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¿Derechos diferenciados o ciudadanía igualitaria?

Aproximaciones para el debate

Daniel Loewe
Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez. Á-N.9

De qué manera las sociedades actuales pueden lidiar con los diferentes modelos de leyes que involucran identidad, cultura, y rol del Estado. En este ensayo el autor desglosa tres modelos de argumentación sobre derechos diferenciados según pertenencia cultural e identidad, para plantear que estos pueden llegar a ser estructuras indeseables para la política actual. 

 

 

 

¿Derechos diferenciados o ciudadanía igualitaria?[1] 

Vivimos en sociedades diversas. La diversidad es parte de nuestra existencia y de lo que la hace valiosa. Ella se compone de diferencias. Tenemos, entre otros, gustos, valores, sensibilidades, creencias, capacidades, ocupaciones y aficiones dispares, perseguimos objetivos variados en la vida y sostenemos ideas políticas múltiples, tenemos géneros, preferencias sexuales y cuerpos dispares, orígenes variados, pertenecemos o participamos de diferentes culturas, clases y grupos sociales y etarios, hablamos idiomas distintos, vivimos en diferentes constelaciones humanas y geografías diversas. Y muchas veces algunas de estas u otras especificidades resultan importantes para nuestra identidad, es decir, para el sentido y entendimiento que tenemos de nosotros mismos como los seres singulares que somos y de nuestro lugar en el cosmos. Se trata, como se repite en la literatura, de sociedades plurales.

 

La pregunta es: ¿Cómo podemos organizar institucionalmente estas sociedades, de modo que no solo sea posible una cierta estabilidad social, sino que también se ofrezcan condiciones justas para la vida en común?

 

Las democracias liberales han articulado una respuesta a esta pregunta que descansa en la idea de la ciudadanía igualitaria. Como categoría jurídica, ésta establece una relación entre los ciudadanos y el Estado que se caracteriza por ser igual para todos. Es decir, todos los ciudadanos, independientemente de su género, raza, religión, origen étnico, grupo social, etcétera, están en un vínculo legal hacia el Estado caracterizado por el mismo paquete de derechos y deberes. Así, todos los ciudadanos son iguales. Después de un tiempo en que el estatus legal, y así los derechos y deberes, dependía de la adscripción social, de la religión, de la raza, o de la cuna, la idea de que todos somos iguales frente al Estado tiene una fuerza revolucionaria, en sentido literal.

 

Ciertamente hay consideraciones diferentes acerca de qué derechos y deberes componen este paquete igual para todos. Y muchas de las discusiones de la filosofía política actual tratan acerca de cómo definir y justificar los derechos y deberes que delinean la ciudadanía. Pero en todos los entendimientos, estos derechos generan un espacio de libertad (mayor o menor) en el que cada cual puede perseguir sus propios objetivos en la vida. Y este espacio es independiente del contenido de esos objetivos (ellos pueden ser, por ejemplo, culturalistas, religiosos o idiosincráticos). Recurriendo a los conceptos de estos debates, el Estado se mantiene neutral frente a los objetivos que persigan sus ciudadanos, en la medida de que lo hagan en el espacio definido por los derechos y deberes iguales para todos. De este modo, la ciudadanía igualitaria desliga el destino, es decir lo que cada cual puede perseguir en su vida, del origen,[2] produciendo un quiebre con lo que había sido la condición humana común a lo largo de la historia. La ciudadanía igualitaria propia de las democracias liberales es, en sentido estricto, emancipadora.

