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Jóvenes pistoleros, de Juan Cristóbal Peña

El origen de la tragedia

Jorge Gómez
Investigador Fundación para el Progreso Santiago, Chile. Á - N.4

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Título: Jóvenes pistoleros, violencia política en la transición.
Autor: Juan Cristóbal Peña
Debate, Santiago, 2019

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El último libro de Juan Cristóbal Peña cuenta la historia de Ricardo Palma Salamanca, el exfrentista al que, entre otras misiones, le tocó ejecutar al senador Jaime Guzmán en 1991. Se diría que Peña indaga en los numerosos hechos que conforman la filogenia de esa escena terrible, y devela con ellos la vida de un grupo de jóvenes que parecen ir llevados por la corriente de una ideología agónica, motivados muchas veces por deseos humanos básicos, lejos de los discursos épicos y sublimes.

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Hegel observa en alguna parte que todos los
grandes acontecimientos y personajes de la historia mundial se producen,
por así decirlo, dos veces. Se le olvidó añadir: la primera vez
como tragedia, la segunda como farsa.
Karl Marx, Dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte

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La distancia entre el heroísmo y la desventura fatal es muy sutil, frágil. Un recorrido propio de las tragedias donde los protagonistas se ven enfrentados a su propia acción, impulsada por una especie de necesidad que escapa a ellos mismos pero que a la vez depende de sus decisiones. Esa disyuntiva, que transcurre entre la decisión del protagonista, del actuante, y la fatalidad que parece rodearlo, es lo que intenta mostrar Juan Cristóbal Peña en su libro Jóvenes pistoleros, violencia política en la transición. Casi como una continuación de su obra Los fusileros, crónica secreta de una guerrilla en Chile (2007), el libro narra la historia del Frente Patriótico Manuel Rodríguez Autónomo a inicios de la transición democrática en Chile. El escrito relata esencialmente un drama humano que tiene como eje a la persona de Ricardo Palma Salamanca, quizás el frentista más conocido de todos por haber asesinado a sangre fría en 1991 al entonces senador y alto dirigente de derecha, Jaime Guzmán Errázuriz.

Jóvenes pistoleros es también la historia de una especie de cautivos de una mística revolucionaria que a fines de los ochenta se va tornando totalmente obsoleta, que a todas luces se derrumba ideológicamente pero que parece impulsarlos a sumarse con fuerza a una gesta que, mirada con la perspectiva del tiempo, no tenía sentido.

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Esta es también la historia de una especie de cautivos de una mística revolucionaria que a fines de los ochenta se va tornando totalmente obsoleta, que a todas luces se derrumba ideológicamente pero que parece impulsarlos a sumarse con fuerza a una gesta que, mirada con la perspectiva del tiempo, no tenía sentido.

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Un ardor o más bien una ceguera que, bajo el lema de «vencer o morir», los lleva a involucrarse en un espiral de violencia. Aunque llegaran a destiempo, como dirá la propia Silvia Brzovic, la Miska, Natalia en su chapa de frentista, expareja de Palma Salamanca y madre de sus dos hijos.

Con todos sus bemoles, el libro pretende indagar en las motivaciones de sus protagonistas, sus historias y sus debilidades, muchas veces ocultas bajo el supuesto heroísmo que se les adjudica. Intenta mostrarnos que de alguna forma ellos son prisioneros de las dinámicas de una organización que termina inmovilizada en el tiempo, sometida al capricho personal de uno de sus líderes. Un cabecilla cuya retórica se torna cada vez más retrógrada, sin comprender que la dictadura ha terminado para dar paso a una democracia que, con todas sus ambivalencias y bajo la promesa de la Alegría, buscaba institucionalizarse, incluso recurriendo a viejos camaradas de armas que, convertidos en funcionarios, agentes e informantes, se avocan a desmantelar los últimos vestigios de insurrección armada en Chile.

