Una reflexión semántica sobre la importancia de los conceptos e ideas detrás de los textos constitucionales. El autor plantea cómo lograr que este artefacto lingüístico ponga en perspectiva los temas fundamentales y encare la amenaza del populismo que deja de lado la libertad.
Resulta muy difícil, para un observador europeo, describir procesos políticos y constitucionales latinoamericanos sin caer en el pecado colonial: transitamos del orientalismo jurídico a formas de redención académica que tratan de hacerse perdonar pecados culturales con raigambre histórica. Por eso me gustaría hablar del lenguaje y los conceptos como espacio común y neutro que expresa el vaciamiento de las sociedades y sus instituciones tanto en Europa como en América: somos una comunidad de destino hacia un populismo que se ha hecho dueño de la semántica política y jurídica para reordenar naciones a partir de la arquitectura digital que ofrece la democracia simulativa.
La conversión de la política en lenguaje no es nada nuevo: abundan los enfoques que nos recuerdan, al menos a los europeos, que la disolución del consenso constitucional que emerge después de la Segunda Guerra Mundial, se produce por la fagocitación del discurso político mediante las prácticas del marketing publicitario. El retorno de las emociones, como mecanismo para regular el miedo al futuro, ha hecho el resto. Con Baudrillard podríamos decir que el poder a veces huye del derecho y en otras ocasiones se agota en la comunicación política.
A finales de 1840 Stendhal escribió a Balzac diciéndole que antes de escribir La cartuja de Parma leía dos o tres páginas del Código Civil napoleónico para fijar el estilo: es normal, durante la modernidad los textos jurídicos, en particular las constituciones, expresaban el modo de ser de las sociedades. Hoy nos preocupa mucho la forma tecnocrática de textos legales que no son comprendidos por la ciudadanía, pero nos preocupa menos cómo se han ido desplazando los significados de conceptos claves que conforman nuestro «traje lingüístico» constitucional. Cada concepto constitucional debería tener un bagaje intelectual que incorporara un sentido mínimamente acordado.
Sin embargo, la sociedad del riesgo nos ha traído situaciones que recuerdan a las desventuras lingüísticas del protagonista de Cien años de soledad: en Macondo pasaban cosas tan nuevas que para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Los juristas estamos enfrascados en la búsqueda de neologismos que nos resuelvan la crisis de legitimidad constitucional permanente que vivimos. El problema que tenemos es que ni siquiera nos ponemos de acuerdo en el significado de las palabras «crisis» y «legitimidad»: no vivimos una crisis, sino una decadencia, y no tenemos un problema de legitimidad sino de veracidad institucional, es decir, de reconstrucción de un mundo ideológico en el que éramos capaces de dominar el espacio y el tiempo. Ya no lo somos.
No puedo dejar pasar la oportunidad de hacer algunas reflexiones al respecto sobre el reciente proceso constituyente chileno. A mi modo de ver, este proceso revelaba la intención de trasplantar desde otras regiones latinoamericanas el llamado «nuevo constitucionalismo latinoamericano». Este nuevo constitucionalismo nos interpela a base de vocablos y mutaciones semánticas de gran alcance, creados mayormente por una nueva inteligencia académica que trata de destruir el equilibrio interno del constitucionalismo moderno: por tal hay que entender una filosofía en la que se trata de organizar libre y democráticamente las sociedades. Digámoslo claramente: para el populismo —fenómeno que triunfa en América y Europa— sobra en la ecuación constitucional el ingrediente liberal.
El nuevo constitucionalismo es un derecho que adjetiva al poder público. El objetivo es ampliar sus funciones hasta sofocar la libertad dominada. En naciones donde la sociedad civil es débil, resulta sencillo colar nuevos conceptos para conformar un derecho cursi que se anuda a la novedad y el progresismo: en sociedades más consolidadas, educadas e institucionalizadas, resulta muy difícil interpelar al pueblo con conceptos como el Estado ecológico e intercultural, la protección de disidencias sexuales y de género, las cosmovisiones populares, la neurodiversidad o la neurodivergencia. Podríamos plantear un debate en torno a cuáles son los límites de lo que debe contener una constitución: lo que me parece claro es que la sociedad chilena no ha entendido el derecho constitucional que se le proponía ratificar mediante plebiscito.
«Con Jean Baudrillard podríamos decir que el poder a veces huye del derecho y en otras ocasiones se agota en la comunicación política»
Más allá de la confusión aparecen palabras que verdaderamente son constitutivas: el derecho constitucional crea realidades institucionales, de ahí su importancia como artefacto lingüístico. Cuando el proyecto de constitución chilena habla de «Estado paritario» habrá que convenir que se introduce un adjetivo que desplaza el principio de igualdad ante la ley hacia un nuevo paraje en el que la ciudadanía común se disuelve y el sujeto colectivo ya no es el pueblo, sino una diarquía con derechos y obligaciones distintos. Se supera así el derecho constitucional moderno liberal de tendencia universal y se consagra un derecho a la diferencia, una tercera libertad, en la que el Estado pasa a ser un dispensador jurídico de identidades.