 

Esta respuesta está hoy bajo ataque. De acuerdo con ciertas críticas, corrientemente articuladas desde la perspectiva de la política de la diferencia o, en general, del multiculturalismo (en algunas de sus interpretaciones), el modelo de ciudadanía igualitaria no reconocería apropiadamente las identidades y culturas de los miembros de grupos minoritarios y subalternos, implicando desprotección, tratos injustos y opresivos. Es por ello que, una y otra vez, surge la demanda de que la justa integración o acomodación (la palabra preferida en estos debates) de los diferentes grupos e identidades culturales exige instituir y garantizar derechos diferenciados según la pertenencia cultural.[3] Note que no es una demanda inocua. Ella implica que individuos o grupos deberían gozar de derechos especiales que otros individuos o grupos, que no comparten su trasfondo cultural o identitario, no podrían reclamar legítimamente, aunque sean miembros de la misma comunidad política. Sin dejar espacio para equívocos, esto es lo que en la literatura se ha denominado una «ciudadanía multicultural», como titula expresivamente Will Kymlicka su libro más famoso,[4] o una «ciudadanía diferenciada», como propone Iris Marion Young.[5]

 

«Después de un tiempo en que el estatus legal, y así los derechos y deberes, dependía de la adscripción social, de la religión, de la raza, o de la cuna, la idea de que todos somos iguales frente al Estado tiene una fuerza revolucionaria, en sentido literal»

Aunque tienen poco en común en términos de contenido, ambas teorías pueden considerarse ejemplos paradigmáticos de la literatura multicultural. Siguiendo a Kymlicka, «algunas formas de diferencia cultural solo pueden acomodarse a través de medidas legales o constitucionales especiales, más allá de los derechos comunes de ciudadanía. Algunas formas de diferencia de grupo solo se pueden acomodar si sus miembros tienen ciertos derechos específicos de grupo, lo que Iris Young llama «ciudadanía diferenciada».[6]

 

¿Lo convence? A mí no.

 

Evidentemente, el trato injusto y la violación de derechos a los que están sujetas tan frecuentemente las minorías en nuestro mundo, hacen que los derechos de minorías sean necesarios. Eso no está en cuestión. La brutal facticidad se impone, y lo que aquí prima es la protección de los miembros de estas minorías de la violación de sus derechos, del desinterés, de la maldad y de la estupidez humana. Mi punto es que la defensa en base a consideraciones de justicia de los derechos diferenciados según la pertenencia cultural o la identidad es errada y peligrosa. Las propuestas de integración social mediante derechos diferenciados se basan en malas teorías y tienen efectos sociales indeseables. En este texto examinaré y rechazaré concisamente tres modelos de argumentación a favor de derechos diferenciados según pertenencia cultural e identidad. Finalmente, y a modo de conclusión, me referiré a algunas de las consecuencias indeseables de estas políticas.

 

Reconocimiento y la política de la diferencia

 

Quizás la tesis más influyente en estos debates es la del reconocimiento. Charles Taylor ha elaborado esta tesis, con evidentes recursos hegelianos. La tesis es que nuestra identidad es formada por el reconocimiento o por su ausencia, a menudo por el falso reconocimiento de parte de los otros. De este modo: «El falso reconocimiento o la falta de reconocimiento pueden causar daño, pueden ser una forma de opresión que subyugue a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido».[7] El liberalismo con sus derechos iguales y neutralidad frente a los fines diversos de los ciudadanos, nos reconocería en cuanto a lo que tenemos en común (la dignidad propia de los seres racionales), pero no así en nuestras especificidades identitarias. Por ello, se requeriría una política de la diferencia, llamada a otorgar el reconocimiento debido a las diversas identidades y singularidades. De este modo, al reconocerlas apropiadamente, no se dañaría a las personas en su autoestima. Este reconocimiento ocurre mediante derechos diferenciados que permiten avanzar los fines sustantivos propios de esas especificidades identitarias. Un ejemplo serían las políticas lingüísticas de Quebec, Canadá, que apuntan a fomentar la francofonía, para que así «la identidad nunca se pierda». Parece ser un buen argumento. Pero no lo es. En lo que sigue referiré solo tres problemas.

 

En primer lugar, note que no es convincente sostener que las distorsiones en el reconocimiento son un modo de opresión. Evidentemente si los otros no me reconocen como quiero ser reconocido, ello me puede hacer infeliz, incluso me puede deprimir, pero esto no es opresión, al menos en su sentido original como robo de libertad. Por cierto, Taylor está entendiendo opresión como se entiende la violencia estructural. Pero si toda desventaja es opresión (o violencia), estamos hablando de otra cosa.

