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Cine políticamente correcto

Los nuevos monstruos.

Rafael Gumucio
Escritor Fotografía portada: Juan Pablo Molina Santiago, Chile Á - N.1

La monstruosidad se manifiesta cuando se pone en exhibición aquello que no debería ser mostrado. Entre mostrar y sancionar, la industria cinematográfica actual se juega un punto de quiebre, como lo demostró la última ceremonia de los Oscar. Revisando las películas premiadas, Rafael Gumucio hace aquí la cartografía ideológica de un Hollywood desesperadamente correcto.

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La gran estrella de la última entrega de los Oscar fue justamente la menos invitada. Mientras se anunciaban candidatos y premios, todo el mundo pensaba en la ausente y rotunda figura de Harvey Weinstein, hasta hace poco protagonista de este suntuoso rito anual, hoy sinónimo de todos los pecados que Hollywood espera expiar.

Weinstein, productor emblemático desde los años noventa, era el ejemplo vivo de que para hacer cine arte no se necesitaba ser un remilgado intelectual más o menos gay. Tan vulgar como cualquier productor de película porno, tan apurado como cualquier dueño de estudio gigante, Weinstein era también —hasta que su monstruosa sexualidad salió a flote— el último ejemplo de que en Hollywood todos los sueños se hacen realidad. Después de masturbarse en público y chantajear a sus estrellas para conseguir más sexo, comprobó que ninguno de esos sueños llega sin su acompañamiento de pesadillas.

Un par de chistes de Jimmy Kimmel, el presentador de los Oscar, intentaron relajar el ambiente, pero no lograron disipar la impresión de que el mundo seguía esperando ver de qué manera Hollywood conseguía procesar la sombra de su monstruo más querido, con qué estilo o falta de estilo lograba doblar la página.

Quizás no sea del todo un azar que el Oscar a la mejor película se le haya dado a una historia de amor entre una mujer muda y un monstruo amazónico, La forma del agua, una película que es eso mismo, pura forma y pura agua, pura dirección de arte, puros efectos especiales, puras emociones ya masticadas mil veces. Un cuento de hadas para adultos solo porque se permitió la audacia de que el monstruo escamoso —bastante mejor parecido que el director de la película, el mexicano Guillermo del Toro— consumara su amor con la chica con «habilidades especiales» que limpiaba su acuario.

En La forma del agua los negros y los mudos son todos buenos y malos los blancos ambiciosos. Pero esa división maniquea del mundo no es parte de una convicción profunda sino una simple convención narrativa que le permite al director escamotear cualquier problema con la censura.

Es cosa de escuchar cualquier entrevista de Del Toro para darse cuenta de que no hay en él ni un asomo de conciencia inclusiva, ni preocupación por el patriarcado falocéntrico. Es un cinéfilo adolescente de más de 40 años que no se priva de hablar de sus «huevos», y de conjugar en todas las formas posibles el verbo «chingar». Lo que le importa ante todo es lograr que en la pantalla el monstruo y la muda floten bien, que quede en la retina del espectador alguno de sus planos de complicada composición. La mudez de su heroína no es una reivindicación de sus «capacidades especiales» sino un truco para ahorrarse la dificultad de hacerla razonar, pensar, dudar en las palabras que Del Toro prefiere ahorrar para gastar más en gelatina y escamas.

De alguna forma el premio a La forma del agua puede que haya sido una solución de compromiso ante la incapacidad de Hollywood para contar sus propios monstruos, pero también para contar a los humanos. En Dunkerque, los humanos que mueren y sufren en la playa de Normandía son apenas algo más que una excusa para conseguir nuevos efectos de sonidos, tiros de cámaras, saltos temporales. Los rostros se confunden, los nombres no importan; lo que importa es reconstituir el ambiente de la batalla (lo que se hace con singular éxito) pero no a los hombres que la vivieron.

El reverso exacto es La hora más oscura, que se centra en otro lado de la misma batalla; el talento y el talante de Winston Churchill, convertido por la película en un ser mitológico más grande que la vida misma.

