La visita de William Styron y de Arthur Miller en 1988 —para apoyar presencialmente a periodistas perseguidos por la dictadura— fue absorbida por el ajetreo general de ese momento de cambios sustanciales. Jorge Edwards, que estuvo muy cerca de ambos escritores, hace aquí la crónica de esos días extraños y reflexiona sobre el peso específico de la tan inestable libertad de expresión.
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Hacia mediados del año 1988, después de quince años de dictadura militar, Chile había entrado en la campaña de un plebiscito que estaba contemplado, curiosamente, en la constitución política pinochetista de 1980. De acuerdo con la norma constitucional, el electorado del país estaba llamado a decidir si el general seguía en el poder durante ocho años más o si debía abandonar el cargo y llamar a elecciones presidenciales. Era una situación difícil de entender para los propios chilenos, y casi imposible de explicar a extranjeros. Pero, en último término, creo que se relacionaba con el estado de derecho que había existido en el Chile anterior, una situación, y una tradición nacional, que habían sido interrumpidas en forma brusca, violenta, pero que no habían sido destruidas en forma completa.
Los juristas del siglo XIX, los padres fundadores en versión criolla, habían conseguido crear un fenómeno excepcional en Hispanoamérica, algo que en el antiguo Chile se solía llamar «religión del Estado», y que algunos designaban como «Estado en forma». El golpe militar del mes de septiembre de 1973 había desarticulado ese «Estado en forma» a balazo limpio, pero habían subsistido, a pesar de todo, resquicios y hasta escrúpulos legalistas, ¿nostalgias, utopías?
Sea como sea, la obligación de llamar a plebiscito figuraba, por omisión, por distracción, por exceso de confianza, por lo que fuera, en esa constitución votada por los partidarios del general. Se demostraba que era mejor, para la deseable salud democrática del país, tener una constitución mala, parcial, a tener un total vacío jurídico. Después de serias vacilaciones, de divisiones internas graves, creo que la oposición democrática comprendió con lucidez, con buen instinto político, que esos antecedentes jurídicos, utilizados con habilidad, con prudencia, podían servir para organizar y encauzar la salida del pinochetismo.
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Soluciones atípicas
Yo era presidente en esos días del Comité de Defensa de la Libertad de Expresión, y habíamos tenido contactos con el Pen Club Internacional, con sociedades de autores de diversos países y con dos entidades extranjeras bien conectadas: Amnesty International e Index for Censorship.
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La causa de la libertad de expresión no era exclusivamente chilena, desde luego, y ahora, después de 30 años, estoy convencido de que sigue siendo una de las causas universales más importantes, más urgentes en el más amplio de los sentidos. Más de una vez me ha tocado arrepentirme de haber dejado morir nuestro comité cuando la caída del pinochetismo lo hacía aparentemente innecesario. Pues bien, en esos días del otoño de 1988 se dio la posibilidad, ya no recuerdo exactamente cómo, de que grandes personajes de la literatura norteamericana, el dramaturgo Arthur Miller, el novelista William Styron y su mujer, también escritora, Rose Styron, viajaran a Chile, con apoyo del Pen Club y de la embajada de su país, para solidarizar con los periodistas chilenos vigilados y hostilizados por la dictadura.
Fue un episodio interesante de comienzos de transición: la derrota de una dictadura latinoamericana, típica en muchos sentidos, incluyendo el de su implacable crueldad, en una campaña electoral y un plebiscito que nos sorprendieron a nosotros mismos, que fueron esencialmente inventivos, imaginativos, precisamente atípicos. Amigos venezolanos ahora exiliados en Madrid, me preguntan si la experiencia de Chile puede ser útil para la Venezuela de hoy. No tengo una buena respuesta. A fines de la década de los ochenta del siglo pasado, había resquicios visibles en el régimen militar chileno.
Algunos de esos resquicios tenían que ver con una creciente libertad de expresión. Otros, con la organización gradual, nunca fácil, de una oposición democrática eficiente, que incluía a organismos de Iglesia como la notable
Vicaría de la Solidaridad. En cualquier caso, les digo a mis amigos venezolanos que la invención, la imaginación, siempre son útiles, y si se unen a una visión tranquila, no histérica, no excesivamente optimista del adversario, pueden llevar lejos. No era el «voto más fusil» de que había hablado tanto la extrema izquierda pasada, sino que el voto sin fusil, o a pesar del fusil. Era un movimiento de la sociedad civil chilena, que los militares no habían conseguido destruir del todo, y que quizá en la Venezuela de hoy ha sido más castigada y erosionada.
