Figura ineludible del siglo XX hispanoamericano, autor de casi cuarenta libros además de varios miles de artículos, José Miguel Ibáñez (Santiago, 1936) es merecedor hace décadas no de uno, sino de dos premios nacionales: el de Literatura como también el de Humanidades y Ciencias Sociales.
Crítico literario (con su heterónimo Ignacio Valente), poeta, sacerdote, filósofo y teólogo, en su último libro, La belleza y el arte (Ediciones UC, 2023), parece haber sintetizado sus muchas identidades.
–Usted escribió un poemario llamado Futurologías. Permítase ahora una futurología del canon chileno: ¿qué obras literarias chilenas van a sobrevivir y destacar en treinta o cincuenta años más? ¿Qué autores suben y qué autores bajan?
-En literatura no hay profetas. Sólo indicaré algunas obras que yo quisiera que sobrevivieran: Desolación y Tala de Mistral; Altazor de Huidobro; la Canción de Guzmán Cruchaga. También dos o tres poemas de Pezoa Véliz. De Neruda, Residencia en la tierra, Alturas de Macchu Picchu y varias Odas elementales. De Parra, Poemas y antipoemas, poemas como «Un hombre» y «El hombre imaginario», además de fragmentos de El Cristo de Elqui. La greda vasija de Rubio; fragmentos de Venus en el pudridero, de Anguita, y de Rojas, Contra la muerte. Escrito en Cuba de Lihn; El engañoso laúd de Uribe; En la secreta casa de la noche, de Teillier, y de Zurita, Anteparaíso. Y en narrativa, me gustaría la sobrevida de Miltín 1934 y Diez, de Juan Emar, y de La amortajada de Bombal. Buena parte de nuestra novela ya bajó, o bajará: Allende, Rivera o Sepúlveda, por ejemplo.
-En retrospectiva, ¿se arreptiente de alguna crítica literaria, de algún olvido, de algún juicio apresurado? ¿Existen obras literarias sobre las cuales su opinión haya cambiado radicalmente?
-Seguramente hay materia de arrepentimiento, pero pienso que mi criterio ha sido relativamente estable durante el tiempo. Sí me pesa haber sido irónico a veces —y sarcástico— con varios premios nacionales de la era Pinochet.
-En el panorama internacional, ¿ve usted a algún autor vivo hoy que tenga la estatura para llegar a ser un clásico de la novela? ¿Existe hoy
un Balzac, un Mann, un Tolstoi entre nosotros?
-No, no creo que existan, al menos yo no los conozco. El siglo de oro de la novela fue el XIX y las primeras décadas del XX.
-A Borges se le atribuye la frase de que existen dos literaturas: la inglesa y el resto. ¿Ud. concordaría con el fondo de la frase? ¿Qué hace que la literatura inglesa haya creado un canon tan extenso y fascinante? Y a nivel más personal: ¿de dónde viene ese gusto suyo tan marcadamente anglo?
-Mi juicio será parcial, justamente porque soy tan anglo. Y eso viene en gran parte por el idioma (del Reino Unido pero también de Estados Unidos). Ningún otro idioma es tan sensorial, tan plástico, tan sintético, tan fluido, tan lleno de monosílabos —tan adecuado a la literatura, pero sobre todo a la poesía— como el inglés. Más que el castellano, desde luego, incluso más que el francés, mucho más que el alemán.
-Si tuviera que elegir la mejor novela del siglo XX, ¿cuál sería y por qué?
-Tanto como la mejor, no me atrevo a decir. Pero me aventuro con algunos títulos: Nudo de víboras de Mauriac, El sonido y la furia de Faulkner, El ardor de la sangre de Némirovski, Cien años de soledad de García Márquez, Las alas de la paloma de Henry James. Pero ninguna de estas novelas, por notables que sean, posee la universalidad de las grandes del siglo XIX.
-Usted ha contado que la audición de un disco con las Alturas de Macchu—Picchu de Neruda fue un acontecimiento estético inaugural, casi hipnótico, en su vida. ¿Ha tenido descubrimientos de ese tipo en el último tiempo con alguna obra literaria?
-No, nada parecido, porque aquella experiencia fue muy temprana y me abrió el nuevo mundo del lenguaje y la poesía. Pero más tarde me impresionaron mucho los primeros poemas y las Elegías de Duino, de Rilke, la poetry as speech y not as song de Pound, los Cuartetos de Eliot, el Anabasis de Saint-John Perse y el redescubrimiento de Lope y Quevedo. Y en Chile, puedo decir que la antipoesía de Parra me hizo replantearme la idea de poesía que yo tenía hasta entonces.
Resistencia del arte
-En estas mismas páginas se le preguntó al crítico de artes visuales Waldemar Sommer sobre el llamado «arte conceptual». Nos gustaría repetir la pregunta: ¿no es el arte conceptual un contrasentido? Si una obra de arte quiere proponer un concepto, ¿por qué hacerlo artísticamente y no directamente de modo conceptual (mediante un escrito, un ensayo, un discurso)? ¿Qué valor artístico puede tener, por ejemplo, la Pieza 4’33 de John Cage?
-Hay unas cuantas obras del «arte conceptual» que son valiosas, porque no son demasiado conceptuales. Pero el conjunto me parece que anda descaminado, porque sustituye el lenguaje visual, sensorial, cromático, propio de la plástica, por una «idea» o concepto verbal, es decir, por un préstamo de la literatura. Lo que no se expresa en formas y colores, en vano busca expresarse mediante ideas y palabras.