 

En segundo lugar, el cómo el reconocimiento por parte de los otros afecta nuestra autoestima es un asunto eminentemente empírico, y no una verdad analítica, como la presenta Taylor (es decir, si me reconocen de modo inapropiado, necesariamente se daña mi autoestima). El modo como reaccionamos depende de «cuán gruesa es nuestra piel»[8]. No hay razones para suponer que el falso reconocimiento implica necesariamente un daño a la autoestima.

 

Finalmente, y de un modo fundamental, la propuesta de derechos diferenciados para asegurar el reconocimiento apropiado de los miembros de los grupos según su cultura o identidad implica la violación de los derechos individuales. El ejemplo tayloriano de Quebec es ilustrativo: las políticas lingüísticas de la provincia que Taylor apoya, implican la consecución de objetivos colectivos sustantivos mediante el instrumentario de coacción estatal, limitando así las libertades de los individuos para decidir, por ejemplo, el lenguaje de enseñanza de sus hijos. Taylor sin duda tiene razón al sostener que no hay nada más natural que querer que la identidad nunca se pierda. Pero que un objetivo pueda ser valioso, no significa que todos los modos de perseguirlo sean admisibles. Mantener los propios genes en el futuro puede ser un objetivo valioso, pero la violación como mecanismo no es admisible.[9] La consecución estatal de los objetivos identitarios y culturalistas que viola los derechos individuales es inaceptable.

 

Autonomía y pertenencia cultural

 

Las defensas de derechos diferenciados tienen también una variante que se autoproclama como liberal. Will Kymlicka ha articulado este argumento que ha alcanzado alta notoriedad. La idea es que si somos liberales nos debe preocupar la autonomía personal, es decir, la capacidad de las personas para proponerse y perseguir fines. Pero la autonomía tiene precondiciones. Para poder actuar autónomamente requerimos, por una parte, de opciones valiosas, y por otra, de criterios valóricos para poder decidir de modo inteligente. Y el contexto que ofrece tanto opciones como criterios está dado por una «pertenencia cultural rica y segura», a lo que él denomina «cultura societal». De este modo, si nuestra pertenencia cultural se encuentra en peligro, porque, por ejemplo, las decisiones de terceros afectan su seguridad o riqueza, se encuentra en peligro nuestra autonomía. Es por ello que los liberales deberían estar a favor de derechos culturales que, al proteger a las culturas, posibilitan la autonomía. Kymlicka llega al punto de sostener que la protección de la pertenencia cultural debe entenderse como un «bien primario» rawlsiano.[10]

 

Es un argumento ingenioso que ha hecho carrera en la literatura. De hecho, ya es común declarar que no habría incompatibilidad o incluso tensiones entre el liberalismo y el multiculturalismo porque, como Kymlicka ya demostró, la autonomía requiere de una pertenencia cultural rica y segura. Sin embargo, es un argumento altamente deficitario. Solo mencionaré tres problemas.

 

En primer lugar, observe que la tesis es implausible. Dado que Kymlicka identifica la «cultura societal» con la «nación», entendida de modo etnocultural, su argumento es sobre los derechos culturales de las naciones (por ejemplo, las naciones indígenas). No sin razón se lo inscribe en la corriente denominada «nacionalismo liberal». Así entendido, lo que está sosteniendo es que, a menos que la pertenencia cultural a nuestra nación sea rica y segura, ¡no podemos ser propiamente autónomos! Tómelo en serio. Usted no puede ser autónomo en una nación distinta a la suya, es decir, distinta a aquella en que fue socializado, y si la integridad cultural de su nación está en peligro, tampoco lo puede ser. Todo esto es altamente implausible. La asunción acrítica a la base de estas ideas se encuentra en el nacionalismo de cuño romántico, como el de Johann Gottfried Herder, según el que solo se puede florecer por recurso a las opciones culturales de la nación de origen. La historia universal es como un jardín bien estructurado. Lo peor que puede hacer un alemán es tratar de florecer como francés y viceversa. Sin hacer responsable a Herder de los usos que se hicieron de sus ideas, sabemos muy bien en qué terminó todo aquello.