Olvido muchos detalles de aquella visita ya lejana de los autores norteamericanos, recuerdo otros, y releo obras de Miller y de Styron con máxima atención. Primer «detalle» que recuerdo y que es mucho más que un detalle. Todas las recensiones de prensa hablaron de Arthur Miller como «el marido o exmarido de Marilyn Monroe». Algunos jóvenes poetas contaron que se habían acercado temblorosos de emoción al autor de «Muerte de un vendedor» (Death of a Salesman): iban a darle la mano a una mano que había tocado el cuerpo divino de Marilyn. De William Styron no dijeron casi nada y da la impresión de que no se interesaron en saber nada. Y no hablemos de la encantadora Rose Styron. Nadie se interesaba en un personaje que no había salido en la revista Hola, o en su equivalente de entonces. Con tres o cuatro excepciones honrosas, la prensa, que estos autores habían viajado a defender, demostró una mediocridad abrumadora. Solo les interesaba el valor mediático de los viajeros. No fueron capaces de comprar o buscar alguno de sus libros, de leer nada ni de analizar nada. No sé si han progresado algo desde entonces. Tengo mis dudas al respecto.
Me acuerdo de que los tres visitantes y dos o tres chilenos almorzamos en un restaurante que se encontraba al costado del entonces Hotel Carrera, y de que los llevamos a dar una vuelta por el centro de Santiago. Fue una idea bastante peregrina, una evidente ingenuidad mía, no sé si compartida por algunos periodistas que participaban en la recepción, de los que me parece recordar ahora a Sergio Marras. Los viajeros venían obviamente cansados de su largo viaje, y las micros, los bocinazos, la polvareda, los peatones sudorosos de las calles Bandera, Morandé, Agustinas y Huérfanos, no consiguieron levantarles el ánimo. Ellos, observados por nosotros de reojo, no decían una palabra, pero su silencio no podía ser más expresivo. Miller dijo en algún momento que Santiago le recordaba mucho un viaje reciente suyo a Estambul. Estambul, claro está, tiene una historia milenaria, tiene el Bósforo, tiene cúpulas bizantinas, minaretes islámicos, torres, muros medievales. Santiago tiene el Cerro de Santa Lucía, que no es un mal invento, pero en ese paseo no alcanzamos a llegar a sus contrafuertes. Nuestros invitados, seguidos siempre de cerca por un coche de seguridad puesto por la embajada, partieron a dormir.
El programa comenzó algunas horas más tarde, creo que con una visita a la Universidad Católica. Dos o tres días después, frente a remolinos de polvo, de papeles sucios, de hojas secas, que se levantaban en la calle Teatinos, a la salida del hotel, me dijeron en forma compasiva, amistosa, que me sorprendió y me dejó pensativo:
Jorge, por favor ándate de aquí. Si te quedas aquí, la contaminación te va a matar. Nosotros te ayudamos a instalarte en nuestras tierras de aire más puro: en Martha’s Vineyard, en la isla de Manhattan, donde sea.
No sé si me reí, o si me sentí condenado: contaminación, dictadura militar, historias cotidianas horribles. Pero un día por la tarde, cuando ya se anunciaba el crepúsculo, pasamos en automóvil por la orilla del Parque Forestal y de la Escuela de Bellas Artes, y ellos exclamaron, sorprendidos, que esos lugares les parecían bonitos. Creo que alguna vez llegaron hasta el Barrio Alto, pero no dijeron nada, y no había, me parece, nada que decir. ¿Qué puede decir un intelectual norteamericano de la imitación de un barrio de provincia de los Estados Unidos? Hubo reuniones en la Sociedad de Escritores, en el teatro de la Universidad Católica, en la Universidad de Chile, en la casa de Isla Negra de Pablo Neruda. Miller y Rose Styron, en su condición de dirigentes del Pen Club Internacional, habían invitado a Neruda a Nueva York a mediados de la década de los sesenta. Ese viaje provocó una furiosa carta de los intelectuales cubanos revolucionarios, o supuestamente revolucionarios, contra Neruda, carta que el poeta no pudo tragar ni perdonar nunca. Era un signo de esos tiempos de vigilancia, de sospecha, de censura permanente. Los escritores se vigilaban entre ellos, se acusaban, se descalificaban a cada rato, y creían que esta especie de enfermedad colectiva les confería una aureola de heroísmo. Veo hasta el día de hoy a escritores con sonrisas idiotas y con aureolas de santidad política, paseando en zapatillas de tenis por los campus norteamericanos.