El libro narra ese proceso lleno de tornasoles, que en realidad más bien parece un huracán que absorbe todo a su paso, y en el que se ven involucrados quienes fueron conformando el llamado Frente Autónomo en los inicios del gobierno democrático del presidente Patricio Aylwin. Un destino que presumen épico, aun cuando «la lucha subversiva entraba en una desbandada en la que cada uno se salvaba como podía»[1] y que termina siendo en muchos sentidos poco heroico, sin escrúpulos, abyecto inclusive. Tal como ocurre con los casos de Mauricio Hernández Norambuena  (conocido como Comandante Ramiro) y Raúl Escobar Poblete (Comandante Emilio), que terminaron condenados por secuestro a 30 años en Brasil y a 60 años en México, respectivamente.

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Fragilidad humana

¿Cómo llegan personas comunes y corrientes a entrar en el vértigo de la violencia, por ejemplo la de índole terrorista? Esa es quizás la primera pregunta que surge al terminar el libro Jóvenes pistoleros, violencia política en la transición. ¿Cómo jóvenes comunes y corrientes —que salen de fiesta, que van a la playa y tocan la guitarra, que se enamoran— llegan a claudicar sus vidas para involucrarse en un espiral de violencia del cual también se convierten en una especie de prisioneros?

Muchos dirán que son los ideales, la causa revolucionaria, la necesidad de justicia respecto a lo acaecido durante la dictadura de Pinochet, la venganza incluso. Algo de eso hay, sin duda. Muchos habían sido testigos de la represión de forma directa durante la dictadura. Pero también hay una especie de inercia con las propias circunstancias y una cierta arrogancia que se confunde con la épica revolucionaria y sobre todo justiciera, desde la cual se buscan justificar acciones del todo criminales, como el secuestro.

También están las circunstancias propias, las presiones sutiles de los entornos más directos, las familias, el partido, los compañeros, los supuestos líderes. También hay cuestiones más humanas, las pasiones, la traición, la cobardía, el no fallarle a los compañeros, pero sobre todo a las compañeras a las que se estima más allá de la propia causa. Es ese entramado de claro-oscuros el que narra Jóvenes pistoleros.

En su libro El efecto Lucifer, Philip Zimbardo se pregunta por qué personas normales llegan a cometer actos terribles de crueldad. Plantea que «una de las principales conclusiones del experimento de la prisión de Stanford es que el poder sutil pero penetrante de una multitud de variables situacionales puede imponerse a la voluntad de resistirse a esta influencia».[2] En ese sentido, y más allá de los juicios morales que puedan hacerse respecto a los frentistas, sus acciones y sus víctimas, en el libro Jóvenes pistoleros se muestra algo que generalmente se olvida cuando hablamos de la violencia política, ya sea que hablemos de víctimas o victimarios, que es la condición humana de los mismos. Y esto sucede no solo con respecto a los miembros del FPMR, sino también con aquellos agentes del Estado que han sido procesados como violadores de derechos humanos.

En ese sentido, al leer el libro y ver las tensiones y hechos que van marcando los destinos de distintas personas, tanto de frentistas como de policías, agentes e informantes, es inevitable pensar que en ambos grupos está presente la fragilidad humana y también la llamada banalidad del mal de la que hablaba la filósofa Hannah Arendt. Porque, cualquiera sea el caso, a lo largo del relato vemos que no hablamos de monstruos ni de demonios, sino de sujetos cuyo juicio y responsabilidad en muchos casos parecen subyugados bajo las dinámicas a las cuales se someten, tanto de forma voluntaria como circunstancial.

En el caso de Ricardo Palma Salamanca, el Negro Palma, es un recluta que llega a un punto en que además de dudar «de seguir adelante, estaba golpeado emocionalmente». Entre los vaivenes amorosos del triángulo que conforma con sus compañeros, Silvia Brzovic y Mauricio Hernández, Ricardo Palma llega a un punto en que simplemente cumple las órdenes. Y aunque intenta evitar, por ejemplo, ser el celador de Cristián Edwards dándose un tiro en la pierna, ejecuta lo que se le decreta sin pensar demasiado, igual que un recluta. En ese sentido, Palma Salamanca es efectivo en cumplir lo que se le pide, sin juzgar si los medios y los fines son correctos. En eso hay una mezcla de la arrogancia del aventurero con la enajenación propia de quien se somete al secuestro de una ideología y el voluntarismo de la acción directa. Eso, en ningún caso lo exime de sus delitos, sin ninguna duda.

