño que habla de hospitales y que se lo dirige a niños que prácticamente viven en uno. No solo me pareció una falta de respeto que pudiese parecerme entretenido, sino también una intromisión a algo que ellos comparten como vivencia mientras que yo no era más que una espectadora.

Joaquín tiene 14 años menos que yo. Me llamó «tía» la única vez que se dirigió a mí para invitarme a jugar vóleibol con ellos. Fue después de su chistecito. Le dije que no, a lo que él me contestó: «¡Chuá! Parece que aquí tenemos más energía que usted, y eso que estamos en un hospital». De nuevo aludió a su situación de enfermedad y nuevamente todos se rieron.

Hace casi dos años que no lo he visto. No sé qué fue de él, si le dieron el alta, si mejoró o si murió. Pero no haberme hecho eco de su humorismo es algo que me hace recordarlo siempre. No es un recuerdo nostálgico ni de amargura, sino más bien un punto de inflexión entre la posición cómoda y socialmente impuesta de ser políticamente correcta, y el aceptar que serlo consiste también en hacer caso omiso a una fracción de la realidad; en cerrar los ojos ante lo que sucede; en no dar una opinión que no altere lo que ocurre y, así, sin ser ni juez ni parte, seguir viviendo en una inalterable paz.

No reírse de la cotidianidad, entendí, es un acto voluntario de control. Querer controlar el humor y sus reacciones es propio del modelo educativo que pretende instalar el autoritarismo. El catedrático de lingüística Ricard Morant profundizó este tema en 2007 con un ensayo titulado El lenguaje políticamente correcto y el humor, donde consigna que el mayor conflicto del ser humano en torno al tema, es que alguna gente ve fantasmas donde no los hay, porque ignora que reírse no es nada malo. Por lo mismo, y a modo de combate, quienes no comulgamos con el buenismo nos valemos de intelectuales y humoristas que a través del humor tratan de quitarnos la venda de la corrección política de los ojos.

El humor tiene como regla jugar con la realidad y eso, sin siquiera hacerlo de forma intencionada, nos aproxima a la verdad; la verdad entendida como un conjunto de subjetividades que expresadas nos acercan a lo que realmente ocurrió. Esa porción de la realidad no se mide de acuerdo a las risas, sino que de acuerdo a qué tan cercano a lo que se vive en una sociedad actualmente.

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Humor en momentos críticos

La verdad no es algo trivial: es la base de la información que circula en medios de comunicación y debería ser la base de una sociedad en democracia. John Stuart Mill en su famosa obra Sobre la libertad, sostiene que la única forma de que un ser humano pueda conocer a fondo un asunto cualquiera, es la de escuchar todas las opiniones que las personas puedan emitir para luego estudiar sus distintas interpretaciones. A su vez, las opiniones, que según Mill nos acercan a la verdad, nos ayudan como sociedad a tomar mejores decisiones.

Las opiniones no tienen una vía única para ser transmitidas, y el humor, tal como lo hace South Park en sus sangrientos capítulos, es un bálsamo para llegar fácilmente a ellas.

Si el humorismo logra su objetivo con el exceso de realidad o la exacerbación de ella, hacer vista gorda de eso, y situarse en el polo de la superioridad o incomodidad, es cerrar los ojos y encerrarse en una burbuja. Asimismo, los humoristas que hablan de racismo, de hombres que golpean a mujeres o que son capaces de reírse de políticos, se ríen de los malos. Por el contrario, los buenos, los correctos, prefieren callar el humor omitiendo la existencia de la disidencia.

Sin ir más lejos, si estuviera prohibido en México reírse de las autoridades, los caricaturistas —conocidos como «moneros» en el país azteca— no serían uno de los vehículos informadores más importantes de medios como los periódicos nacionales La Jornada y Excelsior o la revista Proceso. Gracias a ellos, la información política dura y breve puede aparecer sin represalias contra los trabajadores de la información. Sin ir más lejos, Gonzalo Rocha lleva 35 años dibujando monos políticos en medios. Fue en estas últimas elecciones, que dieron el triunfo por primera vez en 30 años a un candidato de izquierda, cuando su labor tomó más sentido. «La labor de un caricaturista, al menos el rol que yo he cumplido, es criticar y burlarse de los que abusan de su poder», me comentó inmediatamente después del triunfo del nuevo presidente electo de México, López Obrador.

¿Es, acaso, el humor la vía de información en momentos de crisis? En ese país pareciera que sí. El mexicano Samuel Schmidt lo define de manera perfecta: «El chiste político muestra la opinión de la sociedad sobre aquellas acciones del régimen que la frustran».

En mi posición de reconvertida y de persona que aprendió a despojarse de la sanción moral y social que existe ante la risa fácil o ante la risa que se expresa con el exceso de realidad, no solo creo que Schmidt tiene razón, sino que también agregaría que el humorismo es una herramienta flexible que despeja momentos de crisis de cualquier tipo; la de una escuela hospitalaria, la de una ministra con intervenciones cuestionables o la de un hombre que da cuentas del costo de pegarle hoy en día a una mujer desde una mirada irónica.

Si algo aprendí de las anécdotas de las que no me reí es que prefiero quedar de zángana disfrutando, que sumarme a la gravedad social que me impide saber qué es lo que me estoy perdiendo.

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«Cuando digo la palabra “humor” no me refiero solo a la idea de tener “buen humor”, sino que hablo de humorismo y el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico»

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Tamy Palma