Lo mismo ocurre con la plurinacionalidad, un concepto creado y recreado en España para alejar nuestro Estado autonómico del federalismo. Se trata de construir un liberalismo de naciones y pueblos en un espacio estatal repensado para la libre determinación colectiva. Como si estuviéramos en la esfera internacional donde se emancipan las naciones y los pueblos, la plurinacionalidad permite confederar, no federar e integrar, protegiendo constitucionalmente territorios donde el individuo queda sometido a hegemonías culturales y políticas que chocan con la libre determinación del propio individuo: se ve, claramente, en el caso de España con las regiones del País Vasco y Cataluña. Plurinacionalidad, por tanto, bien puede ser definida como federalismo iliberal.
Pero el nuevo constitucionalismo latinoamericano no solo crea neologismos: también transforma las tradiciones intelectuales que dan soporte histórico a conceptos centrales en el derecho constitucional. Si el contenido intelectual de una noción jurídica cambia, esta noción tendrá una funcionalidad distinta al poner en contacto el derecho con la realidad. Permítanme que repase de manera aleatoria algunos conceptos de la disciplina a la que me dedico profesionalmente.
Sigue sorprendiendo la importancia central que el poder constituyente tiene en la cultura jurídica de Latinoamérica. Ernst Bloch decía «que nada suena tan embriagador como la apelación a comenzar desde un principio». Chile resistió a la fusión irresponsable entre poder constituyente y soberanía popular que promueven mis colegas españoles en el contexto del constitucionalismo bolivariano. Europa emergió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial desconfiando de la soberanía y de la política sin límites jurídicos: el poder constituyente ya no es hoy —ni podrá serlo en civilizaciones democráticas— un poder ontológico y creador, sino fenomenológico y evolutivo. Quiero que se me entienda bien: el poder constituyente tiene su sentido en la crisis de regímenes autoritarios, no de decadencia institucional, como es nuestro caso.
La decadencia institucional requiere regenerar, construir diseños organizativos realistas y, sobre todo, considerar una idea que se escapa a todos los procesos constituyentes fundantes: la expresión formal y material de ese poder, la constitución, ha perdido en democracia su sentido transformador para dar paso a una función más modesta, pero no menos importante. En gran medida, la Norma Fundamental busca limitar el poder del Estado, pero, sobre todo, estabilizar políticamente la sociedad. Desde el periodo de entreguerras sabemos que el derecho expresa los cambios que la propia sociedad ha sido capaz de producir: el derecho constitucional no crea sociedades, como vimos en España en 1978, sino que expresa los intereses de una sociedad que es sujeto y no objeto del poder público. La democracia produce un tiempo relativo y no absoluto y el constitucionalismo es una empresa prudente que ayuda a gestionar los conflictos a través de la política con límites precisos.
Véase, igualmente, el culto al Estado que aparece en el proyecto de constitución de Chile. La confusión es mayúscula: si el constitucionalismo nace queriendo limitar el poder, la fase actual del nuevo constitucionalismo muestra una querencia estatalista enorme, desplazando al mercado y a la sociedad en la satisfacción de lo que Karl Jaspers y otros filósofos existencialistas llaman espacio efectivo del ser humano. Aludir en 125 ocasiones al Estado para garantizar una democracia de principios es comprar boletos en la lotería del desencanto constitucional: resulta razonable que el poder público garantice una seguridad social universal, más discutible que tenga que ser garante de la memoria, la verdad, el deporte, las semillas tradicionales, el mínimo vital energético o la identidad. El ocaso de la neutralidad estatal es el ocaso —lo sabemos por otras experiencias— de la propia libertad.
Necesitamos, dicho sea de paso, una reflexión constitucional seria sobre la libertad. Su reconocimiento como valor jurídico no puede quedar en un mero recuerdo de tiempos pasados: la libertad es el motor del progreso material y moral, pero se enfrenta a un grave problema en el contexto de la sociedad del riesgo. Ha cambiado el sentido del tiempo: nos movemos entre la aceleración y el presentismo, pero ha desaparecido la confianza en el futuro como consecuencia de fenómenos especialmente graves como la escasez y el cambio climático. La respuesta del nuevo constitucionalismo ha sido enfrentarse a esa crisis mediante el incremento de la democracia directa y participativa, reforzando la sala de máquinas presidencialista mediante la conexión entre pueblo y césar político. Se orilla así el buen republicanismo, aquel que considera la libertad un ejercicio de responsabilidad y contrapone, en la mejor tradición «kelseniana», a cada derecho una obligación ciudadana.