Humanos con dos piernas, dos brazos y dudas y amor y pesar solo pasan por Call me by your name y Lady Bird. En esta última una niña se rebela contra una madre controladora y un colegio lleno de límites. Rechaza su nombre, su ciudad y su apariencia para inventarse una identidad que le gusta más. Termina por descubrir en Nueva York que su verdadera diferencia —la que en definitiva la hace única— es precisamente ese nombre y ese pueblo, Sacramento, la capital polvorienta y olvidada del estado más glamoroso de la Unión.

El guionista y director James Ivory recibió el Oscar al mejor guión adaptado por Call me by your name, un drama tranquilo que —en el esplendor del paisaje del norte de Italia, entre estatuas de dioses mitológicos— esconde su pathos tan prodigiosamente que una de las escenas sexuales más provocativas del cine actual pasó casi inadvertida para la crítica y la academia.

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Amor sin cuesco

Lo políticamente correcto es un sistema que permite ver las películas sin verlas. Quienes lo comparan a la Inquisición o al estalinismo no entienden que lo políticamente correcto aprendió una ley básica justamente de Stalin y de los inquisidores; prohibir solo fomenta lo que se quiere acallar. Lo políticamente correcto no solo convive con una cultura del escándalo y la provocación permanentes, sino que los necesita para justificarse.

Lo políticamente correcto no está para prohibir ninguna obra, sino para permitir solamente algunas lecturas sobre ellas; asegura de que el espectador vea solo aquello para lo que está preparado y lo demás lo pase por alto.

Call me by your name es la historia de un joven de 17 años iniciado sexualmente por uno de más de 25, bajo la mirada complacida de sus padres. Resignificado por la mirada políticamente correcta, un país que se horroriza cuando a una cantante se le sale un pezón en el Super Bowl aceptó sin chistar ver a un joven masturbarse en un durazno. Anestesiado el público por la extrema belleza de la película, tolera igualmente que el amante del joven recién masturbado quiera comerse el durazno relleno de semen.

Es difícil encontrar una imagen más bella de ese amor sin cuesco en que los dos personajes se consuman y consumen. No hay culpa en Call me by your name, no hay pecado, nada se subraya, nada se exagera
y ésta es quizás la razón por lo que pudo pasar sin pena ni gloria ante la censura y ante el comisariato de las buenas costumbres, que espera aún que el escándalo venga acompañado de violines y close up.

Es posible también que la razón de la buena suerte de esta película tenga que ver con que su historia transcurre a mediados de los ochenta, cuando la homosexualidad era aún clandestina, mal vista, vigilada, incluso en esa Europa feliz que se nos presenta. Estos dos hombres que se aman con una libertad que hasta hoy les sería imposible, son también pioneros, héroes. Están del buen lado, en la guerra que se asoma solo de lejos en las calles y en las estaciones de trenes donde no pueden besarse. Lo políticamente correcto no pide nada más.

Quizás pide menos incluso. «Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada», dijo Fidel Castro a los artistas e intelectuales cubanos el 30 de junio de 1961. Se puede incluso ser hasta antirrevolucionario en la forma, sugería Fidel, con tal de hacerlo del lado de la revolución. «Es un hijoputa, pero es nuestro hijoputa», es la frase típica de cualquier revolución.

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«Lo políticamente correcto no está para prohibir ninguna obra, sino para permitir solamente algunas lecturas sobre ellas; asegura de que el espectador vea solo aquello para lo que está preparado y lo demás lo pase por alto»

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Una mujer dispuesta a encajar

Ninguna película se ha beneficiado más de esa política de «nosotros y ellos» que la chilena Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera.

Desde el título en adelante, la película de Lelio no disimula su vocación didáctica. Esta que ven, rubia y humillada, linda y fuerte, mujer por todos lados, quien lleva un nombre de varón en el carnet de identidad y suponemos, sin saberlo del todo, un pene en la entrepierna, es una mujer fantástica.

Es fantástica, nos subraya la película, porque es valiente, porque es digna, porque es fuerte, y es fantástica también porque representa una fantasía: la fantasía, que pudorosamente quedó fuera del montaje final, de ser penetrados por una mujer, de hacer el amor con un pene que no es masculino.

