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«Una música que usa el lenguaje de principios del siglo XX, pero con una sintaxis extraña y crispada de elocuencia indiscutible».
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El territorio inexplorado de Allan Pettersson.
La imagen lo resume todo: Cristo baja a la tierra y concluye que el mayor tesoro de la humanidad es una niña de ropas tirillentas que juega descalza entre la nieve y los cardos. Es la letra casi victorjariana de una de las maravillosas Canciones descalzas del sueco Allan Pettersson (1911-1980). Como Mahler y Nielsen, Pettersson es un compositor proletario no solo por extracción social, sino además porque su música tiene la particular densidad que ofrece una fusión perfecta de la ternura y brutalidad más viscerales. Es música emocionalmente hacinada, pero de una honestidad tan abrumadora que nos obliga a volver a ella con cierta adicción. Oír a Pettersson es descubrir el eslabón perdido entre Mahler y Henze. Una música que usa el lenguaje de principios del siglo XX, pero con una sintaxis extraña y crispada de elocuencia indiscutible. El sello BIS está terminando su edición completa de las 17 sinfonías del injustamente desconocido compositor sueco. Es la segunda integral. CPO había editada una, pero sin recurrir a las Sinfonías 1 y 17, incompletas hasta ahora. Para el coleccionista explorador, el reciente disco de las Sinfonías 5 y 7 de Pettersson dirigido por su principal adalid —Christian Lindberg— es una escucha obligada. Tras ese denso y calmo moto perpetuo que nos pasea por los paisajes desolados de la Quinta, sobreviene esa obra maestra que es la Séptima Sinfonía. Parafraseando el título de la bella película de Vincent Ward estamos ante un mapa del corazón humano. Pocas músicas tan desgarradas y dolorosas. Si nos adentramos en ella y resistimos su acoso emocional durante los primeros 35 minutos, podremos asistir al impresionante efecto psicológico que produce la cantinela de uno de los finales más bellos de la historia de la música: los últimos 6 minutos de la Séptima son instantes de la hora más oscura, quizá la más sincera y humana.
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