«La poesía “literatosa” (por no decir literaria) necesitaba del aire fresco del dialecto de la tribu, del habla coloquial, del prosaísmo. El paso que dio Parra, y que yo traté de seguir a mi manera, renuncia a las metáforas oscuras de tercer grado, a la mera oscuridad, a las palabras prestigiosas»
-Al comienzo de su último libro, usted hace hincapié en el valor «inútil» del arte con mayúscula, y advierte sobre el peligro que se cierne sobre el hombre contemporáneo, atado —o esclavizado— a los bienes útiles y tecnológicos. En el plano de la educación estética, ¿cómo salir de esa servidumbre? ¿Qué tipos de experiencias se han de fomentar en los niños para que puedan abrirse al reino de «las artes inútiles», según la feliz expresión del poeta Ovidio?
-Habría que fomentar el íntegro contexto, cada vez más ausente: toda una «cultura de lo inútil», es decir, de aquello que no sirve para otra cosa —que «no sirve para nada»— porque vale por sí mismo, porque es un bien en sí, porque es un fin para sí mismo y no un medio. Esa cultura debe contener, desde luego, todas las formas de la belleza y del arte, pero también otros valores intrínsecos: desde los lúdicos, los del juego (que es una cosa muy seria) hasta los valores filosóficos y morales y religiosos: los valores de la verdad, del bien y de lo sagrado, que hacen unidad con el valor de la hermosura.
-En su ensayo sobre La Araucana, de Alonso de Ercilla, Andrés Bello dice lo siguiente: «Los españoles abandonaron la sencilla y expresiva naturalidad de su más antigua poesía, para tomar en casi todas las composiciones no jocosas un aire de majestad, que huye de rozarse con las frases idiomáticas y familiares, tan íntimamente enlazadas con los movimientos del corazón, y tan poderosas para excitarlos». ¿Le parece un juicio justo? ¿Se inscribe usted mismo en esta tradición bellista de devolver a la poesía el habla sencilla? Se lo decimos por su propia poesía y por su vindicacion de Parra en medio de una época de «metaforones». ¿Colaboró lo jocoso en eso? ¿Hasta qué punto esta necesidad de restauración ha devenido en vulgaridad?
-No conocía a Andrés Bello como crítico literario, pero esa nostalgia suya está bastante bien. En efecto, la poesía «literatosa» (por no decir literaria) necesitaba del aire fresco del dialecto de la tribu, del habla coloquial, del prosaísmo. El paso que dio Parra, y que yo traté de seguir a mi manera, renuncia a las metáforas oscuras de tercer grado, a la mera oscuridad, a las palabras prestigiosas y a las figuras retóricas, para buscar la realidad en las capas a la vez más simples y más profundas del lenguaje ordinario. Su peligro es la obviedad, la insignificancia y la vulgaridad, en la que diversos poetas post-Parra han caído.
-Entre sus decenas de libros, usted se ha revelado como crítico, poeta, ensayista, autor en filosofía y teología. ¿Dónde inscribe su último libro? ¿No le parece que en él usted ha logrado una síntesis de todos sus quehaceres, incluidos los propios de un sacerdote? ¿O es que acaso todos sus libros siempre los vio enmarcados en un único género?
-No, he escrito libros de distintos géneros y disciplinas, y por tanto en regímenes verbales distintos. Que en La belleza y el arte se juntan filosofía y literatura es un hecho. Pero ¿todas mis identidades? Me gustaría que fuera así, aunque eso lo juzga mejor el lector que el autor.
-Por alguna de sus afirmaciones en su último libro, ¿puede concluirse que usted se encuentra, junto con tantos otros notables, entre los enemigos de esa Weltliteratur que proclamó Goethe, y que fue supuestamente tan importante para el espíritu de traducción y, por lo tanto, de mutuo entendimiento entre las naciones? Esta pregunta resulta muy actual en el contexto de la polémica suscitada por el libro de Emily Apter, Against World Literature: On the Politics of Untranslatability.
-No conozco ese libro, pero sí tengo conciencia de la enorme dificultad de traducir poesía. He intentado hacerlo con los latinos —Catulo y Marcial— y los ingleses —Hopkins y Pound—, y los resultados (míos y de otros mejor dotados) son pobrísimos. Cada idioma tiene su vida propia, su respiración, su fonética, su sintaxis, su tradición, sus sobrentendidos, ¡su lenguaje! Y el lenguaje poético, más aun: es todo lo contrario del esperanto, de una lengua artificial y mundial. Pienso que la Weltliteratur de Goethe es en buena medida una proyección idealizada de su literatura. Por contraste, Ernst Waldinger decía: yo soy hijo de la lengua alemana.
-Si tuviera que convertir todo su último libro en un único consejo para las futuras generaciones de creadores, ¿cuál sería ese consejo?
-Podría ser éste: lee, oye, mira —¡contempla la hermosura! — hasta que te dé puntada.
«Tengo conciencia de la enorme dificultad de traducir poesía. He intentado hacerlo con los latinos —Catulo y Marcial— y los ingleses —Hopkins y Pound—, y los resultados (míos y de otros mejor dotados) son pobrísimos»
-Las obras de Santa Teresa de Ávila o de Shostakovich no digamos que fueron posibles en lo que un aséptico liberal llamaría hoy día «un clima de libertad». ¿Hasta qué punto ese clima es realmente necesario?
-El arte es un producto tan resistente, que puede darse en todo tipo de climas. Shostakovich consiguió crear en plenos Soviets, eso sí que bailando en la cuerda floja, pero Stravinsky y Prokofieff debieron emigrar a Occidente. Santa Teresa no vivió en una democracia liberal, pero tampoco tuvo conflictos con la monarquía española. Encuentro muy difícil generalizar en esta materia.