Como en la canción de Tiro de Gracia, «Viaje sin rumbo», Jóvenes Pistoleros muestra el camino sinuoso de un grupo de sujetos, marcado por una ideología desintegrada que absorbe y fagocita vidas de forma vertiginosa, que bajo el lema de «vencer o morir» se les imponía como un destino inevitable y fatal del cual nadie podría salir airoso, de ninguna forma. La renuncia, en ese sentido, no es heroica como muchas piensan, sino que es más bien fútil en tanto una alienación de la propia existencia.

En el caso de Palma Salamanca, ese destino parece establecido desde su juventud a través de su familia comunista y un liderazgo absorbente y totalizante como el de Ramiro, que además le disputa el amor de la mujer que ama. Porque si hay algo que refleja el libro, es que detrás de los supuestos altos ideales que la ideología y la lucha supuestamente impulsaban, también se escondían bajezas donde reinaban cuestiones más mundanas como la traición, la ambición, las mentiras y sobre todo el desamor. Y eso se traducía en órdenes de dudoso propósito y cuyo costo significaba que, tal como después le diría el propio Hernández Norambuena a Palma Salamanca en la cárcel: «Alguien tenía que caer». Así, como David mandó a Urías a la primera línea para quedarse con Betsabé, en algún momento Ramiro hizo lo suyo con Palma Salamanca.

Como algo más bien engañoso, la causa frentista terminó convertida en una especie de atadura que se impuso a los miembros del Frente Autónomo, los cuales la vieron en principio como reflejo de una hermandad pero que, finalmente, los terminó convirtiendo en marionetas, en simples medios e instrumentos de un propósito que supuestamente los trascendía pero que les era totalmente ajeno. Así, a medida que se involucraban más en las tareas de la organización, también iban perdiendo sus propias historias, sus lazos, sus identidades. Entonces, la clandestinidad, las chapas y las medidas de seguridad rompían sus propias referencias personales, las cuales quedaban sepultadas bajo el rol único del frentista. Al igual que aquellos a los que se les consideraba verdugos a ajusticiar, su humanidad se fue perdiendo bajo el rol que habían asumido como combatientes. Ya no eran personas sino instrumentos de una causa que, al final del camino, terminó siendo más bien el designio personal de Mauricio Hernández Norambuena, el Comandante Ramiro, cuya figura se torna controvertida para muchos de ellos, incluido Ricardo Palma Salamanca.

Quizás por eso, como una concesión discutible, Juan Cristóbal Peña habla de Ricardo Palma Salamanca como «una víctima y victimario de una organización que termina convertida en algo más parecido a una secta que a una guerrilla urbana». Quizás por eso mismo, el propio Esteban Solís, como ahora prefiere llamarse el Negro Palma, marcando la distancia con su propio pasado, dice que a sus dos hijos prefirió liberarlos de influencias políticas, de mandatos ideológicos e historias revolucionarias, para que fueran libres para pensar porque, entre otras cosas, «en mi casa me habían metido sólo libros de marxismo, que es un pensamiento muy autoritario, de un solo significado, y no conocía mucho más que eso».[3] De alguna forma, Palma Salamanca intenta liberarlos de un destino que para él se tornó imborrable, aunque use otro nombre y viva en otro país. Una biografía con vínculos que lo perseguirán de por vida, como el que tiene con Emilio, y que inevitablemente podrían convertirse en una sombra para sus propios descendientes.
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Forajidos en democracia

En Jóvenes pistoleros vemos narrado indirectamente el efecto enceguecedor que ejercen las ideologías respecto a la violencia como hecho concreto. Tal como planteaba el filósofo Jorge Millas, quizás uno de nuestros mejores pensadores, en su ensayo Las máscaras filosóficas de la violencia,[4] vemos cómo por medio del enmascaramiento de las ideologías, la violencia atrae con hermosos cantos de sirena a pesar de su fea apariencia.