Marina, la mujer fantástica, es fantástica porque no solo canta en una boite canciones tropicales sino también ópera en el municipal. Muy lejos de Jean Genet, Severo Sarduy o Pedro Lemebel, la mujer fantástica es fantástica porque es una dama de la que nadie en la calle sospecharía que es algo más. Tan consciente de su lugar en la sociedad patriarcal, tan dispuesta a encajar que acepta con mala cara pero sin chistar que una familia fantásticamente intolerante la margine del velorio y funeral de su examante.

La razón de su paciencia parece ser la promesa de un pasaje a las cataratas de Iguazú que al verse frustrado la lleva intentar un postrero intento de rebelión.

Eso se adivina en un guion confuso, actuado en un solo registro continuo, sin humor ni demencia, pero con una bella música y un bello trabajo fotográfico y de ambientación. Esto nos permite adivinar que esta historia es quizás una alegoría, que esa mujer rubia caminando por las ruinas de la ciudad al amanecer es un símbolo, que esta mujer, que lleva los órganos de hombre debajo de la falda, es todas las mujeres de este apestado y machista último rincón del planeta.

Sabemos eso antes de ver la película: que Chile es uno de los países más conservadores del mundo, que una transexual en un país como éste está llamada a ser un mártir.

No nos importa que ese martirio sea inverosímil ni que la actitud de la mujer sea más cínica que heroica; dos o tres planos nos bastan para recordar que no debemos creer o querer esta película, que solo nos cabe adherir a ella, militar por ella, estar del buen lado. «Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada».

El amor, el dolor, las dudas, los miedos de Marina son dichos, subrayados, pero es difícil adivinar en su cara de perpetua molestia algún matiz, alguna inflexión, alguna verdad. No es necesario porque sabemos que Daniela Vega (la actriz) es de verdad, que no actúa de transexual sino que lo es.

Lo políticamente correcto no puede entenderse sin la cultura del espectáculo de la que nace como una suerte de seguro, de esos que los norteamericanos ante cualquier viaje compran a destajo. En la cultura del espectáculo, de la que lo políticamente correcto quiere ser la conciencia vigilante, la verdad es la que se puede reportear, la que se puede mostrar, la que se puede verificar. Es la verdad del periodismo que no necesita ya la de la ficción.

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«En la cultura del espectáculo, de la que lo políticamente correcto quiere ser la conciencia vigilante, la verdad es la que se puede reportear, la que se puede mostrar, la que se puede verificar»

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Una mujer fantástica está lejos de ser la primera película premiada por los Oscar que trata de la transexualidad. En Todo sobre mi madre (mejor película extranjera en 1999), el padre es madre. En El juego de las lágrimas (mejor guion original en 1992), la sombra de un pene se interpone entre el terrorista del IRA clandestino y su amante mu- lato. En Boys don ́t cry (mejor actriz para Hillary Swank en 1999), un pene, esta vez de plástico, permite al muchacho que es muchacha acostarse con una debutante Chloe Sevigny.

Aunque todas estas películas abordaban de manera más valiente y original el drama de la transexualidad, ninguna de ellas se atrevió a que sus actrices fuesen transexuales en la vida civil. La verdad de Una mujer fantástica no está en la pantalla sino en las entrevistas donde Daniela Vega derrocha encanto y lucidez.

A lo políticamente correcto, como su nombre indica, le interesa del arte sus efectos políticos. Da lo mismo que la historia que cuenta Una mujer fantástica sea políticamente ambigua; la voz de Daniela Vega fuera de la pantalla es un logro político que cualquiera que esté preocupado de la falta de diversidad de la sociedad chilena o latinoamericana, no puede más que celebrar. Para la mirada políticamente correcta del mundo la película, su moral y su moraleja no fue entonces más que el precio que hubo que pagar para que una nueva voz irrumpiera en el debate público.

Las películas, decía Cocteau, son como los autos, una industria que crea modelos, con motores y carrocería y deseo, sobre todo deseo, como el ángel de la Rolls Royce y la extraña cruz de la Mercedes Benz. En ese sentido nadie puede negar que Una mujer fantástica es, a pesar de sus defectos, una gran película, una que marca un antes y un después en la historia del cine chileno.