 

En segundo lugar, no es casual que el argumento sea implausible: él se construye sobre una falacia de composición. Por cierto, es correcto que para actuar autónomamente requerimos de opciones y criterios de valoración. No podemos actuar autónomamente flotando en la estratósfera sin oxígeno cultural. Pero como Jeremy Waldron ha argumentado, del hecho que requiramos opciones y criterios no se sigue que todas las opciones y criterios relevantes estén circunscritos por las fronteras de nuestra nación o nuestra cultura. Opciones y criterios relevantes pueden provenir de culturas y horizontes culturales muy diferentes.[11] De hecho, esta parece ser la situación en las sociedades democráticas contemporáneas, que tienden a ser culturalmente cosmopolitas. Se puede retrucar que, en la medida de que son opciones y criterios relevantes para nosotros, es porque son parte de nuestra cultura. Pero de este modo estamos extendiendo el concepto de cultura societal para incluir todas las opciones y criterios posibles, de modo que la idea de protección de la pertenencia cultural pierde cualquier sentido.

 

 

Finalmente, note que a la base de la argumentación de Kymlicka hay un error de interpretación. Como vimos, él sostiene que la pertenencia cultural debiese conceptualizarse como un «bien primario» en sentido rawlsiano. En la teoría de justicia de Rawls los bienes primarios son cosas que se puede presumir que cualquier persona racional querría tener, y todavía más, querría tener más que menos.[12] Y la razón de ello es que estos bienes permitirían el desarrollo de cualquier plan de vida. Serían, en un cierto sentido, como monedas de cambio. Es por ello que detrás del «velo de la ignorancia» de la «posición original» rawlsiana, ­—esto es una situación en que sin tener conocimiento acerca de sus características individuales (su posición económica y social, sus capacidades naturales, su concepción del bien), las personas deben decidir cuáles son los principios de justicia en base a los cuales se han de organizar las instituciones sociales más importantes de la sociedad en la que vivirán— usted escogería principios de justicia que aseguren la mayor cantidad posible de bienes primarios de manera de asegurarse la mejor posibilidad para perseguir sus planes de vida, sean los que resulten ser. El problema del argumento de Kymlicka es que una pertenencia cultural rica y segura no puede ser entendida de este modo, porque detrás del velo de la ignorancia, en que usted no conoce su concepción del bien, usted no puede estipular que su plan de vida tendrá características culturalistas. ¡Quizás una vez en la sociedad resulta que usted es un incorregible cosmopolita! Asegurar la pertenencia cultural mediante principios de justicia implicaría disminuir la posibilidad de realizar sus planes de vida si resultan no ser integristas culturales. Es por ello que, en la posición original rawlsiana, escogeríamos un principio que asegure libertades y derechos fundamentales, y otro que asegure igualdad justa de oportunidades en el acceso a cargos y posiciones sociales y un cierto mínimo de recursos (mediante el principio de la diferencia), porque estos principios nos dan herramientas para perseguir nuestro plan de vida, sea el que resulte ser. Y, por lo mismo, jamás escogeríamos un principio de justicia que asegure la pertenencia cultural.

 

«La ciudadanía igualitaria propia de las democracias liberales es, en sentido estricto, emancipadora. Esta respuesta está hoy bajo ataque»

Igualdad y cultura

 