Así, el filósofo chileno denominaba ideologías de la violencia a todas aquellas formas de pensamiento que enceguecen las conciencias frente a los efectos éticos de la violencia, sobre todo respecto al sufrimiento de las víctimas. En ese sentido, quienes conforman el Frente Patriótico Autónomo no sólo presumen guiarse por un fin redentor cuyos costos humanos debían asumirse, sino que presumen estar iniciando una cruzada exitosa sin visualizar que, en realidad, como plantea el propio autor, estaban entrando en una guerra inexistente que finalmente les pasaría encima. Esto es algo que, en cierto momento, parecen dilucidar parcialmente algunos de ellos al decir que «mientras la realidad iba para un lado, nosotros íbamos para el otro».[5]

Esa ceguera ideológica, para Millas, no sólo se relaciona con al afán por la violencia, sino con otro elemento clave, la deshumanización de las víctimas. De alguna forma, la dinámica terrorista no sólo enajena a sus víctimas sino también a los frentistas, que terminan regidos por la ética de la violencia en cada instante de sus vidas sin poder liberarse de ella. Entonces surge una pregunta, siguiendo las reflexiones de Jorge Millas: ¿qué fuerza moral distinta interponían los frentistas frente a lo que ellos consideraban un sistema injusto? En realidad ninguna. A lo largo del libro sólo podemos ver que hay una ética común marcada por el desdén respecto al sufrimiento ajeno.[6] Así, no es raro que el propio Mauricio Hernández Norambuena expresara una especie de fetiche con la represión al decir que, en caso de triunfar insurreccionalmente, crearían un organismo de Seguridad Interior del Estado Revolucionario que se encargaría de sancionar, eliminar o encarcelar a quienes intentaran subvertir el orden.

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A lo largo del libro sólo vemos que hay una ética común marcada por el desdén ante el sufrimiento ajeno. Así, no es raro que el propio Mauricio Hernández Norambuena expresara una especie de fetiche con la represión al decir que, en caso de triunfar insurreccionalmente, crearían un organismo de Seguridad Interior del Estado Revolucionario que se encargaría de sancionar, eliminar o encarcelar a quienes intentaran subvertir el orden.

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Es claro que, bajo esa perspectiva, el Comandante Ramiro podría haber terminado siendo un torturador o algo por el estilo.

Hay otro elemento que Jorge Millas menciona en su ensayo y que ayuda a comprender la dinámica de la violencia que envuelve a los protagonistas del libro Jóvenes pistoleros. Es cierto que a fines de los 80 la fuerza se ejercía en muchos casos, tanto por parte de agentes del Estado como de insurgentes, sin apelación para sus víctimas ni con «normas suprapersonales de responsabilidad y de regulación para los victimarios».[7] Pero esto no era así cuando se instaura la democracia a partir de 1990. Si bien la justicia era en la medida de lo posible, con todas sus imperfecciones, en ese nuevo orden se buscaba reinstaurar el Estado de Derecho y por tanto someter la violencia al orden jurídico. En esta profunda incomprensión de lo que aquello significaba en muchos sentidos, radica la causa del destiempo de los frentistas a inicios del retorno a la democracia en Chile. En ese sentido, muchos de ellos se quedaron literalmente pegados en la dictadura y entonces, presumiendo una lucha armada que ya no era tal, se volvieron forajidos en democracia.

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[1] Peña, J.C. (2019). Jóvenes pistoleros, violencia política en la transición. Página 261.

[2] Zimbardo, P. (2008). El efecto Lucifer. El porqué de la maldad (Trad. Genis Sánchez Barberan). Barcelona: Paidós.  Página  12.

[3] Peña, J.C. (2019). Jóvenes Pistoleros, violencia política en la transición. Chile. Debate. Página 445.

[4] Millas, J. (1978). Las máscaras filosóficas de la violencia en Millas, J. y Otero, E. (1978). La violencia y sus máscaras. Dos ensayos de filosofía. Santiago, Aconcagua. pp. 9-50.

[5] Informe Manhattan. Frente Patriótico Manuel Rodríguez en Peña, J.C. (2019). Jóvenes pistoleros, violencia política en la transición. Chile. página 279.

[6]Millas, J. (1978). Las máscaras filosóficas de la violencia en Millas, J. y Otero, E. (1978). La violencia y sus máscaras. Dos ensayos de filosofía. Santiago, Aconcagua. Página 27.

[7] Ibíd. Página 19.

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