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«Los viajeros venían obviamente cansados de su largo viaje, y las micros, los bocinazos, la polvareda, los peatones sudorosos de las calles Bandera, Morandé, Agustinas y Huérfanos no consiguieron levantarles el ánimo»
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Ante MacCarthy
Aunque eso no calzara bien en los lugares comunes del momento, en el Chile de la década de los ochenta del siglo pasado, con Augusto Pinochet y los militares en el poder, se había producido una relativa apertura, acompañada de una proliferación de revistas de oposición, nunca exenta de retrocesos bruscos, de sorpresas desagradables, de amenazas. Escribíamos entre líneas, y los lectores entendían perfectamente bien lo que estábamos diciendo, y muchos llegamos a ser verdaderos maestros de esa escritura enmascarada, de aquello que algunos llamaban lenguaje de Esopo. Nos reunimos muchas veces en mi departamento de la calle Santa Lucía, frente al cerro de la fundación de la ciudad, con poetas, escritores, periodistas de diferentes sectores, dramaturgos y actores chilenos, y nunca pasó nada realmente inquietante. Todos estábamos alertas, atentos a teléfonos, pisadas, ruidos de ascensores, pero ningún funcionario de seguridad tocaba el timbre. No faltaban los plumíferos retóricos, de estilo palaciego, que pronunciaban largos discursos. Arthur Miller y Bill Styron, a propósito de uno de ellos, a quien la incontinencia verbal había dejado pálido, trémulo, me dijeron en voz baja: what a terrible man! (¡qué hombre más terrible!). Arthur tenía la manía de comparar casi todo lo que observaba en Chile con lo que había visto hacía pocos meses en Turquía. A veces me daba la impresión de que viajaba demasiado y se había equivocado de país. Pero era un observador atento, apasionado, y tuvo una idea interesante. El periodista Juan Pablo Cárdenas, animador de una de las revistas de oposición más conocidas, podía andar libre de día, pero estaba condenado a regresar todas las noches a dormir en la cárcel. Miller propuso que todos acompañáramos a Cárdenas en su regreso a la prisión y que nos despidiéramos afectuosamente de él en las puertas de la cárcel, frente a sus carceleros. Así se hizo, y ya no recuerdo durante cuántos días.
En mi recuerdo y en mi relectura actual de su obra, veo a Arthur Miller como un escritor del compromiso social y también de la lucha por las libertades públicas. Muerte de un vendedor es el drama de la persona devorada por la rutina, por el tiempo, por la necesidad. En una sociedad donde todo se vende, Willy Loman, el personaje principal, está condenado a ser vendedor hasta el final de sus días, aunque odie su profesión. Los actores que hicieron el papel de Loman, como Frederick March, como Lee J. Cobb, pasaron a ser leyendas del teatro moderno. El diálogo de las obras de Miller era coloquial, callejero, incisivo, con momentos de aspereza y hasta de brutalidad. Era un teatro de la realidad cotidiana con todos sus matices. A veces, como en Las brujas de Salem, sale al primer plano, a la escena teatral, una especie de historia del fanatismo, de la intolerancia política y religiosa, de la caza de brujas. Miller había sido llamado a declarar por el comité parlamentario de actividades antinorteamericanas, el del famoso senador MacCarthy, en los comienzos de la Guerra Fría, y se había negado en forma pública, en una época en que era muy difícil y peligroso hacerlo, a colaborar. El primer director de la puesta en escena de Muerte de un vendedor fue Elia Kazan, cuyos problemas con el comité anticomunista de Mac Carthy fueron mundialmente divulgados.
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«Con tres o cuatro excepciones honrosas, la prensa, que Miller y Styron habían viajado a defender, demostró una mediocridad abrumadora.Solo les interesaba el valor mediático de los viajeros. No fueron capaces de comprar o buscar alguno de sus libros, de leer nada ni de analizar nada»
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Hielo en los rieles
Con esos antecedentes, asistir a las reacciones, los comentarios, las actitudes de Miller en el Chile del pinochetismo, adquiría un interés doble. A cada rato se revelaba su acabado sentido profesional como hombre de teatro. Podía citar un episodio del teatro clásico griego o descubrir los aspectos teatrales de un episodio cualquiera. En cierto modo, era la antípoda casi exacta de William Styron. Styron era silencioso, introvertido, más afectuoso, en algún sentido, y más distante, incluso más indiferente, en otro. Pero la obra de Arthur Miller es teatro en todo momento, con el exceso en la teatralidad que uno suele encontrar en Samuel Beckett, en Eugenio Ionesco, en Albert Camus. La prosa narrativa de Styron se entrega con menos facilidad, pero con elementos dramáticos que a veces van más lejos. Y su ensayo sobre la depresión y la locura, traducido como Esa visible oscuridad, leído muchos años después de haber sido testigo cercano en Chile, sin sacar conclusiones rápidas, pero con un matiz de perplejidad, con una pregunta no formulada, de su silencio, de su repliegue, adquiere un sentido mucho mayor. Es la literatura como forma de acción, de combate, de compromiso, en el caso de Miller, y como enfermedad, como apasionada opción estética, como instinto de muerte, en el otro.