Es común recurrir a la igualdad para argumentar a favor de derechos diferenciados según cultura o identidad. Hay muchas variaciones de este argumento (algunas más meritorias que otras), por lo que solo lo trataré de un modo muy general. La idea es la siguiente: si bien se supone que las reglas generales (leyes, normativas, políticas públicas) son neutrales, en realidad ellas serían expresión de ciertas culturas, de modo que pondrían en desventaja a aquellos individuos que no pertenecen a aquellas. Es así como Bhikhu Parekh sostiene que «un recurso o un curso de acción es solo una posibilidad muda y pasiva y no una oportunidad para un individuo si carece de la capacidad, la disposición cultural o el conocimiento cultural necesario para aprovecharlo». Cuando el sentido de identidad y de autorrespeto se ven comprometidos, esto puede implicar una «incapacidad cultural»[13]. Es por ello que se requerirían derechos diferenciados según pertenencia. Lo que estos derechos harían, es restaurar la igualdad, al permitir que los miembros de los grupos minoritarios o subalternos en la sociedad puedan perseguir sus metas, tal como lo pueden hacer los miembros de los grupos mayoritarios o dominantes.

 

Un ejemplo puede servir de ilustración: el requerimiento de usar un casco al conducir una motocicleta tiene efectos diferentes en las personas según su pertenencia cultural o religión. Es el caso de los sijs (un seguidor del sijismo, una religión que tuvo origen durante el siglo XV en la región de Punyab dentro del subcontinente indio) que consideran que deben vestir un turbante por razones o religiosas. Dado que no es posible vestir un turbante y simultáneamente usar un casco, los sijs ortodoxos no dispondrían de la opción de conducir motocicleta, porque no pueden seguir sus preceptos y simultáneamente obedecer la ley. Es por ello que, para restaurar la igualdad, se requerirían derechos especiales, en este caso una exención que los libere de la obligación de usar un casco al conducir motocicleta si es que están vistiendo un turbante. De hecho, esta exención existe en muy diferentes países. El argumento de la igualdad, al menos en algunas de sus muchas variaciones y aplicado a casos particulares, parece ser mejor que los anteriores, sin embargo, tiene problemas. Solo mencionaré tres.

 

En primer lugar, es incorrecto asumir que, porque una regla general tiene efectos diferentes en distintas clases de individuos, la regla es injusta y se deben establecer exenciones u otros mecanismos legales que restauren la igualdad. De un modo general, note que todas las reglas generales ponen a algunos individuos en situaciones de ventaja y a otros de desventaja. Piense, por ejemplo, en las decisiones públicas respecto al modo de compartir las calles y recursos entre automovilistas y ciclistas. Las decisiones que dan más prerrogativas y espacio a los ciclistas, ocurren a costa de los automovilistas, y viceversa. Note también, que lo que las leyes generales muchas veces buscan es producir efectos diferenciados. Es así que, por ejemplo, la criminalización de la violación busca proteger a las víctimas potenciales de los victimarios y, mediante esta protección legal, aspira a aventajar a las primeras en relación a los segundos. Por lo tanto, no basta con identificar efectos diferenciados para asumir que hay injusticias. Efectos diferenciados pueden ser un indicio de injusticia, pero no son siempre injustos. Hay que examinar caso a caso de dónde proviene la injustica. Volviendo al caso de los sijs y el casco, vea que si hay buenas razones a favor del uso del casco (lo que implica asumir argumentos paternalistas, como la protección de los usuarios de motocicletas de sus propias decisiones), entonces las sigue habiendo frente a la pretensión de los sijs de obtener una exención.

 