Pero, ¿qué podemos esperar de un constitucionalismo que confunde autonomía con libertad y, sobre todo, construye tramas culturales que enfatizan el derecho a la diferencia como principal eje de las sociedades posmodernas? Si la sociedad se reestructura a partir de nichos de escasa comunicación, resulta difícil que el ideal de la ciudadanía como estatuto político que garantiza la igual libertad se concrete, disolviéndose el vínculo comunitario mínimo en la heteronomía que produce la multiplicación de modos de vida desatados de una mínima secularización. Esta multiplicación nos invita a pensar el significado de la palabra «derechos» en la actual fase histórica del constitucionalismo: un significado devaluado por una pasión positivista y subjetiva que trata de enmarcar jurídicamente la felicidad, convirtiendo al derecho constitucional en un conjunto de normas de raigambre simbólica.
«Hoy nos preocupa mucho la forma tecnocrática de textos legales que no son comprendidos por la ciudadanía, pero nos preocupa menos cómo se han ido desplazando los significados de conceptos claves que conforman nuestro «traje lingüístico» constitucional. Cada concepto constitucional debería tener un bagaje intelectual que incorporara un sentido mínimamente acordado»
Probablemente, no existe un ámbito donde la transformación del lenguaje ha ido tan lejos como en el tema de los derechos. El primer proyecto constitucional de Chile, rechazado por la ciudadanía, batía todos los récords de reconocimiento de derechos fundamentales: 147 principios y 132 derechos que no estaban pensados para limitar la acción del Estado, sino para potenciarla en tanto le corresponde crear las condiciones para satisfacer el derecho al ocio, al deporte, la conectividad digital, la soberanía alimentaria, el aborto, la muerte digna, el agua, los cuidados, la ciudad o el trabajo doméstico. A lo mejor todo este frenesí y su eficacia se resumía en la cláusula del riesgo contenida en el art. 106 del primer proyecto: la ley podría establecer restricciones al ejercicio de los derechos para proteger el medio ambiente y la naturaleza.
El supermercado de derechos, sin una correcta adaptación de la «sala de máquinas» constitucional, tiene un potencial efecto deslegitimador: cuando la crisis económica impida satisfacer dichas garantías, aparecerán estados de excepción financiera que conducen, siempre, a situaciones de fatiga democrática. La aparición de «nuevos» derechos o derechos «nuevos» no es resultado de ninguna praxis histórica, sino de tramas intelectuales vinculadas a una jurisprudencia internacional cada vez más moralizante. Así las cosas, es normal que la decepción jurídica conduzca a anhelos constituyentes infinitos: la Constitución se ha convertido en un mito codificador, como decía Andrés Bello, en un antídoto mágico para resolver sobre el papel problemas que corresponde resolver a la propia sociedad.
Bien podría definirse este nuevo constitucionalismo como «constitucionalismo mágico» (Pablo de Lora). Pero incluso esa alusión es insuficiente para advertir el peligro de transformar el lenguaje jurídico que antes compartíamos. Las palabras en el derecho —sobre todo si es constitucional— tienen una dimensión performativa: la tuvieron en los periodos revolucionarios de Estados Unidos y Francia, donde se cinceló el lenguaje liberal que hoy se desvanece. La tuvieron en el contexto de Weimar y el periodo de entreguerras, en los que se buscó un equilibrio entre liberalismo y democracia. Y la han tenido en Chile, donde el nuevo lenguaje constitucional revela la superación del liberalismo en beneficio de un cierto populismo democrático. La apelación a la democracia —enfrentada al canon liberal— es suficiente para sostener un nuevo constitucionalismo que derrota sin ambivalencias el principio representativo de la modernidad.
«Digámoslo claramente: para el populismo —fenómeno que triunfa en América y Europa— sobra en la ecuación constitucional el ingrediente liberal»
Carlos Granés, antropólogo social, en un ejercicio intelectual extraordinario, ha advertido cómo la cultura se ha politizado y la política se ha estilizado. Ese trasvase, original de Latinoamérica, ha encontrado en Europa un caldo de cultivo adecuado en lo que puede ser definido como un colonialismo inverso. Desde que en 1812 se produjo en España el primer pronunciamiento constitucional, el diálogo conceptual e intelectual entre mi país y Latinoamérica ha sido mucho más profundo de lo que se cree. Si el siglo XIX fue un periodo de emancipación política como consecuencia del hallazgo de la Nación como artefacto político, el siglo XXI será para este continente el periodo de la emancipación lingüística que, indefectiblemente, está cambiando el rostro del derecho constitucional. Apelo a seguir manteniendo el viejo diálogo evitando logomaquias y luchas lingüísticas estériles, pero, sobre todo, teniendo en cuenta que participamos de un significado intelectual común de las palabras que dan sentido al Estado constitucional de Derecho.