Antes de su regreso a Nueva York, le entregué a Miller una traducción al inglés de mi Persona non grata. Era una respuesta a infundios que le había tocado escuchar de sus informantes americano-chilenos. Pocas semanas después recibí una extraordinaria carta suya, que no tengo ahora a la vista, pero que se encuentra en la última edición española de ese libro. Esa carta era la crítica de cualquier dictadura unipersonal, de la idea del hombre providencial, capaz de solucionar todos los problemas de una sociedad. Era perfectamente válida para los casos de José Stalin y de Fidel Castro. Después le escribí a Miller desde la Universidad de Georgetown, en Washington D. C. , donde dictaba un curso de literatura latinoamericana, y me respondió con una invitación a un estreno de teatro suyo en la isla de Manhattan. Me parece que esto ocurría en lo más crudo del invierno norteamericano de 1989. Tomé un tren, después de despedirme en el café de la estación de José Donoso, que vivía en esos días con Pilar, su mujer, en Washington, y trabajaba en un centro de estudios muy conocido. Recuerdo que hablamos del depósito de sus archivos que había hecho Pepe en la Universidad de Princeton y de su deseo de que esos papeles solo fueran conocidos treinta años después de su muerte. Puso la condición por escrito, y entiendo que no fue respetada en circunstancias y por razones que desconozco. Emprendí mi viaje en ferrocarril pensativo, en alguna forma conmovido, hundido en la contemplación de un paisaje de nieve, de niebla y nubarrones densos. Asistiría después a una gran ceremonia teatral y a una cena de amigos. Pero de repente se escuchó un ruido muy fuerte debajo del tren; al poco rato el expreso de Washington D. C. a New York City se detenía gradualmente en medio de la planicie congelada. Empezó a entrar un frío glacial a los carros y todos los viajeros tuvimos que recurrir a nuestros abrigos, nuestras bufandas, a todas las prendas de lana que pudiéramos sacar de nuestros maletines. Ocurría que un pesado cascote de hielo que se encontraba entre los rieles había golpeado contra la parte inferior del tren y había destruido uno de los elementos esenciales de la calefacción. El viaje tranquilo, reflexivo, en medio del paisaje invernal, se había transformado en una detención peligrosa, con serios riegos de congelación general. Tuvimos que regresar en condiciones precarias a nuestro punto de partida. Cuando le conté el episodio por teléfono, a la mañana siguiente, a Arthur Miller, hizo una larga, interesante reflexión sobre las trampas y los peligros de la modernidad. Había hecho un viaje hacía poco junto a un piloto veterano de aviación y había notado que cuando la aeronave aterrizaba, su vecino el piloto se aferraba a su asiento con cara de pánico. «En conclusión», me dijo, «si hubieras viajado en diligencia, como en el siglo XIX, habrías llegado a la cita con la mayor seguridad, sin el menor percance».
En resumen, nos reímos y quedamos de vernos en una ocasión próxima, cosa que nunca ocurrió. Y nunca volví a saber de Bill Styron y de Rose, su mujer. De todos modos, leo, ahora, una mediocre traducción de los relatos de juventud de Styron, relatos de guerra naval en el Pacífco y de enormes moles de acero sometidas al ataque de aviadores japoneses suicidas, historias que me hacen pensar en narraciones de Jack London leídas hace largas décadas, y entro en seguida en una extraordinaria novela antiesclavista, a pesar de que una novela no debería ser anti o pro nada, Las confesiones de Nat Turner, y me digo que Styron es uno de los grandes escritores norteamericanos modernos, y pienso que quizá su silencio, su introversión, su esbozada depresión, conspiraron para que no fuera más conocido y más leído fuera de su país, pero así son los vericuetos y los ocultamientos de la literatura, y quizá es mejor que así sean.