En segundo lugar, note que a este modelo argumentativo subyace un error categorial. Desde una perspectiva igualitaria, de lo que se trata es de, mediante reglas generales, establecer conjuntos de opciones iguales para todos. Es decir, estas reglas establecen cursos de acción posibles y descartan otros. Y no es lo mismo decidirse por no hacer uso de algunas opciones, que no tenerlas. Me explico. Si la existencia de una opción dependiera, como sostiene Parekh, de la «disposición cultural», entonces los sijs efectivamente no dispondrían en su conjunto de opciones de la opción de conducir motocicleta. En este caso, la justicia igualitaria podría exigir compensarlos otorgándoles la opción extra de conducir motocicleta con turbante que inaugura la exención. Pero los sijs sí disponen de esa opción. De hecho, la ley no prohíbe a los sijs conducir motocicleta. Si no lo hacen, es porque por su «disposición cultural» deciden no hacer uso de esa opción. No distinguir entre ambos casos, el de no tener una oportunidad y el de tenerla, pero decidir no hacer uso de ella, da cuenta de un error de categorías. Sin esta distinción, tendríamos que sostener que la situación de una mujer que no puede tener relaciones sexuales a causa de una mutilación genital femenina, es exactamente la misma que la de una que no quiere tenerlas en razón de sus creencias religiosas. Pero lo cierto es que no es lo mismo. En el primer caso no se tiene la opción, se quiera o no hacer uso de ella; en el segundo sí se se la tiene, pero se decide no hacer uso de ella. De este modo, sostener que requerimos exenciones o compensaciones en el caso de las «disposiciones culturales» no restaura la igualdad, sino que genera un privilegio. En este caso, a diferencia de todos los demás, los sijs pueden conducir motocicleta sin utilizar un casco.

 

Finalmente, repare que de la argumentación anterior no se sigue que no pueda haber derechos diferenciados por razones de justicia igualitaria. Cuando las personas tienen efectivamente menos opciones, entonces puede haber, según el caso, razones para otorgarles acceso a aquellas. Una ilustración puede aclarar el punto: un usuario de silla de ruedas o una persona sin recursos, no dispondrían de la opción de estudiar en la universidad si, para hacerlo, debiesen subir largas escaleras (sin ascensores o rampas) o pagar altas matrículas (sin sistemas de becas o préstamos). En ambos casos, la justicia igualitaria exigiría inversiones en infraestructura, y la implementación de sistemas de gratuidad, becas o préstamos, para que tengan la misma opción que cualquier otro de estudiar en la universidad, si tienen las capacidades y motivación requeridas. Se trata de restaurar una situación de igualdad. Pero esto no es lo mismo que sostener que la «disposición cultural» determina si las opciones existen. Derechos diferenciados por razones culturales, y derechos sociales son asuntos completamente diferentes.

 

Consecuencias sociales indeseables

Las propuestas por derechos diferenciados en razón de la pertenencia cultural no solo están mal fundadas. Ellas tienen también consecuencias sociales indeseables. En lo que sigue comentaré solo tres.

 

En primer lugar, note que muchas de ellas reducen la compleja identidad de las personas a solo uno de sus aspectos. Habría una identidad suprema bajo la cual se ordenarían todas las demás.[14] Solo así podemos entender que el reconocimiento inapropiado de la identidad dañe necesariamente la autoestima, como sostienen Taylor, o que una pertenencia cultural insegura haga imposible la autonomía, como sostiene Kymlicka. Pero esto es un reduccionismo que no hace justicia a nuestra complejidad identitaria. Un reduccionismo rayano en el esencialismo, es decir, la idea de que a una característica singular (raza, género, etcétera) subyacen múltiples diferencias profundas que aplican a todos los que comparten esa característica (de modo que, por ejemplo, las mujeres son siempre dulces y los negros bailan bien). Lo cierto es que, dependiendo del momento y las circunstancias, cada uno de nosotros es una multitud.

 

«Mi punto es que la defensa en base a consideraciones de justicia de los derechos diferenciados según la pertenencia cultural o la identidad es errada y peligrosa»

 

En segundo lugar, este entendimiento reduccionista hace más probable el surgimiento de conflictos e improbable su resolución. Cuando el núcleo de los conflictos es la identidad, ellos se transforman en intratables. Porque, ¿quién quiere negociar sobre su identidad? Recurriendo a una analogía muy utilizada: los impactos en los parabrisas de los automóviles tenían consecuencias devastadoras. Para evitar que el impacto de un proyectil atravesase el cristal hiriendo mortalmente a sus ocupantes al romperse, la solución fue introducir una fina y tupida malla invisible a la vista. De este modo, la fuerza del impacto se distribuye en todo el parabrisas y el proyectil no penetra al interior del automóvil. El caso de las múltiples identidades es similar: la red tejida con las hebras de las muchas identidades que albergan en cada uno de nosotros hace posible controlar los efectos destructivos devastadores de un conflicto singular. Si nuestra identidad es solo una, los resultados del impacto son devastadores.