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Espectáculo circense

No pasa lo mismo con la que probablemente es la más astuta de las películas que compitieron en la última versión de los Oscar, la maquiavélica Tres anuncios por un crimen, una historia de amistad y venganza que usa a la perfección todos los prejuicios de lo políticamente correcto para entregarnos su perfecta mimesis. Es una película que satisface al mismo tiempo la superioridad moral del intelectual de Nueva York y la brutalidad asociada al centro del país.

En Tres anuncios para un crimen, una mujer —que parece la mezcla de Antígona y Medea— denuncia la falta de diligencia en la investigación de la muerte de su hija usando para ello las técnicas del marketing made in USA: los carteles luminosos en infinitas carreteras. La idea del dramaturgo irlandés Martin McDonagh, director y guionista, es tan provocativa, tan nueva, tan astuta que da la impresión de que no supo qué hacer con la película transcurridos los primeros diez minutos.

Como sucede con la publicidad, los anuncios se repiten una y otra vez como se repite la conversación en torno del honor y la justicia en boca de seres que apenas pueden articular la sombra de una idea.

A los personajes no les queda más que moverse, gritar, golpearse, llorar, quemarse y volver a repetir las tres o cuatro frases que saben decir.

En Tres anuncios para un crimen, cosas tan importantes como la venganza, la muerte, la lealtad, la justicia son parte de un espectáculo circense donde los personajes desperdician como pueden las fuerzas que les quedan porque no saben cómo escaparse de la maqueta de pueblo en que viven.

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«Se infiere de Tres anuncios para un crimen que para los que nacieron del mal lado, para los que vienen de la Norteamérica roja, la republicana, no hay perdón ni olvido, solo la sombra de un carnaval en que se queman a sí mismos»

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«Dentro de la revolución todo…». Sabemos desde el comienzo que esto pasa en la Norteamérica profunda que votó por Trump, que los protagonistas de la historia son monstruos que no tendrán, como el de La forma del agua, el derecho a que alguna muda buena los ame y los redima. Para los que nacieron del mal lado, para los que vienen de la Norteamérica roja, la republicana, no hay perdón ni olvido, solo la sombra de un carnaval en que se queman a sí mismos. Ahí donde las mujeres son fuertes como hombres y los policías miedosos como niñitas, no hay lugar para los viejos, como diría otra película de la que esta es la voluntaria parodia.

Al europeo director McDonagh se le ocurrió esta historia al recorrer con su familia las carreteras de Alabama. La película, finalmente, resultó intensamente turística, la mezcla de todos los tópicos que un europeo de mediana edad sabe o intuye sobre la Norteamérica profunda. Los extraños mecanismos con que lo políticamente correcto lee, o deja de leer lo que mira, logró que esa caricatura en muchas medidas insultante sea premiada por la academia (mejor actriz para Frances McDormand y mejor actor de reparto para Sam Rockwell).

El cine norteamericano clásico, el de Ford, el de Capra pero también el de los europeos Friyz Lang, Otto Preminger o Douglas Sirk era la ilusión de que en el pueblo junto al cual pasamos rápido por la carretera vuelve a jugarse el mito de Edipo, de Oreste, de Ulises. La idea, aventurada pero fértil, de que en una gasolinera o una granja la historia entera vuelve a empezar. Esa fe en sus propias historias, ante los vertiginosos hechos políticos y los aún más vertiginosos cambios sociales y sexuales, resulta incluso para la academia hollywoodense ya imposible de asumir. Hollywood no intenta defenderse sino que acepta sin reclamar las acusaciones buscando en Inglaterra (Dunkerke y La hora más oscura) el heroísmo perdido, mientras muestra ya sin falso pudor en The post, de Steven Spielberg, cuán difícil y dudoso resulta siempre revelar incómodas verdades en público.

Es quizás la conclusión más inesperada de la ceremonia número 90 de los Oscar. Los monstruos pueden amarse en sus laboratorios, las minorías sexuales pueden reivindicarse en plena luz del día. Solo el norteamericano medio, el olvidado ciudadano del centro del país que llena las salas de cine, no tiene derecho a redención alguna. El cine norteamericano que cantó por tantas décadas las loas del hombre normal, solo puede encontrar algo de paz en los jardines del norte de Italia, en las prejuiciosas calles de Santiago de Chile o en las piscinas turbias donde no para de bañarse un monstruo amazónico.

Rafael Gumucio