 

En tercer lugar, los derechos diferenciados según la pertenencia cultural o la identidad generan tratos diferenciados. En sentido estricto, se trata de privilegios según el origen. Y en las democracias liberales los privilegios deben estar especialmente justificados. Pero los privilegios según el origen cultural o la identidad son injustificables. Además de generar resentimiento, lo que estos tratos diferenciados producen es un retroceso civilizatorio. Los defensores de derechos diferenciados según el origen o la identidad corrientemente se presentan como una vanguardia emancipadora. Lo cierto es que, al vincular el origen con los derechos, lo que hacen es justamente volver a la situación para la cual la ciudadanía igualitaria había sido la respuesta. Una situación en que aquello a lo que podemos aspirar, así como el modo en que nos tratan, y lo que podemos lograr en la vida, dependen de nuestro origen. La implosión de la ciudadanía igualitaria nos deja nuevamente bajo el tutelaje que pretendíamos haber superado: una minoría de edad en que nuestros tutores y gobernantes son las tradiciones, las comunidades (y sus élites), las culturas y las religiones, que se erigen como preceptoras normativas solo por el hecho de que en suerte nos tocaron.

 

[1] En otro sitio he elaborado extensivamente las ideas de este texto. Consultar Loewe, Daniel (2023, en imprenta). Multiculturalismo, plurinacionalidad… y todas esas cosas. Fondo de Cultura Económica.

[2] Esto no debe ser malentendido. Son muchas las influencias a las que estamos sujetos que, con las palabras de Rawls en Una teoría de la justicia, impactan, a veces de un modo casi determinante, en lo que podemos alcanzar en la vida. Aquello no está en cuestión. La fuerza emancipadora de la ciudadanía igualitaria es un principio de moralidad política. Aunque sociológicamente el destino no se haya desligado del origen, ahora esa emancipación sí es posible, como no lo era antes. Y si ella requiere otras condiciones (mayor igualdad material, por ejemplo), ello es completamente compatible con el principio.

[3] Moller Okin, Susan (1999). «Is Multiculturalism Bad for Women?», en Cohen, Joshua; Howard, Matthew y Nussbaum, Martha (eds.), Is Multiculturalism Bad for Women? Susan Moller Okin with Respondents. Princeton University Press. Páginas 10-11.

[4] Kymlicka, Will (1995). Multicultural Citizenship. Oxford University Press.

[5] Young, Iris Marion (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton University Press.

[6] Kymlicka, Will (1995). Multicultural Citizenship. Oxford University Press. Página 26.

[7] Taylor, Charles (1994). «The Politics of Recognition», en Gutmann, Amy (ed.), Multiculturalism. Princeton University Press.

[8] Rosenblum, Nancy (1998). «Compelled Association: Public Standing, Self-Respect, and the Dynamic of Exclusion», en Gutmann (ed.), Freedom of Association. Princeton University Press. Página 91.

[9] Barry, Brian (2001). Culture and Equality. Polity Press. Página 66.

[10] Kymlicka elaboró primero su teoría en Liberalism, Community and Culture (Oxford University Press, 1989); y luego la explicitó —dándole así un toque nacionalista— en Multicultural Citizenship (Oxford University Press, 1995).

[11] Waldron, Jeremy (1992). «Minority Cultures and the Cosmopolitan Alternative». University of Michigan Journal of Law Reform, 25. Página 783. Reimpreso en: Kymlicka, Will (ed.) (1995). The Rights of Minority Cultures. Oxford University Press.

[12] Rawls, John (1971). A Theory of Justice. Harvard University Press.

[13] Parekh, Bhikhu (2000).  Rethinking multiculturalism. Cultural diversity and political theory, MacMillan Press. Página 241.

[14] Compare los análisis de Amartya Sen en Identity and Violence: The Illusion of Destiny (W. W. Norton & Company, 2006).